Donald Westlake - La Luna De Los Asesinos

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Parker, el personaje más emblemático creado por Donald E. Westlake (Brooklyn, Nueva York, 1933), es un ladrón profesional y, eventualmente, un asesino. Un hombre frío y calculador, reservado hasta la exasperación y dueño de una inteligencia más que destacable. Dos años atrás, Parker se vio obligado a abandonar en la pequeña y apacible ciudad de Tyler, en el estado de Mississippi, los setenta y tres mil dólares de botín de un robo a un coche blindado. Ahora ha llegado el momento de recuperar lo que es suyo, y para ello se va a ver involucrado en una guerra entre las mafias que controlan la ciudad. Parker, acompañado por Grofield, su cómplice, tendrá que demostrar su profesionalidad y agudizar el ingenio para lograr su objetivo, tarea nada fácil dado el poder de sus adversarios…
Escrita en 1974, La luna de los asesinos es, sin lugar a dudas, una de las mejores novelas de este gran escritor norteamericano que revolucionó el género policíaco al ofrecer una nueva concepción que se aleja de los lugares comunes y los viejos clichés que siempre lo habían acompañado. El estilo ágil y directo, sin florituras ni descripciones innecesarias, acompañado de un elegante sentido del humor, acentúa la tensión de la novela, que no deja de crecer desde la primera página, hasta resolverse en un final brutal e inolvidable que revela la precisión narrativa de uno de los principales escritores norteamericanos de novela policíaca del siglo XX.

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En el dormitorio, Pelzer colocaba la maleta sobre la cama, sacaba el dinero y lo contaba lentamente. Esta semana el total fue de ochenta y dos mil novecientos dólares. Su dos por ciento ascendía a mil seiscientos cincuenta y cinco dólares y veinticuatro centavos, pero siempre bajaba la cifra a la centena, de modo que esta semana había realizado exactamente su promedio: mil seiscientos dólares. Apartó ese dinero en los billetes más nuevos, casi todo en billetes de veinte y de cinco, y lo guardó bajo su camisa. Sacó otros quinientos dólares, en billetes de diez y veinte, los puso a un lado de la cama y cerró la maleta. Luego abrió la puerta del dormitorio y llevó la maleta y los quinientos extra a la sala.

Los quinientos eran la paga de sus asociados: doscientos cincuenta para cada uno. Nunca hablaba con ellos de su propio salario, de modo que ellos no sabían la disparidad entre sus mil seiscientos dólares y los escasos doscientos cincuenta de ellos; al no saber nada, nunca causarían problemas.

A partir de aquí, la rutina indicaba que saldrían del apartamento e irían en el coche de Pelzer hasta el aparcamiento que había detrás de la oficina de Frank Schroder, donde los estaría esperando otro coche y Pelzer se iría a casa, donde su esposa lo estaría esperando con una cena tardía. Comerían juntos, lavarían los platos y se irían a la cama; a partir de ahí, Pelzer se quedaba en casa, entreteniéndose con su jardín y su trabajo de carpintería hasta el viernes por la mañana y el comienzo de otra semana laboral.

Era un trabajo fácil, sin problemas, sin esfuerzos. Le permitía pasar cuatro noches y tres días enteros con su familia todas las semanas, le ofrecía viajes interesantes y le presentaba una amplia variedad de tipos humanos; la paga era buena y nunca había surgido ningún problema.

Hasta esta noche.

– Aquí vienen -dijo Carlow.

Habían localizado el Oldsmobile Cutlass de Pelzer, casi a una manzana del apartamento, y estaban aparcados detrás, en un coche diferente, pues Carlow había cambiado el Mercury por un American Motors Ambassador. El aire acondicionado funcionaba mejor en este coche, pero no había sitio para los tres delante, especialmente por el tamaño de Dan Wycza. De modo que él se sentaba detrás; Wycza, Devers y Carlow observaban salir a los tres hombres del edificio, a una manzana de distancia, y venir hacia el coche; el hombre más pequeño, entre los otros dos, transportaba una maleta aparentemente pesada, mientras los otros miraban a derecha e izquierda al caminar.

– Los miro -dijo Wycza-, miro a esos tipos y pienso que no son sensatos.

– ¿Te parece que nos darán problemas? -preguntó Devers.

– Creo que tendremos que empezar matándolos.

Devers pareció preocupado.

– No sé -dijo.

– Yo sí sé -repuso Carlow. Señaló con la cabeza a Wycza y le dijo a Devers-: Tiene razón. A esos dos tan grandes los contrataron para cuidar el dinero. Si lo pierden, están muertos de todos modos.

– Yo tengo buena puntería -aseguró Devers-. Dejadme herir a uno y les daremos la oportunidad de ser sensatos.

Carlow se volvió hacia Wycza para conocer su opinión. Estos tres hombres no se conocían entre sí, nunca habían trabajado juntos. Hoy se habían visto por primera vez; Wycza y Devers en el avión, y Carlow, en el apartamento de Parker. Les era difícil saber cómo repartirse el trabajo, en qué cosas era experto cada uno. Carlow y Wycza, mirándose en la débil iluminación de una calle perpendicular, trataron de llegar silenciosamente a un acuerdo sobre Devers, y al mismo tiempo de medirse entre sí. Wycza bajó los ojos y asintió ligeramente, encogiendo los hombros, como si dijera: «Qué diablos, dejémosle que haga lo que le parezca, tendremos tiempo de cubrirnos». Carlow torció los labios y miró hacia el frente antes de contestar, gestos que para Wycza significaban claramente: «La decisión te corresponde a ti, yo sólo soy el conductor, y si sale mal, no será culpa mía». En voz alta, Carlow le dijo a Devers:

– Como te parezca.

– Vale la pena probar -contestó Devers. Se volvió y dijo a Wycza-: Dime qué te parece. Si a pesar de todo quieren causar problemas, intervienes tú. -De modo que Devers también se mostraba prudente en esta nueva asociación y no aceptaba toda la responsabilidad sobre sus hombros.

Wycza asintió. Devers dispararía contra uno en el hombro, y si no se calmaban Wycza dispararía contra los tres a la cabeza.

– Perfecto -contestó.

El corredor de Bolsa Andrew Leffler no pensó en el cuarto trasero cuando los ladrones aparecieron en su casa a mitad de la noche. Se despertó al encenderse la luz y se sentó, atónito, y vio a dos hombres vestidos de negro, con capuchas negras en la cabeza, en el umbral del dormitorio, apuntándolo con sus pistolas. En esos primeros segundos de vigilia pensó que eran simplemente rateros que venían a apoderarse de cualquier cosa de valor que hubiera en la casa.

Automáticamente su mano derecha tanteó la mesilla de noche en busca de las gafas. En la otra cama, Maureen también se había despertado y su esposo oyó la respiración entrecortada que indicaba que ella también había visto a los hombres y sus armas, pero no gritó, y al pensar en la tranquilidad y presencia de ánimo de Maureen disminuyó también su pánico, causado por la torpeza de sus dedos con las gafas. Al no poder ver correctamente, todo parecía peor.

– Tranquilícese -dijo uno de los hombres-, y no haremos daño a nadie.

Cuando al fin logró ponerse las gafas, cambió de opinión al instante y decidió que estos eran dos secuestradores. «Que sea a mí a quien quieren -pensó- y no a Maureen.»

Con las gafas podía verlos con más claridad. Los dos eran hombres delgados y parecían más delgados aún por las ropas negras. Sostenían con firmeza sus pistolas y se habían separado. Ahora estaban flanqueando el umbral. Y también estaban, notó Leffler, fuera del campo visual de las ventanas.

Uno de ellos dijo:

– Levántense. Los dos. Pónganse una bata y zapatillas. No necesitarán más; afuera hace calor.

«¿Los dos?», pensó Leffler.

– Llévenme a mí -dijo-, sólo me quieren a mí.

– No pierda tiempo -le contestó el hombre. Su voz estaba extrañamente alterada y deshumanizada por el efecto de la capucha negra-. Si tenemos que llevarlos por la fuerza -añadió-, lo lamentará.

Con voz débil pero gestos firmes, como casi siempre, Maureen dijo:

– Hagamos lo que dicen, Art. -Y fue la primera en apartar la manta y salir de la cama.

Leffler se dio prisa para estar a su lado. Le enfurecía que estos dos hombres vieran a su esposa en camisón, aunque el grueso algodón no mostraba nada y el camisón era tan amplio que había que adivinar la forma del cuerpo. Pero su sensación de intrusión personal, de violación de la propiedad, comenzó con Maureen y su camisón. Con la voz más trémula por la ira que por el miedo, dijo abruptamente…

– Ustedes dos pagarán por esto.

Ellos no se molestaron en responder y, en cierto modo, eso fue peor que la respuesta más dura. Oyendo una y otra vez el eco de su estereotipada bravata, Leffler se sintió embarazado y se dio prisa con su bata y sus zapatillas, como si quisiera terminar lo antes posible con esta experiencia tan humillante.

Cuando los dos estuvieron listos, uno de los hombres dijo:

– Ahora apagaremos la luz, pero los alumbraremos con la linterna; y podemos ver muy bien en la oscuridad, de modo que no se pasen de listos. Caminen hasta la puerta de entrada y salgan.

¿Discutir con ellos? ¿Tratar de que explicaran qué plan tenían? Leffler vaciló, pero supo que ninguna discusión serviría de nada, y que sólo terminaría peor de lo que estaba, así que cogió a su esposa del brazo y los dos fueron hacia la sala.

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