Al menos, nunca lo hubo. Pero esta noche, cuando Leffler y su esposa estaban dentro de la oficina con los dos encapuchados -el tercero se había quedado fuera, en el coche-, uno de los hombres dijo inmediatamente:
– Está bien, señor Leffler, echemos un vistazo al cuarto trasero.
Mucho más tarde, a Leffler se le ocurrió pensar en lo imposible que era que esta gente estuviese familiarizada con ese término usual en la oficina; al principio sólo pensó que ellos querían los bonos del estado. Y su respuesta inmediata fue intentar salvar los bonos, mintiendo:
– No puedo hacerlo. La puerta tiene un mecanismo de apertura retardada.
– Tenía una sola oportunidad de hacerse el estúpido -dijo uno de los hombres- y es ésta. Esta cámara de seguridad no tiene ese mecanismo de apertura retardada que usted dice. Haga su trabajo.
Leffler lo miró. «Lozini», pensó; pero no pudo creerlo. Una luz de la calle entraba por la ventana y llenaba la oficina de luz rosada; bajo esa luz, Leffler trató de leer las capuchas sin rasgos y la esbeltez de los cuerpos. «¿Cuánto sabían esos dos?»
Lo sabían todo. Uno de ellos, dijo:
– Vamos, señor Leffler, lo que queremos es el dinero de la organización.
«Me atraparon», pensó Leffler, hundiéndose en la desesperación, y se dejó llevar sin quejarse cuando uno lo cogió del brazo y lo hizo avanzar por la oficina, más allá del resplandor rosado de la calle, hacia la oscuridad de la cámara de seguridad.
Nick Rifkin deseaba que su esposa no roncase así. Lo humillaba frente a estos bastardos. Se quedó en pie al lado de la cama, descalzo, helado, y miró cómo uno de ellos llenaba una bolsa de cuero con el dinero de la caja fuerte, mientras el otro lo miraba a él y lo apuntaba con la pistola. Y Angela, a quien no le molestaba la luz, la conversación ni nada de nada, seguía allí boca arriba, roncando. Y lo hacía con una fuerza inaudita.
Finalmente, no pudo soportarlo más.
– ¿Le importa si le doy la vuelta? -preguntó el hombre que lo miraba.
– Debería tirarla por la ventana -respondió-. Haga lo que quiera.
– Gracias -dijo Nick, pero se guardó el sarcasmo para sí. Puso una rodilla en la cama, se inclinó y tomó a Ángela por un hombro; tiró hasta que ella suspiró, cambió el ritmo de la respiración y se dio la vuelta hacia un lado. Se calló.
Nick se incorporó y vio que el otro salía del armario, con la bolsa de cuero llena y cerrada. Nick miró la bolsa, lamentando que todo ese dinero se fuera. No importaba lo que sucediera después, a quién le echaran las culpas, algo caería sobre su propia cabeza, y lo sabía.
– Me están causando un gran perjuicio -dijo.
El que lo había estado apuntando dijo:
– Le daré información confidencial. Nadie se ocupará de usted.
Nick lo miró asombrado. Por primera vez se le ocurrió que quizá estaba sucediendo algo más que un simple robo. Había oído rumores la semana anterior, una especie de problema, un tipo al que buscaban… ¿esto tendría algo que ver?
En fin, era algo de lo que tampoco quería enterarse.
– Confío en su palabra -dijo.
El que traía la bolsa comentó:
– Usted es un tipo realmente listo, Nick; es un tipo que vale la pena.
– No se molesten en darme más información -le contestó Nick.
El otro dijo:
– Le daré algo mejor, Nick. Una pequeña sugerencia. -Nick lo miró expectante-. Muy pronto -continuó- usted querrá hacerle una llamada a alguien, para contarle esto.
– Seguro.
– Llame a Dutch Buenadella -le indicó el tipo.
Nick arrugó la frente.
– ¿Por qué?
– Le interesará, Nick.
El que llevaba la bolsa intervino:
– Nick, tendrá que salir a caminar un poco con nosotros.
– ¿Por qué no me quedo aquí sentado y cuento hasta un millón?
– No haga chistes, Nick -dijo el otro-. Hagámoslo a nuestro modo.
Le habían dado un consejo sobre la persona a quien debía llamar, así que no pensarían en matarlo, ni en hacerle daño. Sería sólo un golpe en la cabeza, cosa que podría soportar.
– Está bien -contestó-, ustedes mandan.
Cuando salían del dormitorio volvió a empezar el ronquido. Nick sacudió la cabeza, pero no dijo nada, y bajó la escalera con el tipo que llevaba el dinero delante y el otro detrás.
Una vez abajo cruzaron el bar, y a Nick se le ocurrió pensar en por qué no habría venido la gente de la compañía de alarmas.
De modo que éstos también debían de haber cortado los cables.
Abrieron la puerta de entrada y Nick se hizo a un lado para dejarlos salir.
– Vuelvan pronto -dijo.
– Salga con nosotros, Nick. Despídanos como corresponde.
– Escuchen, muchachos -repuso Nick-, no llevo zapatos.
– Es sólo un minuto. Venga. -Y el tipo lo agarró del brazo y lo llevó fuera.
Hacía más calor fuera que dentro. No obstante, Nick se sintió ridículo al verse descalzo en la acera y con sólo una camiseta y calzones. La luz más cercana estaba a media manzana y no había luna, pero aun así, se sentía como expuesto, como si cientos de personas estuvieran mirándolo.
No había cientos. Sólo tres: los dos ladrones y el conductor del Pontiac frente a la puerta.
El tipo que llevaba el dinero fue directamente al Pontiac y se sentó en el asiento trasero, con la bolsa del dinero. El otro cerró la puerta del bar y probó el pomo para ver si quedaba realmente cerrada.
– Buenas noches, Nick -dijo, y Nick lo vio cruzar la acera y entrar en el coche, que se marchó inmediatamente. Nick volvió a la puerta.
Estaba realmente cerrada. Sacudió el pomo, pero no lograría nada con eso.
– Mierda -murmuró, y caminó hacia el lateral de la casa, donde la luz indicaba la ventana de su dormitorio-. ¡Hey, Ángela! -gritó. Luego buscó unas piedrecitas y las arrojó contra el cristal. Después volvió a gritar.
Al fin buscó una piedra grande y rompió el cristal de la puerta de entrada. Así pudo abrir.
Se llevaron sólo el dinero en efectivo; ninguna acción, ni papeles de bonos, nada más que el efectivo. Leffler lo vio desaparecer todo en dos bolsas de plástico azul, y cuando el primer shock hubo pasado, simplemente esperó. Lozini y los otros no podrían echarle la culpa; después de todo él no era un pistolero. No era en absoluto un criminal, sino un corredor de bolsa; ellos no podían esperar de él que defendiese su dinero contra gente armada.
Las luces de la cámara de seguridad estaban encendidas, ya que no se podían ver desde la calle. Los dos hombres con sus ropas negras y sus capuchas actuaban con un silencio, una velocidad y frialdad que los hacía parecer invisibles; nadie podría haber defendido el dinero de esos dos.
Leffler no podía sentirse más miserable. Maureen estaba junto a él, cogiéndolo del brazo, dándole fuerza con su presencia y con su contacto, y él supo que todo esto sucedía por culpa suya. Ponerla en peligro, ponerse a sí mismo en esta situación horrible. Seguramente, doce años atrás, tuvo que existir otra manera de solucionar el problema; de ayudar a Jim sin endeudarse con gente como Adolf Lozini y estos dos tipos.
Y ahora ya tenían el dinero. Llevando las bolsas, se dirigieron hacia la entrada de la cámara y uno de ellos dijo:
– ¿Dejaremos las luces encendidas? ¿O prefieren que las apaguemos?
El interruptor estaba fuera.
– Encendidas -contestó Leffler-. Por favor.
– Está bien. -El hombre pareció vacilar-: No les pasará nada. Alguien vendrá a sacarlos mañana.
La piedad en la voz del hombre enfureció a Leffler más que nada de lo que había sucedido hasta ahora.
– A ustedes sí que les pasará algo -afirmó con voz temblorosa.
El hombre se encogió de hombros; él y su socio salieron y la pesada puerta de la cámara se cerró.
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