Craig Russell - El Beso De Glasgow

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Lennox, un detective que podría ser el hijo del mismísimo de Philip Marlowe, -cínico por fuera pero con un corazón de oro- vuelve a las calles de Glasgow para resolver un caso que no pinta nada bien para él.
Cuando el corredor de apuestas ilegales y criador galgos Calderilla MacFarlane aparece con la cabeza machacada en su estudio, más de uno empieza a levantar un dedo acusador. Sin embargo, Lennox tiene una coartada sólida como el oro: ha pasado la noche con la hija de MacFarlane. Esto, lejos de ayudar, inevitablemente provoca que Lennox se vea envuelto en la búsqueda del asesino de MacFarlane y que descubra los otros muchos negocios turbios que el corredor de apuestas tenía. Algunos de ellos con Willie Sneddon, uno de los Tres Reyes del lumpen criminal de Glasgow. Y con éste más vale no meterse si uno no quiere acabar tiñendo la alfombra de casa con un brillante tono 0 negativo…
«Lennox es una novela negra que transciende el género. Craig Russell utiliza a este personaje duro, divertido y esperanzado para proporcionarnos los ojos y los oídos que nos transportarán a otro lugar y época. ¡Esto es lo que yo llamo una novela!» Michael Connelly

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La verdad era que todavía lo había disfrutado.

Capítulo 15

Era un buen asiento. No junto al ring, ni tampoco en segunda, tercera o cuarta fila. Pero, en fin, al sentarme con mi corbata negra y mi esmoquin, comprobé que iba a tener una buena perspectiva de la pelea, aunque sin duda la tuviera mejor del cogote de Willie Sneddon, sentado -él sí- en primera fila con su invitado: un concejal del Ayuntamiento de Glasgow y capitoste del departamento de urbanismo. Lo único que me estorbaba la vista era la cortina de humo suspendida en el aire, particularmente espesa en las dos primeras filas. Las filas de los puros.

Tenía dos acompañantes. Sneddon al final me había conseguido un par de entradas más y yo las había usado para practicar modestamente el soborno disimulado. Jock Ferguson era un tipo de poli habitualmente inmune a cualquier incentivo, pero se había apresurado a aceptar la oportunidad de presenciar la pelea por el título, y a mí no me vendría mal reconstruir un poco los puentes entre nosotros. Todo el mundo sabía, por otro lado (porque así nos lo contaban en las películas), que el FBI era incorruptible, y además Dex Devereaux no era oficialmente un agente mientras se hallase a este lado del Atlántico. Así que tampoco tenía nada que perder por aceptar mi invitación.

Me había resultado extraordinariamente fácil sacarle a Sneddon las entradas. En cuanto le dije que quería ablandar a un par de polis, me las dio sin rechistar.

Desde mi asiento vi a los dos púgiles mientras se abrían paso hacia el ring. Primero Schmidtke; luego el aspirante, Kirkcaldy. Schmidtke era alemán y entre la población británica aún persistía un fuerte sentimiento antialemán. Los glasgowianos, sin embargo, a pesar de todos los problemas de pobreza, sectarismo, violencia y alcoholismo que los afligían, no dejaban de ser una calurosa pandilla. Yo me había criado en la parte atlántica de Canadá entre gente abierta y amistosa; quizá por eso me gustaba vivir aquí. Lo cierto, en todo caso, es que no hubo abucheos ni insultos cuando Schmidtke entró en el cuadrilátero, sino solo un aplauso comedido y educado. En cuanto apareció Kirkcaldy se desató una explosión de aplausos y silbidos. No hay en Glasgow mayor pasión que el orgullo, y Kirkcaldy era uno de sus chicos predilectos.

Cuando se inició el combate, me produjo una extraña sensación estar allí, en medio de la multitud, sabiendo una cosa que solo yo, Sneddon y Bert Soutar sabíamos, o sea, que Kirkcaldy había subido al ring con una bomba de relojería en el pecho. Lo vi moverse con agilidad y sin esfuerzo, tal como las otras dos veces que lo había visto pelear: sin el menor indicio de que le faltaran las fuerzas. La pelea no era muy emocionante. Schmidtke parecía dosificarse por el momento y los dos peleaban a la contra, guardando las distancias y sopesando cualquier debilidad estratégica del oponente. Aquel no era el estilo habitual de Schmidtke y el segundo asalto resultó tan insulso como el primero. Los dos boxeadores se movían con un exceso de cautela y parecían poco dispuestos a romper el fuego.

A la altura del tercer asalto, que discurrió igual, noté que el público empezaba a impacientarse. Entendía que Kirkcaldy se resistiera a lanzar un ataque que pudiese minar sus energías, pero no acababa de ver por qué se contenía Schmidtke. A menos que pensara que si el combate llegaba al final y se resolvía a los puntos, siempre existía entre los jueces la tendencia a decantarse por el poseedor del título.

Aunque, por otra parte, también cabía la posibilidad de que Kirkcaldy hubiera llegado a un arreglo que le permitiera acabar su carrera con el cinturón de campeón.

Fue en el octavo asalto cuando deduje que me había equivocado; el alemán salió de su rincón con la misma cautela que en los anteriores. Con la cabeza gacha y la guardia cerrada.

Kirkcaldy cometió un error elemental. Soltó un golpe de derecha flojo y nada propio de él. Más que dejar adivinar su intención, la proclamó a los cuatro vientos con tarjetas de canto dorado. El alemán respondió a tan amable invitación con un gancho que incluso a mí me dolió solo de ver cómo lo conectaba. El impacto levantó a Kirkcaldy por el aire y lo mandó de lado a la lona. La mitad de los espectadores, incluido Jock Ferguson, se levantaron de un salto mientras estallaba un griterío ensordecedor. El árbitro hizo retroceder al alemán a su rincón, poniéndole una mano en el pecho, y comenzó a contarle a Kirkcaldy. Este sacudió la cabeza para despejarse y se puso de pie a toda prisa, saltando sobre el pulpejo de los pies y haciéndole una seña al árbitro. Una vez que habías besado la lona, si pretendías evitar un K.O. técnico habías de convencer de inmediato al árbitro de que estabas en condiciones, normalmente con un exagerado despliegue atlético. El árbitro se llevó a Kirkcaldy a un rincón neutral y le examinó los ojos antes de regresar al centro del ring e indicarles a ambos contendientes con un gesto, como quien corre unas cortinas, que ya podían aproximarse y reanudar el combate.

Los hombros enormes del alemán subían y bajaban mientras salía de su rincón. Se apreciaba en ellos una energía renovada. Kirkcaldy ahora intentaba burlar cada ataque, pero el alemán lo acorralaba una y otra vez contra las cuerdas y le lanzaba una lluvia de ganchos atroces.

Estaba bien claro: Kirkcaldy tenía la cara pálida, casi blanca, y el tono amoratado de los contusiones alrededor de sus ojos resaltaba crudamente en la piel lívida. Intentó lanzar un ataque para hacer retroceder a Schmidtke, pero el púgil alemán se mantuvo firme sin ceder terreno, y sus brazos musculosos continuaron trabajando como pistones, castigando a Kirkcaldy una y otra vez en el cuerpo.

Fue todo muy tosco. Schmidtke le asestó a Kirkcaldy un golpe legal justo por encima del cinturón y este dejó caer los codos, bajando la guardia. Dos golpes rápidos, seguidos de un despiadado directo, dejaron al escocés atontado. Entonces Schmidtke puso la rúbrica. El aturdido Kirkcaldy fue seguramente la única persona del auditorio que no lo vio venir: todo el peso de Schmidtke concentrado en un golpe circular de derecha que pareció tardar una eternidad en llegar a su destino. Pero al fin impactó en un lado de la mandíbula de Kirkcaldy y este renqueó un instante y se desmoronó. El alemán ya levantaba los puños, ya daba saltos y sonreía mostrando el protector de plástico antes de que el árbitro terminara la cuenta.

Todo el mundo estaba de pie gritando y vitoreando, algunos ahora soltando abucheos: no tanto por orgullo nacional ofendido, sino por la sospecha de haber sido testigos de una comedia amateur y no de un combate profesional de boxeo.

También yo me había puesto de pie, pero no aplaudía. Observaba a las tres figuras -el árbitro, el Tío Bert Soutar y un tipo gordo de mediana edad con esmoquin y un maletín de cuero- que se agazapaban junto a Kirkcaldy. Incluso el alemán había interrumpido ya sus saltos triunfales.

El estruendo de la multitud seguía siendo ensordecedor, pero a mí me daba la sensación de que se había alzado una cortina que me separaba de todos ellos, como yo si fuese la única persona que viera realmente lo que pasaba en el ring.

– Dios mío… está muerto -dije, aunque el griterío era de tales proporciones que apenas me oí la voz.

– ¿Qué dices? -gritó Devereaux, inclinándose hacia mí, sin dejar de aplaudir.

Seguí observando la escena que se desarrollaba en el ring. Bert Soutar y el médico ayudaban ahora a Kirkcaldy a ponerse de pie. Este asentía vagamente sin verlos, y Schmidtke, con un alivio que percibí desde aquella distancia, abrazó a su derrotado adversario. Luego bajaron a Kirkcaldy del ring y desapareció entre ovaciones y abucheos.

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