Craig Russell - El Beso De Glasgow

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Lennox, un detective que podría ser el hijo del mismísimo de Philip Marlowe, -cínico por fuera pero con un corazón de oro- vuelve a las calles de Glasgow para resolver un caso que no pinta nada bien para él.
Cuando el corredor de apuestas ilegales y criador galgos Calderilla MacFarlane aparece con la cabeza machacada en su estudio, más de uno empieza a levantar un dedo acusador. Sin embargo, Lennox tiene una coartada sólida como el oro: ha pasado la noche con la hija de MacFarlane. Esto, lejos de ayudar, inevitablemente provoca que Lennox se vea envuelto en la búsqueda del asesino de MacFarlane y que descubra los otros muchos negocios turbios que el corredor de apuestas tenía. Algunos de ellos con Willie Sneddon, uno de los Tres Reyes del lumpen criminal de Glasgow. Y con éste más vale no meterse si uno no quiere acabar tiñendo la alfombra de casa con un brillante tono 0 negativo…
«Lennox es una novela negra que transciende el género. Craig Russell utiliza a este personaje duro, divertido y esperanzado para proporcionarnos los ojos y los oídos que nos transportarán a otro lugar y época. ¡Esto es lo que yo llamo una novela!» Michael Connelly

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Pero lo que me llamó la atención en aquel momento fue que Barnier se había detenido en un monumento junto a la carretera desde el que se dominaba todo el panorama. Era un ancla enorme de color blanco cuyo mango se alzaba espectacularmente hacia el cielo. En lugar de la clásica argolla en el extremo, sin embargo, el mango tenía dos travesaños horizontales que lo cruzaban; uno más corto que el otro: una Cruz de Lorena. Como escultura de carácter cívico, no podía ser más dramática. Y yo tenía cierta idea de lo que conmemoraba.

Observé a Barnier. Costaba deducir si estaba esperando a alguien o si aquel monumento entrañaba para él un significado especial. Permanecía de pie, como leyendo la inscripción de la base. Luego se volvió, se apoyó en la barandilla, dándome la espalda, y pareció escrutar la vista del estuario del Clyde. Se pasó así unos buenos diez minutos antes de dar media vuelta y regresar al coche. Mascullé una maldición. Yo estaba convencido de que iba a encontrarse con alguien, y aquel monumento parecía el sitio ideal para una cita. Seguramente había visto demasiadas películas de Orson Welles.

Bajé por la ladera lo más rápidamente posible para llegar al Atlantic. Si Barnier daba la vuelta y descendía colina abajo tendría que darme prisa o lo perdería. Mientras corría torpemente, se me enganchaban las ramas de los arbustos en el traje y se me cayó el sombrero un par de veces, y solo gracias a mi destreza como portero logré salvar el borsalino del barro. Salí de golpe a la carretera, de entre la maraña de arbustos, a solo un metro de donde había aparcado el Atlantic.

Se ve continuamente en las películas del Oeste: los colonos levantan la vista en el desfiladero y divisan las siluetas inmóviles y amenazadoras de los apaches o los bandidos a caballo que los observan desde lo alto de la colina. Port Glasgow venía a ser el equivalente escocés del Desierto Pintado de Arizona, y cuando salí otra vez a la carretera había tres Teddy Boys aguardando junto a mi coche en plan cuatrero. Mi instinto me decía que no había nada profesional ni preparado en aquel encuentro. No tenía nada que ver con la persecución de Barnier; no era más que un atraco vulgar y corriente propio de una pequeña ciudad industrial escocesa. Supuse que los tres tenían alrededor de diecinueve años. Era obvio que se identificaban a sí mismos con la moda Teddy Boy entonces emergente, pero ninguno de ellos había sido capaz de reunir el equipo completo. Así que uno llevaba la chaqueta larga, otro los pantalones pitillo y el tercero, sin chaqueta siquiera, había tenido que conformarse con una corbata de cordón.

Entre los tres llevaban suficiente aceite en el pelo para lubricar un buque de guerra, y exhibían un surtido de problemas cutáneos que habría bastado para ocupar a un dermatólogo de por vida.

– ¿Este es su coche, amigo? -me preguntó el Teddy Boy de la chaqueta. Era el líder, obviamente (quizá por eso tenía chaqueta), y se apoyaba con aire relajado en el guardabarros del Atlantic. Mala señal. La confianza, en cualquier encontronazo físico, es casi la mitad de la batalla. Los otros dos me observaban con expresión insulsa e indiferente, como si aquello lo hicieran todos los días. Probablemente era así.

– Sí, es mi coche -suspiré, limpiándome los zapatos de hojas y barro.

– Se lo hemos estado cuidando -dijo uno de los comparsas. Tenía que concentrarme; no me había traído mi diccionario de Greenock. Me había costado años descifrar el acento de Glasgow, pero el de Greenock ya era demasiado.

– Muy agradecido -le dije con una sonrisa. Saqué las llaves del bolsillo y me acerqué. Sin prisas. Iba a tener que dejar que Barnier se largara, ahora tenía problemas más acuciantes. El líder de la chaqueta eduardiana se despegó del guardabarros para situarse justo frente a la puerta.

– Bueno, la cosa es así. Usted podría haber vuelto y haberse encontrado los neumáticos desinflados o vaya a saber qué coño más. Pero nosotros estábamos aquí y nos hemos encargado de que nadie lo tocara. Así que pensamos que quizá debería darnos un par de pavos, por ejemplo.

Sus dos compinches me rodearon, uno a cada lado, irguiendo los hombros. Aunque no había mucho que erguir.

– ¿Ah, sí? -dije-. Muy buena idea. Pero el truco es pedir el dinero primero, Einstein.

El tipo frunció el ceño. No enfadado, sino perplejo y vacilante. Deduje que no tenía ni idea de quién era Einstein; habría de aprender a simplificar mis referencias culturales. Di un suspiro y me llevé la mano al bolsillo. Él desarrugó su frente cubierta de granos, relajándose. Craso error.

Eran solo chicos, lo sabía, y yo no quería jaleo. Pero también sabía que me habrían dado de hostias para vaciarme los bolsillos y seguramente me habrían robado el coche si les hubiese dado la menor oportunidad. En el ejército aprendí que si existe una amenaza, has de neutralizarla. Y yo ya había neutralizado bastantes más de la cuenta para saber cómo hacerlo. Decidí sentirlo por ellos más tarde.

Saqué la porra del bolsillo interior de la chaqueta y, de nuevo con un solo gesto, en el movimiento mismo de sacarla, aticé al Teddy Boy en la sien. El joven de mi derecha se echó hacia delante y yo le di con la mano en la que sujetaba la llave. El filo metálico le atravesó la mejilla, mellándole los dientes. El tipo soltó un grito y reculó, agarrándose la cara ensangrentada. El tercer matón metió la mano en el bolsillo y estaba a punto de sacar una navaja. Le lancé un golpe con la porra sin tiempo para apuntar. Por suerte, le di en un lado de la mandíbula y cayó redondo. El primero había empezado a levantarse del suelo y lo disuadí asestándole un taconazo en la boca. El de la mejilla agujereada ya corría colina abajo, sollozando y tapándose la herida.

Aparté de mi camino al líder caído, subí al Atlantic y descendí de nuevo por Lyle Hill. A media pendiente, adelanté al jovenzuelo que bajaba llorando. Bajé el cristal de la ventanilla y le pregunté con una sonrisa si quería que lo llevase. Supuse que prefería ir a pie, porque me miró enloquecido, giró en redondo y echó a correr en dirección contraria, otra vez cuesta arriba.

Me detuve donde Barnier había aparcado. El monumento se hallaba en un rectángulo de cemento rodeado de barandillas y de una verja donde se repetía el motivo de la cruz de Lorena. Entré y me detuve un instante a contemplar la vista antes de leer la inscripción de la base del monumento:

ESTE MONUMENTO ESTÁ DEDICADO A LA MEMORIA

DE LOS MARINOS DE LAS FUERZAS NAVALES DE LA FRANCIA LIBRE,

QUE ZARPARON DE GREENOCK EN LOS AÑOS 1940-1945

Y DIERON SUS VIDAS EN LA BATALLA DEL ATLÁNTICO

POR LA LIBERACIÓN DE FRANCIA

Y LA VICTORIA DE LA CAUSA ALIADA

En otros paneles aparecía el nombre de algunos busques de la Francia Libre: el submarino Surcouf , las corbetas Alyse y Mimosa . Pero, como era bien sabido, aunque estuviera dedicado oficialmente a todos los marinos franceses destinados en Escocia durante la guerra, el monumento tenía un significado muy especial para un grupo de franceses en concreto. Y estaba relacionado con un hecho en particular: con algo sucedido antes de que las fuerzas de la Francia Libre fuesen creadas de modo oficial. Algo sucedido ahí mismo, en la costa que se dominaba desde donde ahora se erigía el monumento.

Y Alain Barnier parecía tener relación con ello.

Ni siquiera veía la carretera mientras regresaba a Glasgow. Ni pensaba gran cosa en lo que me había llevado a Greenock. Alguien me estaba pinchando otra vez por dentro y había encendido la luz en el cuarto de atrás de mi cerebro. Un nombre me vino a los labios: Maillé-Brézé.

Pero los fantasmas de los marinos franceses no eran lo único que me atormentaba. En teoría, debería haberme sentido satisfecho porque había parado de machacar a los tres matones en cuanto habían dejado de constituir una amenaza. Es decir, porque había mostrado cierto dominio de mí mismo. Solo unos meses atrás, una vez ganada la ventaja, les habría propinado una tremenda paliza. Los habría mandado al hospital. Debería haberme sentido contento, pero no lo estaba.

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