Tanta inteligencia no iba a servirle para llegar mucho más lejos. Entre el atropello fallido y el saqueo de su casa, Fallon estaba en guardia, y Vartanian no pensaba perderla de vista. «Pues haré que vengan a mí.» Sabía con exactitud cómo tenderles la trampa. La desesperación unida a un poco de lealtad y el atisbo de Bailey resultaría una mezcla irresistible.
Se volvió a mirar a Delia Anderson, quien yacía en la parte trasera de su furgoneta envuelta en una manta marrón, a punto para dejarla tirada. Arrojaría a Delia a la zanja, y dormiría un rato antes de empezar con el reparto. Al día siguiente iba a estar muy ocupado.
Atlanta, viernes, 2 de febrero, 5.50 horas.
Lo despertó el sonido del teléfono. A su lado Alex se desperezó y enterró la mejilla en su pecho mientras le rodeaba la cintura con el brazo. Era una forma increíble de despertarse.
Con los ojos medio cerrados, Daniel miró el reloj y luego la pantalla de identificación de llamada; y entonces se le desbocó el corazón y estiró el brazo sobre el cálido cuerpo de Alex para alcanzar el teléfono.
– Sí, Chase. ¿Qué pasa?
Alex se apartó un poco y pestañeó con rapidez hasta estar bien despierta.
– Ha llamado el agente que sigue a Marianne Woolf. La mujer acaba de salir con el coche y, al parecer, piensa saltarse las vallas. A estas horas anda por ahí sola, aunque el agente la sigue de cerca.
Una oleada de ira lo abrasó por dentro.
– Mierda, Chase. ¿Qué parte de «quedarse en casa con la puerta cerrada a cal y canto» no entendieron bien esas mujeres? ¿Y en qué está pensando Jim Woolf para dejar que su esposa haga el trabajo sucio por él? ¿Cómo es posible que salgan pitando cada vez que ese tío chasca los dedos? Ha asesinado a la hermana de Jim, por el amor de Dios.
– Puede que Jim no sepa que su esposa ha salido. Sigue entre rejas; no se decidirá nada sobre la fianza hasta esta mañana.
– También puede que ella haya salido a comprar leche -apuntó Daniel sin mucha convicción-. O que tenga una aventura.
Chase renegó.
– No tendremos tanta suerte. Vamos, muévete. Le pediré al agente que la sigue que te llame.
Daniel se inclinó sobre Alex para colgar el teléfono y luego se acercó para besarla en la boca.
– Tenemos que irnos.
– Muy bien.
Pero ella emanaba calidez y desenvoltura, y respondió a su simple beso matutino, así que le dio otro y el mundo desapareció de su conciencia durante unos minutos más.
– De verdad, tenemos que irnos.
– Muy bien.
Pero ella se estaba colocando contra él y entrelazaba las manos en su pelo, y tenía los labios ardientes y ávidos, así que a Daniel empezó a latirle el corazón a un ritmo frenético.
– ¿Cuánto tardarás en estar lista?
– Contando la ducha, quince minutos. -Se apretó contra él, impaciente-. Corre, Daniel.
Con el pulso golpeándole los oídos, él se introdujo en su húmeda calidez y ella alcanzó el clímax con un pequeño y repentino grito. Tres empujones más tarde, él la siguió y se estremeció mientras enterraba el rostro en su pelo. Ella le acarició la espalda de arriba abajo y él volvió a estremecerse.
– ¿Seguro que en Ohio se come sémola?
Ella se echó a reír, satisfecha y feliz, y él se dio cuenta de que nunca antes la había oído reírse de ese modo. Quería volver a oírlo.
– Y scrapple -añadió ella, y entonces estiró el brazo para rodearlo y le dio una palmada en el trasero-. Arriba, Vartanian. Quiero ducharme yo primero.
– Ya estoy arriba -masculló, incapaz de retirarse todavía. Necesitaba un minuto más antes de enfrentarse a lo que temía que iba a encontrar tirado en otra zanja. Cuando levantó la cabeza, la vio sonreír con serenidad y supo que lo había comprendido-. Tengo dos duchas. Tú usarás la del baño principal y yo la del aseo. A ver quién acaba antes.
Warsaw, Georgia, viernes, 2 de febrero, 7.15 horas.
Él había terminado antes, pero no mucho. Solo llevaba tres minutos esperando en la puerta de entrada cuando ella bajó corriendo la escalera vestida a la perfección, un poco maquillada y con el pelo todavía húmedo recogido en una pulcra trenza. Habría acabado más rápido, insistió, pero había tenido que cortar las etiquetas de todas sus prendas nuevas.
Daniel se volvió a mirar atrás mientras recorría el espacio que separaba su coche de la zanja en la que ya aguardaba Ed. Alex, sentada en el asiento del acompañante, agitó la mano y le dirigió una sonrisa de aliento, y él se sintió como un párvulo el primer día de colegio.
– Alex tiene mejor aspecto esta mañana -comentó Ed.
– A mí también me lo parece. Cuando salimos de casa de Âailey la llevé al tiro al blanco de Leo y dejé que se desahogara con el muñeco de papel. Creo que eso y dormir bien le ha servido de ayuda.
Ed arqueó una ceja.
– Es impresionante lo bien que sienta la cama -dijo en tono liviano, y Daniel lo miró a los ojos y esbozó una sonrisa.
– Eso también es cierto -reconoció, y Ed hizo un gesto afirmativo.
– Hemos hecho salir a Marianne de la zona delimitada por la cinta -anunció Ed, señalando hacia donde la mujer seguía haciendo fotos con la cámara de su marido-. Y nos hemos asegurado de colocar la cinta bastante lejos.
– ¿Qué ha dicho?
– Mejor no lo repito. Esa mujer es un caso serio.
Marianne bajó la cámara y, desde más de treinta metros de distancia, Daniel sintió su mirada feroz.
– No entiendo a esa mujer. -Se volvió hacia la zanja-. No entiendo a ese asesino.
– Otra vez lo mismo -dijo Ed-. La manta, la cara destrozada, la llave, el pelo atado al dedo del pie; todo.
La zanja era poco profunda y Malcolm Zuckerman, del equipo forense, los oyó a la perfección.
– Todo no -dijo, mirándolos desde abajo-. Esta vez la víctima es mayor. Se ha hecho un lifting y lleva colágeno inyectado en los labios, pero tiene la piel de las manos rígida y arrugada.
Daniel frunció el entrecejo y se agachó junto a la zanja.
– ¿Cuántos años tiene?
– Tal vez unos cincuenta -aventuró Malcolm. Retiró la manta-. ¿La conocéis?
La mujer llevaba el pelo ahuecado y de un rubio dorado.
– No, creo que no. -Daniel miró a Ed, consternado-. Ha roto los esquemas. ¿Por qué?
– Puede que intentara matar a alguna mujer más joven pero que, al estar todas sobre aviso, no hubiera ninguna sola. O puede que esta mujer sea importante para él.
– O las dos cosas -apuntó Daniel-. Sigue y sácala de ahí, Malcolm.
– ¿Daniel? -preguntó Alex por detrás de él. Daniel se volvió de golpe.
– No es conveniente que veas esto, cariño. Vuelve al coche.
– Estoy segura de que he visto cosas peores. He visto que te alterabas y… estaba preocupada.
– No es Bailey -dijo él, y ella se relajó un poco-. Esta vez se trata de una mujer mayor.
– ¿Quién es?
– No lo sabemos. Retírate; van a sacarla.
Malcolm y Trey subieron las angarillas y dejaron el cadáver encima de la bolsa abierta que habían depositado sobre la camilla. Tras ellos, Alex dio un grito ahogado.
Daniel y Ed se volvieron a la vez. Alex estaba quieta y en silencio.
– La conozco. Es Delia Anderson, la mujer que me alquiló la casa. La he reconocido por el pelo.
– Al menos ya sabemos a quién tenemos que comunicarle la mala noticia. -Miró a Marianne Woolf, que había vuelto a bajar la cámara pero esta vez a causa de la impresión-. Y tenemos que conseguir que Marianne esté calladita. -Tomó a Alex de la barbilla y escrutó su rostro-. ¿Estás bien?
Ella asintió con brusquedad.
– He visto cosas peores, Daniel. No todos los días, pero de vez en cuando sí. Volveré al coche y te esperaré allí. Hasta luego, Ed.
Читать дальше