– Yo no soy corredor.
– Oficialmente no. Pero usted y Calderilla tenían montado un auténtico tinglado MacFarlane e Hijo. Deduzco que usted se ha hecho cargo de sus apuestas. Por eso la policía no encontró ni un solo documento de valor. Dios mío, tiene usted que haberse movido deprisa. Y debo añadir que la aflicción por su padre no le enturbió la agudeza para los negocios, ¿no es así?
– Se está poniendo muy ofensivo, señor Lennox. ¿Y qué le hace pensar que yo no salí perdiendo? Todo el mundo esperaba que la pelea fuera un paseo para Bobby Kirkcaldy.
– Un amigo mío cree que alguien estaba en el ajo. Alguien que más que compensar sus apuestas se dedicó a disimularlas.
– No debería creer todo lo que le cuente Tony el Polaco -dijo Collins con desdén. Un chico listo, desde luego.
– La verdad es que no entiendo todo lo que Tony el Polaco me dice. Y antes de que empiece a señalar con el dedo, conviene que sepa que he preguntado por ahí y que todo el mundo dice que fue usted quien se sacó un dineral con ese combate. Así que hay muchos dedos señalándole.
– ¿Qué es lo que quiere, Lennox?
Se agazapó en la silla, con los codos en los apoyabrazos y los dedos entrelazados bajo la barbilla. Una pose de falsa concentración.
– Lo que quiero es saber en qué se habían metido usted, Calderilla y Bobby Kirkcaldy. Willie Sneddon me contrató para que averiguase quién trataba de intimidar a Kirkcaldy y cuidara su inversión. Ahora, después de la farsa de anoche, me parece que alguien salió ganando y que la inversión de Sneddon se ha ido al garete. O eso, o ha habido algún tipo de acuerdo para librarlos a todos del apuro. Lo que quiero saber es con quién.
Collins me observaba todavía tranquilo y sin ningún nerviosismo. Tuve que resistir la tentación de rodear el escritorio y sacarle la silla de debajo de una patada.
– Si lo que dice es cierto, ¿a usted qué le importa? ¿Por qué habría de importarle? Ya ha hecho su trabajo para Sneddon, el combate se ha celebrado y el resultado es el que es, tanto si le gusta a Sneddon como si no.
– Bueno, en primer lugar, tengo la curiosa sensación de que no fue un gitano camorrista y resentido quien mató a Calderilla. En segundo lugar, aunque usted parece llevarlo increíblemente bien, a Lorna se le ha venido el mundo abajo y siento que también le debo algo a ella. Y en tercer lugar… -Me levanté, apoyé los nudillos en el escritorio y aproximé mi cara a la suya-. En tercer lugar, y esto es lo que me revienta de veras, hay un chico en una cama del Southern General que tiene que comerlo todo con una pajita, simplemente porque es posible que lo viese a usted cuando iba a hablar con Bobby Kirkcaldy. Y aquí es donde la cosa se complica. No era ningún secreto que Kirkcaldy y Calderilla hacían negocios juntos, y usted era el socio de Calderilla al menos en uno de sus trapicheos. Lo que me pregunto es quién estaba en el coche con usted y por qué no quería ser visto allí aquella noche.
– Escuche, Lennox… si realmente está interesado en aclarar la muerte de Jimmy, como dice, se lo agradezco, aunque a mi modo de ver la policía ya tiene al culpable. Pero dejando eso aparte, ¿de veras cree que yo podría tener algo que ver con el asesinato de Jimmy? Como usted ha dicho, era mi padre, sea o no del dominio público, y siempre cuidó de mí. Pensábamos hacer juntos un montón de cosas. Tenía grandes planes para mí. ¿Por qué cree que habría de estar implicado en su muerte?
– No, no creo que lo esté. No creo que haya sido el responsable de su muerte ni tampoco que la deseara. Por sí sé que está asustado. Y también sé que Calderilla estaba muerto de miedo antes de que lo mataran. Y la persona que lo asustó de esa manera lo tiene bailando a usted al son que le toca, por temor a que le aplique el mismo tratamiento.
– Eso son sandeces, Lennox. Dios sabe de dónde saca todas esas ideas. Yo ni siquiera me acerqué a la casa de Kirkcaldy ese día ni ningún otro.
– ¿Qué día? Yo no he dicho cuándo fue. Ni si era de día o de noche.
Collins soltó una risotada.
– Escuche, no va a enredarme para que diga nada porque no tengo nada que decir. Está llamando a la puerta equivocada.
– ¿De veras? Yo lo veo de otro modo. Pero como usted dice, no tengo nada con que sustentarlo. Todavía. Cuando lo tenga, será interesante ver quién se convierte en su peor problema, si la policía o Willie Sneddon. Pero entre tanto, piénselo bien. Si decide que necesita mi ayuda para salir del lío en el que se ha metido, llámeme.
Le lancé mi tarjeta sobre el escritorio con aire incisivo. Él, con el mismo aire incisivo, no la recogió.
Bantaskin Street, Maryhill, no era Sunset Strip, Hollywood, y vigilar un edificio desde un coche no resulta demasiado discreto cuando solo hay un par de coches más en toda la calle. Con lo cual tuve que aparcar a la vuelta, a cierta distancia del gimnasio, y llevar a cabo la vigilancia desde la esquina.
Nunca creí que fuera a sacarle a Collins nada que valiera la pena. El objetivo de toda la conversación no había sido averiguar lo que él sabía, sino dejar entrever lo que sabía yo. Que era menos de lo que parecía. Si mi corazonada era buena, Collins tardaría el tiempo de hacer una llamada y acordar una cita antes de salir precipitadamente por la puerta lateral del gimnasio. Supuse que serían diez minutos, pero fueron casi veinte los que tardó en emerger y cruzar la calle hasta donde tenía aparcado su Lanchester-Daimler. Volví corriendo al Atlantic y doblé la esquina justo a tiempo para ver cómo desaparecía su coche por la intersección de Cowan Street.
Había confiado en que algún coche se interpusiera entre nosotros, pero en Maryhill Road no se veían más que autobuses y tranvías. Tuve que quedarme atrás. Collins debía de haber examinado la calle antes de ponerse al volante y se habría dado por satisfecho al ver que me había ido, pero eso no significaba que no fuese a mirar por el retrovisor un poco más a menudo de lo normal. Por fortuna, el color borgoña de su Lanchester llamaba la atención y no se perdía fácilmente de vista, así que me pareció que podría seguirlo a distancia.
Avanzamos por Maryhill Road a través de Milngavie. Esbocé una sonrisa engreída, aunque solo fuera para mí mismo: íbamos a la casa de Kirkcaldy, en Blanefield. Pero no fue así. Cruzamos Strathblane y Blanefield y seguimos hacia el norte, adentrándonos en Stirlingshire. No podía quejarme de lo variado que resultaba mi trabajo. En las dos últimas semanas había visto más paisaje escocés que un chófer de autobús turístico.
Ahora éramos los dos únicos coches en la carretera y me retrasé de nuevo, guiándome solo por el puntito color sangre que se divisaba a lo lejos cuando el Lanchester subía una cuesta o tomaba una curva. Collins ya no tenía adónde ir, cosa que me relajaba en cuanto a la persecución, pero me dejaba perplejo sobre cuál podría ser nuestro destino.
Nos hallábamos en esa parte de Escocia que resulta ligeramente pintoresca, más que dramática, pero las montañas del fondo me recordaban que nos estábamos alejando cada vez más. Al pasar un recodo vi que había perdido de vista a Collins por completo, así que aceleré un poco hasta llegar a la siguiente curva. Nada todavía. Dejé de reflexionar sobre las vistas, cambié de marcha y pisé a fondo. Tomé otra curva un poquito demasiado deprisa y los neumáticos traseros protestaron. Ni rastro de Collins. Crucé el siguiente tramo tan aprisa como el anterior, frenando al llegar a la curva. Esta vez se abrió ante mí una gran extensión donde la carretera descendía entre los árboles para subir más allá gradualmente y trepar hacia las montañas. Reduje la marcha. Ni rastro de Collins. Y sin embargo no era posible que hubiera cubierto todo aquel tramo antes de que yo doblase la curva.
Читать дальше