Karen Rose - Grita Para Mi

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Daniel Vartarian es el agente del FBI asignado al caso del asesinato de una joven en la localidad de Dutton, pueblo donde Daniel nació. El asesinato es exactamente igual a uno que ocurrió en el mismo lugar trece años atrás. Al investigarlo, Daniel reconocerá a aquella adolescente del pasado… Ha visto su rostro en una de las fotos que pertenecían al asesino en serie más cruel que haya conocido: su propio hermano Simon. Así, Daniel tendrá que enfrentarse a sus propios vecinos, a sus fantasmas familiares y a sus conflictos de adolescencia mientras investiga los viejos y nuevos crímenes con la ayuda de Alexandra, la hermosa hermana gemela de una de las víctimas del asesino.

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– ¿Has hablado con ella?

– Sí. -Apartó la mirada-. He hablado con ella. Por fin, joder.

– ¿Qué te ha dicho?

Él, como movido por un resorte, levantó la cabeza y le clavó los ojos.

– «Lo siento, Daniel. Adiós, Daniel.» -Tenía la mirada encendida a causa del dolor, un dolor tan intenso que Alex sintió que incluso a ella le atenazaba el pecho-. «Tú te fuiste, Daniel» -añadió en tono gruñón, y volvió a bajar la cabeza mientras sus hombros se hundían-. Lo siento. Eres la última persona a quien debería levantar la voz.

Ella se sentó en el borde de la cama; se sentía demasiado cansada para permanecer de pie.

– ¿Por qué soy la última persona?

– Porque mire hacia donde mire, todo cuanto veo son mentiras y traición. La única persona que está limpia eres tú.

Ella era de otra opinión, pero no pensaba entablar una discusión al respecto.

– ¿A quién has traicionado tú?

– A mi hermana. La dejé en aquella casa, en la casa donde nos criamos. La dejé con Simon.

Por fin ella lo comprendió, y con la compasión y la ternura la invadió una gran pena por Daniel y por su hermana.

– No todas las víctimas de Simon fueron a la escuela pública, ¿verdad? -preguntó, recordando lo tenso que se puso ante las palabras de Talia durante la reunión de la tarde.

Él volvió a levantar la cabeza de golpe, abrió la boca y la cerró enseguida.

– No -dijo al fin.

– No fuiste tú quien lo hizo, Daniel. Fue Simon. No fue culpa tuya, como tampoco fue culpa mía que mi madre decidiera enfrentarse a Craig. Pero nosotros creemos que sí, y no nos resultará fácil superarlo. -Él entornó los ojos y ella se encogió de hombros-. Tantos disparos a ese hombre de papel proporcionan cierta claridad de ideas. Yo entonces solo tenía dieciséis años, pero mi madre era una persona adulta, y, para empezar, llevaba demasiado tiempo aguantando a Craig Crighton. Lo que yo le conté la puso al borde del abismo y aunque, como resulta evidente, no fue culpa mía, durante trece años me he estado diciendo que sí que lo fue.

– Yo no tenía dieciséis años.

– Daniel, ¿acaso sabías que Simon estaba implicado en las violaciones de todas esas chicas?

De nuevo él dejó caer la cabeza.

– No. Mientras estaba vivo no supe nada. Me enteré después de que muriera.

– ¿Lo ves? No descubriste las fotos hasta que él murió, hace menos de dos semanas.

Daniel negó con la cabeza.

– No, fue después de la primera vez que murió.

Alex frunció el entrecejo.

– No te entiendo.

– Hace once años que mi madre encontró las fotos. Entonces pensábamos que Simon llevaba un año muerto.

Alex abrió los ojos como platos. «¿Once años?»

– Pero Simon no estaba muerto; solo se había marchado de casa.

– Cierto. La cuestión es que entonces yo encontré las fotos y quise contárselo a la policía, pero mi padre las quemó en la chimenea. No quería que se hablara mal de nosotros, no era conveniente para su carrera.

Alex empezaba a verlo claro.

– ¿Cómo es que encontraste las fotos en Filadelfia si tu padre las había quemado?

– Debió de hacer copias; mi padre era un hombre muy previsor. La cuestión es que yo no hice nada al respecto, no dije nada a nadie. Y Simon siguió actuando a sus anchas durante años.

– ¿Y qué habrías dicho, Daniel? -preguntó ella con suavidad-. «Mi padre ha quemado unas fotos y no tengo pruebas.»

– Llevaba años sospechando que no era trigo limpio.

– Pero era previsor. No podrías haber demostrado nada.

– Y sigo sin poder demostrar nada -saltó-. Porque la gentuza como Frank Loomis sabe guardarse muy bien las espaldas.

– ¿Qué le has dicho antes?

– Le he preguntado dónde había estado metido toda la semana, por qué no había respondido a mis llamadas.

– Y ¿dónde ha estado?

– Dice que se ha dedicado a buscar a Bailey.

Alex pestañeó.

– ¿De verdad? ¿Por dónde?

– No me lo ha contado. Dice que da igual, que no la ha encontrado en ninguno de los sitios donde ha estado. Yo le he dicho que si quiere hacer las cosas bien hechas, se una a nosotros en lugar de andar por ahí solo buscándola de cualquier manera. Que si de verdad quiere demostrar su valía, debe arreglar lo que estropeó hace trece años; debe limpiar el historial de Fulmore y explicar a quién quiso proteger. Él ha negado haber protegido a nadie, cómo no, pero es de la única forma que puedo explicarme lo que hizo. Frank hizo que condenaran por asesinato a un hombre inocente. Todo el proceso fue una pantomima para encubrir a alguien.

– Y tú conseguirás demostrarlo en cuanto encierres en una habitación a todos los compinches de Simon y empiecen a señalarse con el dedo los unos a los otros. Caerán como fichas de dominó.

Él suspiró. Casi toda su furia se había disipado.

– No conseguiré que se acusen entre sí mientras no descubra quién está detrás de todos los asesinatos. Y, por otra parte, no conseguiré avanzar en la identificación del asesino sin poner sobre aviso a esa pandilla de degenerados. Estoy en un puto callejón sin salida.

Ella se le acercó. Le acarició el pecho en sentido horizontal y subió por la espalda.

– Vamos a dormir, Daniel. Hace casi una semana que no duermes una noche seguida.

Él apoyó la cabeza sobre su coronilla.

– Hace once años que no duermo una noche seguida, Alex -dijo con hastío.

– Pues ya es hora de que dejes de culparte. Si yo puedo hacerlo, tú también.

Él se incorporó y la miró a los ojos.

– ¿Tú puedes?

– Tengo que hacerlo -susurró-. ¿No lo ves? He vivido toda mi vida de forma superficial, sin profundizar lo suficiente en nada como para que arraigue. Yo quiero algo que arraigue; quiero tener una vida. ¿Tú no?

Los ojos de Daniel emitieron un destello, muy intenso.

– Sí.

– Pues entonces libérate de ese peso, Daniel.

– No es tan fácil.

Ella le besó en su cálido pecho.

– Ya lo sé, pero nos ocuparemos de eso mañana. Ahora vamos a dormir. Por la mañana podrás pensar con más claridad. Primero pillarás a ese tipo y luego encerrarás a los compinches de Simon en una habitación y dejarás que se arranquen la piel a tiras.

– ¿Y luego tú los curarás?

Ella alzó la barbilla y entornó los ojos.

– Ni lo sueñes.

Él esbozó su sonrisa ladeada.

– Dios, qué sexy eres cuando te pones tan dura.

De repente a ella la invadió un deseo muy intenso.

– Vámonos a la cama.

Él arqueó las cejas al detectar el cambio en su entonación.

– ¿A dormir?

– Ni lo sueñes.

Atlanta, jueves, 1 de febrero, 23.15 horas.

Mack bajó el teleobjetivo de la cámara cuando vio cerrarse la persiana del dormitorio de Vartanian. Mierda; justo cuando las cosas empezaban a ponerse interesantes. Ojalá hubiera oído la conversación entre Alex Fallon y él, pero el aparato auditivo solo alcanzaba unos cien metros y no servía para escuchar a través de las paredes. Había dos cosas claras: por una parte, Vartanian seguía enfadado con Frank Loomis y, por otra, Fallon y él estaban a punto de quedar unidos por algún punto más íntimo que la cadera.

La tarde había sido de lo más reveladora. Mack no esperaba encontrar a Frank Loomis aguardando frente a la casa de Vartanian. Al parecer, tampoco Vartanian esperaba encontrarlo allí. A Loomis lo estaban investigando y eso le preocupaba hasta tal punto que el importante y poderoso sheriff se había tragado el orgullo y había pedido a Daniel que intercediera en su favor. Mack alzó los ojos en señal de exasperación. Daniel, por supuesto, era demasiado recto para llevar a cabo una acción tan rastrera, pero también era lo bastante leal para sentirse tentado de hacerlo.

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