Karen Rose - Alguien te observa

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Conocida como la Reina de Hielo en los juzgados de Chicago, la joven abogada Kristen Mayhew vive por y para su trabajo. Posee el índice más alto de casos ganados en la fiscalía. Es una mujer fuerte, una profesional, incorruptible, apreciada por su tenacidad y dedicación. Pero ahora acaba de descubrir que tiene un peligroso admirador secreto.
Lleva tiempo observándote. Conoce todos sus movimientos, todos sus pensamientos. Le envía cartas. Y ha empezado a asesinar, en su nombre, a los delincuentes y criminales que ella no logró meter entre rejas.
Abe Reagan acaba de incorporarse al departamento de homicidios de Chicago. Este es su primer caso después de cinco años de trabajar como agente encubierto. Ahora empieza una nueva etapa de su vida, intentando dejar atrás un pasado donde perdió lo que más le importaba.
Mientras Kristen y Abe empiezan a redescubrir unos sentimientos que creían olvidados, un asesino frío y calculador sigue actuando de manera implacable. Y ahora su sed de castigo ha convertido a Kristen en el blanco perfecto.
En su novela más elogiada, Karen Rose, la escritora que está subiendo con más fuerza dentro del género romántico con suspense, combina admirablemente una inquietante intriga y una conmovedora historia de amor.

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Él deslizó la mano por debajo del vestido y palpó la desnudez de su espalda.

– ¿Quién? -murmuró mientras bajaba la cabeza para que ella lo siguiera besando.

– Tu esposa, cariño -susurró ella.

– Durmiendo, probablemente. -Con la otra mano jugueteaba con los extremos del lazo entre sus pechos-. Y cuando está durmiendo no se despierta hasta que se hace de día.

Zoe depositó la copa a tientas en la mesita auxiliar y pasó el brazo por encima del hombro de él para correr el cerrojo de la puerta.

– Excelente.

Capítulo 8

Jueves, 19 de febrero, 21.00 horas

Kristen ajustó el retrovisor y miró a ambos lados antes de salir del aparcamiento. Se sentía sola y muy vulnerable. Se volvió para mirar atrás mientras se preguntaba si la estaría siguiendo. Y, si no era así, ¿qué debía de estar haciendo? ¿Quién sería la siguiente víctima del espía justiciero? Aferró el volante y entrecerró los ojos ante la luz cegadora de unos faros que se aproximaban. En el mundo había gente para todo; la mayoría andaba ocupada en actividades perfectamente legales. Sin embargo, por cada veinte ciudadanos honrados había uno que no lo era.

La suma de todos esos unos bastaba para garantizarle ocupación y ganancias durante el resto de su vida. Exhaló un suspiro que vio tornarse vapor antes de disiparse. Él andaba cerca; se encontraba en alguna parte acechando al tipo de turno.

Y, por alguna razón, le había hecho llegar los frutos de su trabajo.

Los frutos de su trabajo.

– Ya hablo igual que él -murmuró-. Es la pompa y solemnidad personificadas. -Se mordió el labio mientras volvía a levantar la cabeza para mirar por el retrovisor-. Pero enseña los dientes.

Aquello le hizo pensar en la expresión divertida de Jack al recomendarle que se comprara un perro con grandes colmillos. Sonrió. El equipo trataba por todos los medios de levantarle el ánimo, de aplacar su miedo. Todos la habían acompañado hasta el coche que acababa de alquilar; Mia, Jack y Marc. Y también Reagan. No podía olvidarse de Reagan, de sus profundos ojos azules y su irónico sentido del humor. Cerbero. Soltó una risita. El guardián de tres cabezas de las puertas del infierno; qué apropiado. Tal vez se decidiese a comprarse un perro, quizá durante el fin de semana. Un perro ladrador, nada de cachorros monísimos; y que tuviera grandes colmillos. Ah, y que no se comiera a los gatos.

Se entretuvo dándole vueltas a la idea durante todo el camino. Sin embargo, cuando se disponía a entrar en el recinto de su casa los alegres pensamientos se esfumaron y se encontró observando su propia vivienda con pavor.

Podía estar en cualquier parte. Además de pavor sentía enojo; le enfurecía que el miedo la obligara a permanecer sentada en el coche en el camino de entrada a su casa. Tenía miedo en su propia casa. Mierda.

Oyó unos golpecitos en la ventanilla y del bote que pegó casi atravesó el techo. Se llevó la mano al corazón y al volverse descubrió que Reagan la miraba con el gesto torcido. Él le indicó con un movimiento rotativo de los dedos que bajara la ventanilla. Al hacerlo, una ráfaga de aire helado le provocó un escalofrío.

– Estamos a diez grados bajo cero -susurró Reagan, consciente de que todas las ventanas de las casas estaban a oscuras-. Si ese hombre no te mata antes, te morirás de frío.

Ella lo miró con expresión de disgusto.

– En el coche se está bien. Bueno, se estaba bien.

– Pues a mí se me está congelando el trasero. Déjame las llaves.

– ¿Cómo dices?

Él metió la mano enguantada, con la palma hacia arriba, por el hueco de la ventanilla.

– Déjame las llaves para que compruebe que no hay nadie escondido en los armarios. Caray, Kristen, date prisa.

Ella extrajo de un tirón las llaves del contacto y se las estampó en la mano.

– No te he pedido que vinieras -dijo, pero sintió una tremenda y repentina alegría de que lo hubiese hecho. Maldiciendo la flojera de sus piernas, se dispuso a seguirlo por la acera.

– De nada -dijo Abe-. Tendrías que instalar una luz en la entrada.

– Ya lo hice -respondió; se estremeció al ver que Reagan no acertaba en la cerradura y la llave rozaba la puerta que tanto se había esmerado en pintar el otoño anterior-. Pero los vecinos se quejaron de que les impedía dormir y recogieron firmas para que la quitara.

Él se sacó una linterna del bolsillo del abrigo, iluminó la cerradura y abrió la puerta que daba a la cocina.

– A tus vecinos lo que les hace falta es que los espabilen. -Esperó a que ella entrase tras él y cerró la puerta-. Desconecta la alarma y quédate aquí.

– Sí, señor.

Él la miró de soslayo con una sonrisa ladeada y a Kristen el corazón volvió a latirle a ritmo galopante. Esta vez no era debido al miedo, o no al mismo tipo de miedo. Sin embargo, la rapidez y la fuerza del latido eran las mismas. Observó cómo la mueca se desvanecía al tiempo que empuñaba el arma.

– Quédate aquí -repitió, esta vez con suavidad-. Lo digo en serio.

– No soy estúpida -murmuró en cuanto se quedó sola en la cocina. Para entretenerse, dio de comer a los gatos y luego preparó té, deseando que el temblor de sus manos no hiciese tintinear la porcelana.

Ya había preparado y servido la infusión y él aún no había vuelto. Caminó de puntillas hacia el arco que dividía el comedor y se asomó. Reagan había dejado todas las luces encendidas a su paso, igual que la noche anterior; pero ella, a pesar de haberse quejado de lo que subiría la factura, no accionó ningún interruptor. Sospechaba que aquella noche ocurriría más o menos lo mismo.

Detrás de ella, la puerta se abrió y se cerró de golpe. Kristen ahogó un chillido al tiempo que la voz grave de Reagan retumbó en la cocina.

– ¡Caray! ¡Qué frío hace!

Se volvió y se lo encontró dando patadas en el suelo para sacudirse la nieve de los zapatos.

– Haz el favor de no darme estos sustos.

Abe levantó la vista con expresión sombría. Ella, muda como una tumba, sostenía con tal fuerza una taza de frágil porcelana que parecía soldada a sus manos. Aún llevaba puesto el abrigo, abrochado hasta el último botón a pesar de que la cocina estaba caldeada.

– Lo siento. No pretendía asustarte. -Arrojó las llaves a la encimera y, con más cuidado, depositó al lado el maletín con el portátil-. He subido la ventanilla y he cerrado la puerta del coche con llave.

Kristen respiró hondo.

– Gracias. ¿Por qué has tardado tanto?

Abe se guardó la linterna en el bolsillo del abrigo.

– He salido al patio por la puerta del sótano y he dado una vuelta alrededor de la casa.

– ¿Y?

Abe frunció los labios.

– Alguien más ha estado aquí. He encontrado huellas recientes en la nieve, cerca de las ventanas del sótano. ¿Qué guardas en el pequeño cobertizo del patio?

– Es un garaje, pero yo lo utilizo como trastero. ¿Por qué?

Él se encogió de hombros.

– Por curiosidad. Es un poco raro cerrar un trastero con candado. Alguien podría pensar que guardas cosas de valor.

Kristen esbozó una sonrisa trémula y por completo falsa. Abe había oído la espontaneidad de su risa verdadera y era capaz de reconocer como forzados todos los otros tipos de risa.

– Lo que para unos no es más que basura para otros es un tesoro -dijo ella con voz débil. Lo cual significaba que no tenía ninguna intención de revelarle lo que guardaba allí. Él se sintió un tanto herido. Kristen dejó la taza-. ¿Quieres un té?

Abe se la quedó mirando un instante. Era evidente que intentaba ser amable. El que él estuviera en la cocina de su casa hacía que se sintiese incómoda, de eso estaba seguro. Sin embargo, hacía sinceros esfuerzos por mostrarse hospitalaria. Lo mejor que podía hacer era dejarla en paz y permitirle satisfacer su obvia necesidad de descanso. No obstante, por algún motivo no era capaz de marcharse.

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