Craig Russell - El Beso De Glasgow

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Lennox, un detective que podría ser el hijo del mismísimo de Philip Marlowe, -cínico por fuera pero con un corazón de oro- vuelve a las calles de Glasgow para resolver un caso que no pinta nada bien para él.
Cuando el corredor de apuestas ilegales y criador galgos Calderilla MacFarlane aparece con la cabeza machacada en su estudio, más de uno empieza a levantar un dedo acusador. Sin embargo, Lennox tiene una coartada sólida como el oro: ha pasado la noche con la hija de MacFarlane. Esto, lejos de ayudar, inevitablemente provoca que Lennox se vea envuelto en la búsqueda del asesino de MacFarlane y que descubra los otros muchos negocios turbios que el corredor de apuestas tenía. Algunos de ellos con Willie Sneddon, uno de los Tres Reyes del lumpen criminal de Glasgow. Y con éste más vale no meterse si uno no quiere acabar tiñendo la alfombra de casa con un brillante tono 0 negativo…
«Lennox es una novela negra que transciende el género. Craig Russell utiliza a este personaje duro, divertido y esperanzado para proporcionarnos los ojos y los oídos que nos transportarán a otro lugar y época. ¡Esto es lo que yo llamo una novela!» Michael Connelly

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– Muy bien… Como iba diciendo, estos tipos no son grandes lumbreras. Si lo fueran, yo creo que estarías metido a estas alturas en un buen aprieto.

– ¿Y eso por qué?

– Vamos, Lennox. -Devereaux se rio-. El cuerpo de Paul Costello aparece a un kilómetro del escenario de un robo con allanamiento y ni siquiera se les ocurre que ambas cosas podrían estar relacionadas. ¿Te haces una idea de la paliza que te darían si descubrieran que tú golpeaste a ese agente?

– Si tan convencido estás de que fui yo, ¿por qué no vas y se lo cuentas a ellos?

– Mira, Lennox, si te pones tonto conmigo, quizá lo haga. Pero a mí no me interesa entregarte a la policía. Me interesa que tú me entregues a Largo.

– No lo tengo, no puedo entregártelo -dije. Estábamos en una calle desierta y me detuve junto a la acera.

– Todavía -dijo Devereaux.

– Todavía. -Suspiré y apoyé las muñecas en el volante.

– Pero estás cerca. Y deberías haberme hablado de Barnier.

– Pareces muy bien informado sin mi ayuda.

– Ferguson me contó lo del allanamiento. De hecho, se puso muy pesado. Me explicó que el almacén era de un importador francés con oficinas en Marsella. ¿Te das cuenta? A estos tipos les resulta de lo más difícil manejar dos ideas al mismo tiempo…

– Necesitan descansar un buen rato si manejan dos seguidas -dije.

– Bueno, lo único que ellos tienen entre ceja y ceja es que le abrieron la cabeza a un agente uniformado. Esta ciudad no es tan distinta de Estados Unidos: si un policía resulta herido, el culpable lo paga caro. Pero, como digo, no son capaces de ver más allá. Nadie se pregunta por qué demonios iba a entrar alguien en la oficina de un importador donde no hay nada que robar salvo documentos… Una oficina situada en medio de una zona de almacenes aduaneros llenos hasta los topes de whisky, productos de lujo, coches y Dios sabe qué más.

– Quizá los asaltantes se habían quedado sin clips y las papelerías estaban cerradas.

– Déjate ya de chorradas, Lennox, o me entrarán ganas de tener un gesto de cortesía profesional con mis colegas de Glasgow. ¿Qué sabes de Alain Barnier?

– Creo que es una tapadera de tu hombre. Como mínimo, está detrás del asesinato de Paul Costello, directa o indirectamente. Costello y Sammy Pollock han robado una estatuilla de jade de un envío de doce. Lo que yo deduzco es que cada estatuilla está rellena de esa nieve deliciosa para tus negros de Harlem.

– ¿Cómo averiguaste lo de las estatuillas?

Le hablé a Devereaux de mi excursión a la casita de campo, del demonio de jade y de cómo me habían apagado las luces de golpe (probablemente el recién fallecido Paul Costello).

– Por eso fui a registrar la oficina de Barnier. Y no me equivocaba. Encontré el manifiesto de carga donde figuraban los doce demonios de jade vietnamitas.

– ¿Vietnamitas? -Deveraux se volvió bruscamente.

– Sí. ¿Qué pasa?

– La heroína que está circulando en las calles procede de Indochina. Podría ser que tu franchute, el tal Barnier, no sepa lo que está mandando. Probablemente la heroína la han disimulado en las estatuillas en el país de origen. Tal vez le han pedido que se ocupe del envío y no sepa lo que contienen.

– Me gustaría creerlo -dije-. Pero, para tratarse de un importador de vinos, Alain Barnier pelea demasiado bien. -Le conté a Devereaux lo sucedido delante del Merchants’ Carvery-. Lo he estado siguiendo los dos últimos días.

– ¿Y?

– Nada. En lo único remotamente ilícito en que lo he sorprendido ha sido visitando a una mujer casada en Bearsden mientras el marido estaba en el trabajo.

Devereaux permaneció callado un momento.

– ¿Dices que lleva tiempo importando desde Indochina?

– Por lo que yo sé, sí.

– Entonces debe de tener conexiones y buenos contactos allí. El país está hecho mierda. Los franceses la han cagado bien. Dien Bien Phu ha resultado un desastre, un punto de inflexión. Los franceses van a acabar largándose, ¿sabes?

– Supongo.

– Y cuando se vayan, tomarán el poder los comunistas. Los franceses les dejarán bien abierta la puerta trasera.

– Eso está muy lejos, Dex. Es un problema colonial francés.

– Ya no. Ahora es problema nuestro. Allí va a haber otra Corea, créeme. Mientras tanto, es un caos. Y el caos es el medio en el que mejor se desenvuelve John Largo.

– Pero tú no crees que Barnier esté directamente implicado.

– Yo no he dicho eso. Puede que no sepa lo que está enviando. O puede que Alain Barnier sea John Largo, quién sabe.

– Me parece improbable -dije-. Barnier está establecido aquí. Y además, tiene demasiada pinta de cerebro criminal internacional. La ropa elegante, el acento francés, la perilla… No. Yo creo que John Largo procuraría pasar desapercibido.

– Yo tampoco -dijo Devereaux, y sonrió ante mi mirada perpleja-. Deberías aprender la jerga de Vermont. «Yo tampoco» es lo que decimos cuando queremos decir: «Yo también». ¿Sabes?, quizá podría ser de otra manera… Tal vez John Largo sea como Robin Hood, una especie de personaje compuesto. Quizá John Largo es más una organización que un criminal. Quizá Barnier es una parte de John Largo.

– Tiene un socio; un tipo llamado Claude Clement. Lo tengo por aquí. -Saqué la libreta del bolsillo lateral del esmoquin, copié las direcciones en una hoja limpia y se la di a Devereaux-. Lo encontré mientras robaba clips. A lo mejor Barnier y Clement están juntos en esto. Bueno, ¿y ahora qué?

– Pasaré los datos a Washington, a ver si tenemos algo sobre Barnier o este otro tipo. Entre tanto, propongo que no lo pierdas de vista. Y también que me pases todo lo que encuentres en cuanto lo descubras. Si no, quizá comunique a McNab y Ferguson mis sospechas sobre el agresor de su agente. Y recuerda, aún tengo esos mil dólares si me ayudas a localizar a Largo. No vuelvas a ocultarme información, Lennox.

– Hay una cosa más -añadí. Acababa de recordarlo yo mismo. Saqué de nuevo la libreta, escribí otra nota y se la entregué-. Esta es la dirección de Nueva York a donde iban dirigidos los demonios de jade: Santorno, Antigüedades y Curiosidades.

– Gracias. -Tomó la hoja y se la metió en el bolsillo sin mirarla.

Ya no hablamos mucho más. Lo llevé a su hotel y esperé delante para asegurarme de que entraba; eran las tres de la mañana y pasó una eternidad hasta que salió un viejo portero a abrir. Devereaux se volvió, me hizo un gesto de saludo y desapareció en el hotel. Me quedé un momento sentado, mirando la puerta de roble cerrada. Se lo había contado todo a Devereaux. Casi todo. No le había mencionado la visita al monumento de la Fuerza Naval de la Francia Libre. Seguramente no era nada, pero quería comprobarlo primero por mí mismo. Estaba agotado, totalmente extenuado. Tenía muchos pensamientos zumbándome en la cabeza, pero mi cerebro había bajado la persiana y había dado la vuelta al cartel de «No molesten».

Los pensamientos habrían de esperar hasta mañana.

Capítulo 16

Lo primero que hice a la mañana siguiente fue volver a la biblioteca Mitchell. No había quedado con nadie esta vez; estaba buscando una información muy concreta.

Me ayudó en la búsqueda una bibliotecaria más bien complaciente que se dejó engatusar por mi comedia de tío cachas. Era una morenita de unos treinta años, vestida con un estilo vagamente bohemio (o tan bohemio como lo permitía la formalidad de una biblioteca pública) y con una oscura melena suelta. La había divisado desde la otra punta de la sala principal, sujetando un montón impresionante de pesados volúmenes de referencia y apoyando, a su vez, un busto igualmente impresionante en la pila de libros. Parecía de estilo liberal, y yo siempre había creído que una actitud abierta era una ventaja en una mujer. Congeniamos de inmediato. Podía deberse, desde luego, a nuestra compartida bibliofilia, pero me dio la impresión de que tenía más que ver con la evidente y profunda admiración que yo demostraba por sus atributos.

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