Craig Russell - El Beso De Glasgow

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Lennox, un detective que podría ser el hijo del mismísimo de Philip Marlowe, -cínico por fuera pero con un corazón de oro- vuelve a las calles de Glasgow para resolver un caso que no pinta nada bien para él.
Cuando el corredor de apuestas ilegales y criador galgos Calderilla MacFarlane aparece con la cabeza machacada en su estudio, más de uno empieza a levantar un dedo acusador. Sin embargo, Lennox tiene una coartada sólida como el oro: ha pasado la noche con la hija de MacFarlane. Esto, lejos de ayudar, inevitablemente provoca que Lennox se vea envuelto en la búsqueda del asesino de MacFarlane y que descubra los otros muchos negocios turbios que el corredor de apuestas tenía. Algunos de ellos con Willie Sneddon, uno de los Tres Reyes del lumpen criminal de Glasgow. Y con éste más vale no meterse si uno no quiere acabar tiñendo la alfombra de casa con un brillante tono 0 negativo…
«Lennox es una novela negra que transciende el género. Craig Russell utiliza a este personaje duro, divertido y esperanzado para proporcionarnos los ojos y los oídos que nos transportarán a otro lugar y época. ¡Esto es lo que yo llamo una novela!» Michael Connelly

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En todo caso, su ayuda hizo que mi búsqueda resultara más rápida y eficaz que si hubiera tenido que arreglármelas por mi cuenta. Tardé cuarenta y cinco minutos en reunir los artículos de periódico, los informes oficiales y las listas de bajas que necesitaba. Naturalmente, había detalles que no pude obtener: Gran Bretaña era un país hermético, y casi diez años después del final de la guerra había datos del conflicto que seguían guardados en los sótanos de Whitehall, donde permanecerían al menos durante otros ochenta años. Pero encontré lo suficiente para apañármelas. También me las ingenié para conseguir la dirección particular de mi servicial morenita, así como una serie de precisas indicaciones sobre las horas a las que llamar; además del atuendo vagamente bohemio, llevaba un anillo de boda en la mano izquierda. Deduje que el marido no era bohemio ni tan liberal.

Después de prestarme su valiosa ayuda, me dejó en uno de los escritorios con todos los documentos necesarios. Yo buscaba información sobre un hecho muy concreto y me pasé dos horas leyendo relatos periodísticos e informes oficiales. Pero lo que más me interesaba era la lista de bajas y los listados de reclutamiento. Finalmente, encontré lo que andaba buscando: Alain Barnier había sido un joven oficial del Maillé-Brézé , cosa que explicaba su apego a esta parte del mundo. Y también sus visitas al monumento de Lyle Hill.

Pero mientras miraba absorto el nombre de Barnier impreso en la página, pensé que aquello dejaba sin explicar más cosas de las que explicaba.

Repasé números atrasados del Greenock Telegraph que cubrían los primeros años de la guerra. Había habido gran cantidad de marinos franceses destinados en la zona, y me leí todas las noticias que hacían referencia a las fuerzas francesas. Eran sobre todo los típicos artículos patrioteros, tipo «olvidemos ya a Napoleón, ahora somos amiguitos». Los escoceses tenían con los franceses una relación muy distinta de la que tenían los ingleses. Para algo había existido la Alianza Antigua, el tratado entre Francia, Escocia y Noruega que había precedido en varios siglos al Acta de Unión Británica y al cual los escoceses le atribuían románticamente gran importancia. La relación entre los marinos franceses y la población local había sido en general positiva. Por supuesto, no podía esperarse ningún comentario negativo en la prensa de los años de guerra.

Pero sí encontré algo significativo en la información de tribunales. Tres obreros de los astilleros de Greenock, exentos del servicio militar dada la importancia de su ocupación, habían comparecido en el tribunal del distrito acusados de alteración del orden, asalto y agresión a la autoridad. Al parecer, los tres trabajadores se habían visto envueltos en unos disturbios ocurridos en la ciudad. La policía local y el capitán de la Gendarmerie Maritime habían tenido que disolver una batalla campal que había partido de un bar de Greenock y se había ido extendiendo por las calles. La fecha era significativa: el 5 de julio de 1940, dos días después de que la Marina Real Británica atacara a la flota francesa en Mers-el-Kébir para impedir que los barcos cayeran en manos alemanas. Habían resultado hundidos diez navíos y perecido casi mil trescientos marinos franceses. Un desastre diplomático en toda regla que había dejado a los franceses mascullando «con amigos como estos…».

No hacían falta grandes dotes deductivas para imaginar que la tensión probablemente aumentó muchos grados y que debió de bastar el comentario de algún bocazas para desatar una pelea entre los marineros franceses y la población local. Desde luego, tampoco era imprescindible. En el oeste de Escocia no se necesitaba gran cosa para armar una pelea y, dado que muchas de las chicas del país se habían ganado con gran entusiasmo el mote de matelots’ matresses (colchón de marinero), los viejos motivos de toda la vida, o sea, el alcohol y los celos sexuales, siempre estaban a mano para los camorristas.

Ya me disponía a pasar a otra cosa cuando una declaración de uno de los testigos me impulsó a seguir leyendo. Un grupo de franceses se había visto rodeado por una turba airada y había tenido que ser rescatado por una fuerza combinada de agentes de la policía local, gendarmes navales franceses y fusiliers marins . El testigo explicaba en su declaración que algunos de los oficiales franceses habían recurrido a una «extraña especie de lucha con los pies» para repeler a la multitud.

Le pedí a mi bibliotecaria si podría fotocopiarme el reportaje y, después de un poco de persuasión y de una buena dosis de encanto Lennox, accedió. Aunque tendría que pagar los gastos y volver otra vez para recoger las copias.

Era casi hora de almorzar y di mi paseo diario para ver a Davey en el hospital. Su cara se estaba volviendo algo más reconocible, pero él parecía menos contento que justo después de sufrir el ataque. Cuando has recibido una paliza, pasa un tiempo hasta que el dolor se instala del todo y llena los recovecos que va a ocupar; hasta que te empapa los músculos y los huesos. Y normalmente, invita a su lado a la conmoción y la depresión. Era evidente que el cuerpo maltrecho de Davey Wallace estaba ahora del todo habitado por esos inquilinos.

Ahora se me ocurrió de golpe que yo había estado tan obsesionado con lo sucedido inmediatamente antes del ataque que ni siquiera le había preguntado a Davey si había pasado algo fuera de lo normal aquel día, durante su turno de vigilancia.

– ¿Ha encontrado mi libreta, señor Lennox? -farfulló Davey entre los hierros que le sujetaban los dientes. Porque esa era otra: con razón te amustiabas y deprimías después de una paliza si habías de ser alimentado a través de un tubo porque tenías los dientes inmovilizados con hierros. Quienquiera que le hubiera hecho aquello a Davey había abierto una cuenta conmigo y los intereses estaban subiendo a toda velocidad.

– No, Davey -le dije-. No había ni rastro en el sitio donde estaba aparcado el coche.

– He estado pensando en esa libreta, señor Lennox. Aquí tengo mucho tiempo para pensar. A mí nunca se me pierde nada, soy muy cuidadoso; incluso con lo que me pasó, en medio de toda aquella confusión. La libreta estaba en el bolsillo de mi chaqueta. Debería seguir allí, pero ha desaparecido. Los que me dieron la paliza se la llevaron. Quizá vi algo o a alguien que ni siquiera me tomé en serio, pero ellos creyeron que lo había dejado anotado.

– ¿Qué?

– Me he estado devanando los sesos. Tengo la cabeza como un bombo de tanto pensar. -Hizo una mueca. El dolor, en algún punto de su cuerpo, había hecho un ligero movimiento solo para recordarle su terca presencia-. Como le digo, he tenido mucho tiempo para pensarlo, pero ese día no pasó nada en especial. Lo único que se me ocurre es un coche que vi.

– ¿Alguien que iba a casa de Kirkcaldy? -pregunté. Le encendí un cigarrillo y se lo puse en los labios.

– No. Había dos personas en el coche, pero no llegué a verlas bien. Solo atisbé al conductor cuando pasaban. Yo pensé que iban a aparcar y que entrarían en casa del señor Kirkcaldy, pero el coche pasó de largo. Ya sé que es una tontería, pero me dio la sensación de que quizá me habían visto allí, vigilando la casa, y habían decidido no detenerse.

– No es una tontería, Davey. Es instinto. Si Dex Devereaux estuviera aquí te diría que es algo imprescindible para un detective o un agente del FBI. ¿Te fijaste en la marca del coche?

– No entiendo mucho de coches -dijo Davey tristemente, como si me hubiera fallado otra vez-. Las marcas y demás. Pero por eso preguntaba por mi libreta, porque anoté el número de la matrícula. Era un coche grande. De lujo.

– ¿De qué color?

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