Exhaló un suspiro lleno de frustración. Tampoco en su espacio había fotografías de su familia. Estaban almacenadas en cajas, en el guardamuebles. Las había llevado allí el día en que entregó las llaves de la casa a los nuevos propietarios. La casa que había comprado con Debra tenía un patio con unos balancines y una habitación destinada al bebé que ella había empezado a decorar en color azul cielo.
Kristen Mayhew contaba con el pequeño cobertizo del patio trasero.
Él utilizaba el guardamuebles de Melrose Park. «Soy el hipócrita número uno», pensó.
Miró el reloj del salpicadero y luego los platos vacíos del asiento del acompañante. Su madre a veces se acostaba tarde, sobre todo cuando Aidan o su padre patrullaban de noche. «Como cuando lo hacía yo», pensó, recordando la cantidad de veces que había aparecido a la hora del desayuno tras acabar el turno y la había encontrado dormitando en su sillón favorito, cuando ya hacía horas que había terminado la película que había empezado a ver.
Sin volverse a mirar atrás, abandonó el recinto de su casa. Veinte minutos después penetraba en el de la casa de sus padres. La luz, cómo no, estaba encendida, y su llave aún servía para abrir la puerta de entrada. Había pasado mucho tiempo desde que se fue de allí de madrugada, antes de casarse con Debra. Allí estaba su madre, dormitando en su sillón favorito. Había cosas que no cambiaban nunca. Dejó los platos en el fregadero y la tapó con una manta. Pero ella se removió un poco y enseguida se despertó; al verlo se quedó estupefacta.
– ¿Qué ocurre?
Él se puso en cuclillas.
– Nada. Vengo a devolverte los platos.
Ella lo miró con recelo.
– Eso podía esperar hasta el domingo. ¿Qué ocurre?
Abe le tomó la mano y la entrelazó con la suya.
– Nada. Te echaba de menos.
Ella sonrió y le apretó la mano.
– Yo también. ¿Cómo ha ido la reunión?
– Ha sido muy larga. El estofado de col nos ha venido de maravilla.
– Me alegro. ¿Se burló alguien de ti porque tu madre te llevara la cena?
Él esbozó una sonrisa.
– ¡Qué va! De hecho, han propuesto que te unas al equipo.
Ella le devolvió la sonrisa y su expresión se tornó pícara.
– Y… ¿qué tal con la señorita Mayhew?
Abe se hizo el tonto, pero sabía perfectamente a qué se refería.
– Llegó demasiado tarde para probar el estofado. Mia se lo había terminado todo excepto las verduritas.
Su madre negó con la cabeza.
– No, no me refiero a eso. Es muy guapa. Y también inteligente.
Tendría que haberse imaginado que su vista de lince no iba a perderse ni un detalle del intercambio de miradas con Kristen.
– Sí, lo es.
– No te ha gustado nada que no te hiciese caso.
Lo conocía muy bien.
– No, no me ha gustado.
El semblante de la mujer adquirió serenidad.
– ¿Quieres que prepare un tentempié?
Abe la obligó a levantarse.
– No. Quiero que te vayas a la cama.
Ella hizo una mueca.
– Tu padre ronca.
– No es verdad. -Kyle Reagan apareció rascándose la abultada panza.
– ¡Sí! ¡Y mucho! -La voz desdeñosa procedía de detrás de la puerta cerrada del dormitorio de Rachel.
– ¿Se puede saber qué haces despierta a estas horas de la noche? -la amonestó su padre.
Rachel asomó la cabeza por la puerta y Abe se quedó perplejo al ver a su hermana pequeña vestida tan solo con una camiseta muy holgada. Había crecido mucho. «Dios mío. Tiene trece años y parece que tenga diecisiete», pensó. Se preguntó si su padre habría limpiado últimamente la pistola. Su morena cabellera lucía un peinado distinto y se observaban restos de rímel alrededor de sus ojos azules, que en aquel momento alzaba con un exagerado gesto de exasperación.
– Como si hubiera forma de dormir con todo este ruido -protestó-. Es imposible. -Observó detenidamente a Abe-. Hola, Abe. Me alegro de que hayas vuelto.
Seguro que quería algo. No podía haber cambiado tanto en tan solo un año.
– Hola, Rach.
– ¿Me conseguirás la entrevista o no?
Abe volvió a mirarla, perplejo.
– ¿A quién?
– Querrás decir «¿Con quién?» -lo corrigió en tono de superioridad. Esta vez fue Abe quien puso cara de exasperación.
– Muy bien, pues ¿con quién?
– Con Kristen Mayhew. Mamá dice que os lleváis muy bien.
Abe se estremeció al pensarlo.
– ¿Quieres entrevistar a Kristen Mayhew? ¿Con una cámara?
– No, con una cámara no. Con un bolígrafo. Tenemos que presentar un trabajo sobre la carrera que queremos estudiar y entrevistar a alguien que ejerza esa profesión. Yo quiero ser abogada, como la señorita Mayhew.
– A la porra con los abogados -gruñó Kyle-. Los policías nos dejamos la piel para atrapar a los criminales y esos abogados presuntuosos les consiguen la libertad.
Rachel sacudió la cabeza.
– Esta abogada es diferente, papá. Es la que ha condenado a más criminales de toda la oficina. -Rachel arqueó las cejas. A Abe le pareció que las llevaba mucho más depiladas que la última vez que él había estado en casa de sus padres-. Bueno, ¿qué? ¿Me conseguirás la entrevista o no?
«Si ni siquiera he sido capaz de conseguir que me llame por mi nombre», pensó Abe.
– No lo sé -respondió con sinceridad-. Pero puedo preguntarle qué le parece.
– El año pasado leyó un discurso en la ceremonia de graduación de la facultad de derecho de la Universidad de Chicago -explicó Rachel.
Kyle se dirigió a la cocina sin dejar de despotricar contra los abogados.
A Abe le costaba imaginarse la escena.
– ¿De verdad?
Rachel asintió y el gesto hizo que sus pendientes se zarandearan.
– He buscado en internet y he encontrado el discurso en una de las páginas de la universidad. Dice que orientar a los jóvenes es una de las mejores cosas que pueden hacer los profesionales para garantizar un futuro de éxito en todos los campos.
– ¿De verdad?
Rachel volvió a poner cara de estar perdiendo la paciencia y Abe descubrió a su madre tratando de disimular una sonrisa.
– Ahora resultará que en esta casa hay eco -dijo Rachel en un tono idéntico al que había utilizado su padre-. Sí, de verdad. Por eso me imagino que estará encantada de ayudar a una joven como yo. -Su expresión se suavizó hasta convertirse en una sonrisa a la que Abe no podría resistirse-. Venga, Abe. Por favor.
Abe exhaló un suspiro de impotencia.
– Se lo preguntaré, Rachel. Pero no te lleves un mal rato si dice que no. Siempre anda muy ocupada.
Rachel ladeó la cabeza en señal de complicidad.
– Podrías invitarla a comer el domingo. Mamá va a asar una pierna de cerdo enorme. Habrá suficiente para todos.
– No, no y no -dijo Abe con el entrecejo fruncido; pero no porque no le gustase la idea de sentarse a la mesa frente a Kristen, en casa de sus padres. Eso no le costaría nada. La mueca era debida a la mirada desdeñosa con que ella lo había obsequiado al rechazar su invitación-. ¿Te ha quedado bastante claro?
La emoción se desvaneció del rostro de Rachel.
– Bueno, pregúntale lo de la entrevista. Seguro que me pondrían un diez.
– Vale.
– Me parece que hace rato que deberías haberte acostado, cielo -dijo Becca.
Rachel, aunque a regañadientes, obedeció a su madre. Pero antes se puso de puntillas para darle un beso a Abe.
– Me alegro de que hayas venido -susurró-. Aunque no me consigas la entrevista.
Él la besó en la frente. Por lo general, era una buena chica.
– Yo también, pequeñaja. Haz el favor de irte a la cama, si no mañana te dormirás en clase.
Cuando la puerta del dormitorio de Rachel se cerró, la madre de Abe lo abrazó por la cintura.
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