Karen Rose - Alguien te observa

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Conocida como la Reina de Hielo en los juzgados de Chicago, la joven abogada Kristen Mayhew vive por y para su trabajo. Posee el índice más alto de casos ganados en la fiscalía. Es una mujer fuerte, una profesional, incorruptible, apreciada por su tenacidad y dedicación. Pero ahora acaba de descubrir que tiene un peligroso admirador secreto.
Lleva tiempo observándote. Conoce todos sus movimientos, todos sus pensamientos. Le envía cartas. Y ha empezado a asesinar, en su nombre, a los delincuentes y criminales que ella no logró meter entre rejas.
Abe Reagan acaba de incorporarse al departamento de homicidios de Chicago. Este es su primer caso después de cinco años de trabajar como agente encubierto. Ahora empieza una nueva etapa de su vida, intentando dejar atrás un pasado donde perdió lo que más le importaba.
Mientras Kristen y Abe empiezan a redescubrir unos sentimientos que creían olvidados, un asesino frío y calculador sigue actuando de manera implacable. Y ahora su sed de castigo ha convertido a Kristen en el blanco perfecto.
En su novela más elogiada, Karen Rose, la escritora que está subiendo con más fuerza dentro del género romántico con suspense, combina admirablemente una inquietante intriga y una conmovedora historia de amor.

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Ella apretó la mandíbula y apartó la mirada.

– ¿Por qué?

– Porque tienes que estar agotada.

Ella negó con la cabeza y los rizos botaron al compás.

– No. ¿Por qué tienes tantas ganas de saber cosas de mi familia?

– Porque… la familia es importante.

Ella se volvió a mirarlo. Su expresión ya no revelaba furia sino cansancio.

– ¿Te llevas bien con tu familia, detective?

«Detective.» Estaba empeñada en mantenerlo a raya. Y él estaba empeñado en derribar el muro que había construido a su alrededor.

– No nos hemos visto mucho durante los últimos años; gajes del oficio. Pero sí, nos llevamos bien. Es mi familia.

– Pues me alegro. De verdad. Pero deberías saber que la mayoría de las personas se lleva mal con sus familiares, no hay mucha unión. Casi todas las familias tienen problemas.

– Eres demasiado joven para estar tan amargada.

Kristen se abatió.

– Tengo bastantes más años de los que crees.

Abe se levantó.

– Lo que creo es que estás cansadísima. Trata de dormir un poco.

Ella torció el gesto.

– «Que duermas bien, Kristen» -recitó con amargura-. Pues me parece que no voy a dormir bien. -En cuanto vio que se disponía a abrir la boca, levantó la mano para detenerlo-. No me lo digas.

– ¿El qué?

– Que me vaya a un hotel. Estoy en mi casa. No permitiré que me eche.

Abe cogió las tazas y las depositó en el fregadero.

– No pensaba en eso. Quería proponerte ir a la farmacia a comprar algo que te ayude a conciliar el sueño.

Ella cerró los ojos y con una mano se aferró al respaldo de la silla.

– ¿Por qué eres tan amable conmigo, detective?

Aquella era una buena pregunta. Tal vez porque parecía estar muy sola. Tal vez porque había descubierto que estaba asustada y que era vulnerable a pesar de mostrarse ante todo el mundo como valiente y segura de sí misma. Quizá porque no tenía vestidos de fiesta en el armario ni fotos de su familia en la mesilla de noche. O porque la encontraba fascinante y no lograba apartarla de sus pensamientos. Tal vez porque su risa le atenazaba el estómago.

– No lo sé -respondió muy serio-. ¿Por qué no me llamas por mi nombre?

Ella abrió los ojos de forma desmesurada. La pregunta la puso en guardia.

– No lo sé.

– Pues entonces estamos en paz.

Se puso el abrigo, consciente de que ella seguía todos los movimientos de sus manos mientras se lo abrochaba. Cuando llegó al botón del cuello, ella alzó los ojos hasta topar con los de él. Abe notó que su pregunta aún la inquietaba. Y le pareció bien. A él también le inquietaba la que ella había formulado.

– Mañana por la mañana pasaré a recogerte por el juzgado. Me gustaría hacer una visita a las otras víctimas originales antes de que las familias de los cinco asesinados aten cabos gracias a la noticia de esta noche y se pongan en contacto con tu amiga Richardson.

Kristen frunció los labios al oír mencionar a Richardson.

– Allí estaré.

Jueves, 19 de febrero, 22.30 horas

Tenía frío, mucho frío; le dolían las manos. Observó con ansia los guantes forrados de pelo que sobresalían de la bolsa. Enseguida iría por ellos. De momento tenía que contentarse con los de fina piel. Los más calentitos eran tan gruesos que no le permitirían notar el tacto del gatillo.

Avanzó un poco reptando y trató de acomodarse en el duro pavimento de hormigón. Luchó contra las ganas de mirar el reloj. No podía haber transcurrido más de una hora desde que había llegado. Durante las gélidas mañanas en que salía a cazar plumíferos, el tiempo que permanecía agazapado y oculto triplicaba a aquel. Bien podía aguardar un poco más para obtener una recompensa mucho más valiosa.

Esperaba que su invitado apareciese de un momento a otro. Ni siquiera había concebido la posibilidad de que Trevor Skinner no se presentara. El anzuelo era demasiado tentador, tanto que incluso alguien como Skinner se arriesgaría a acudir en plena noche a un lugar como aquel. Hacía ya varias semanas que había delimitado el territorio con estacas. La elección del escenario era fundamental. Y aquel lugar lo tenía todo. Un callejón oscuro y desierto. Unos almacenes. Un edificio abandonado de dos plantas con acceso difícil al tejado. Y un barrio lo bastante degradado como para desalentar a quien pudiera oír algún ruido y se le ocurriera salir a investigar.

Oyó el coche antes de verlo doblar la esquina; llevaba encendidas solo las luces de cruce. Aguardó y observó en silencio mientras Skinner salía de su Cadillac. Entonces asomó un poco la cabeza y echó un vistazo para asegurarse de que era el hombre al que estaba esperando.

Era él.

Con gesto rápido bajó la vista a las rodillas de la víctima apretó el gatillo -una vez, dos- y Skinner cayó con un alarido. Exactamente igual que King. Sintió que lo invadía la emoción del triunfo, pero enseguida la apartó de sí y se concentró en la imagen, en Skinner, de forma que cuando el hombre movió la mano disparó de nuevo. La mano de Skinner describió un arco y cayó inerte en el pavimento. Había pretendido sacar algo del bolsillo del abrigo, pero ya no podía.

Esperó medio minuto más hasta convencerse de que Skinner no se movía. Recogió deprisa sus cosas, incluidos los casquillos; hizo una mueca de dolor al quemarse la mano. La policía lo atraparía tarde o temprano, pero no pensaba facilitarle las cosas más de la cuenta. Al cabo de un minuto ya había descendido hasta la calle y guardaba los bártulos en el pequeño compartimento oculto en la parte trasera de su furgoneta. Si la policía registraba a fondo el vehículo, lo descubriría; sin embargo, a simple vista no se advertía más que la caja vacía de una furgoneta de reparto. Por fin miró el reloj para calcular el tiempo que le llevaría el resto de la operación. Descargó de la furgoneta la plataforma con ruedecillas que había fabricado expresamente para la ocasión. Bajó la rampa; hizo rodar la plataforma hasta el punto señalado; deslizó por la plataforma al hombre, que se retorcía de dolor, y lo ató boca abajo. Normalmente el cinturón de seguridad servía para salvar vidas, pensó mientras hacía caso omiso de Skinner, que entre gemidos insistía en saber quién era. Sus débiles amenazas de venganza solo sirvieron para arrancarle una sonrisa.

Nada de eso. Si alguien iba a vengarse aquella noche era él. Y también la mujer cuya brutal violación había quedado impune un año atrás. Renee Dexter.

Y, por supuesto, Leah.

Hizo rodar la plataforma por la rampa para subirla hasta la furgoneta y colocarla sobre el grueso plástico que había tendido en el suelo. Las manchas de sangre eran muy difíciles de eliminar de la fibra de las alfombras, y la policía contaba con medios para detectar los restos incluso después de haberlas limpiado a conciencia.

Para terminar, palpó los bolsillos de Skinner y extrajo un juego de llaves, una agenda electrónica y una pistola que parecía de juguete.

– ¿Por qué… por qué… haces esto? -preguntó Skinner con el semblante demudado en una mueca de agonía-. Llévate… la cartera… Por favor… Deja… que me vaya.

Él se rio entre dientes, cerró las puertas de la furgoneta, se metió la agenda electrónica en el bolsillo y lanzó las llaves de Skinner al asiento delantero del Cadillac. Abandonado y con las llaves a la vista, el coche habría desaparecido antes del amanecer.

Miró el reloj por última vez. Había tardado menos de siete minutos en llevar a cabo la segunda parte de la operación. Con King había tardado ocho minutos y veinte segundos. Se estaba superando.

Jueves, 19 de febrero, 22.30 horas

Desde el coche, Abe observó el edificio donde vivía, la fachada de oscuro hormigón que parecía fundirse con el cielo. Tenía veinte pisos. Él vivía en el decimoséptimo. En casa tenía una cama, una silla reclinable y televisión por cable; sintonizaba doscientos cincuenta canales. Sin embargo, llevaba más de seis meses sin encender el aparato. Su espacio era un caparazón vacío, un lugar al que solo acudía para dormir.

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