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Craig Russell: Muerte en Hamburgo

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Craig Russell Muerte en Hamburgo

Muerte en Hamburgo: краткое содержание, описание и аннотация

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El detective Jan Fabel se encuentra ante el caso más sanguinario y macabro de su historia profesional. Los cadáveres de dos mujeres a las que han arrancado los pulmones y las notas desafiantes de alguien que firma como «Hijo de Sven» son las únicas pistas de un asesino cuya motivación va más allá de la ira, acercándose a una suerte de ritual donde lo sagrado y lo monstruoso se dan la mano para teñir de escarlata toda la ciudad. Mientras Fabel avanza en la investigación, va quedando claro que se trata de algo mucho más complejo que el trabajo de un simple psicópata.

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– ¡Ya!

Paul abrió la puerta de un portazo con la suela de las botas, y Fabel entró primero. Vio cuatro figuras. Habían improvisado un altar a partir de una vieja mesa de roble; Anna estaba estirada encima, aún vestida y libre, salvo por las ataduras de las drogas, que atenazaban su deseo de escapar. MacSwain estaba medio inclinado sobre ella, y sus manos tocaban ya la blusa de la chica. Miró a Fabel y a Paul sin comprender nada y después volvió la cabeza hacia el otro lado cuando Werner y Sülberg irrumpieron por la otra puerta. Fabel y Paul se desplegaron, cerciorándose de que la línea de fuego no estuviera dirigida a los dos policías que tenían enfrente.

Fabel detectó dos figuras más. Uno de los hombres parecía contener una energía violenta bajo su cuerpo fuerte y musculoso. Fabel lo reconoció por las imágenes de vigilancia: era Solovey, uno de los lugartenientes de Vitrenko. La otra figura era más alta y llevaba un abrigo negro largo. Incluso en la distancia y bajo la luz mortecina, sus ojos ardían con un verde casi luminoso.

Vitrenko.

Algo resplandecía en su mano derecha: un cuchillo de hoja ancha. La hoja tenía el grosor de una espada, pero era más corta y tenía un doble filo que terminaba en una punta afilada. A Fabel no le cupo la menor duda de que estaba ante el arma homicida.

– ¡Policía! Pongan las manos en la cabeza y arrodíllense. -Su voz sonó alta y tajante.

Los tres hombres no se movieron. MacSwain, por la sorpresa y la indecisión. Los otros dos, por algún tipo de estrategia, supuso Fabel. Era evidente que Paul Lindemann también compartía esa idea.

– Como saquéis algo, os voy a volar la cabeza. Y lo digo en serio. -La voz de Paul estaba tan cargada de tensión como la suya. Y no le cabía ninguna duda de que Paul hablaba en serio.

– Seguro que sí -dijo Vasyl Vitrenko, clavando sus ojos verdes en los de Paul.

Ocurrió tan deprisa que Fabel apenas se dio cuenta. Solovey cayó como si se hubiera abierto una trampilla bajo sus pies, y su mano desapareció bajo la chaqueta negra de piel mientras se tiraba al suelo. Sonó el chasquido fuerte de una pistola, y Fabel oyó un golpe sordo a su lado. En ese instante, y sin girar la cabeza para verlo, supo que Paul estaba muerto. Vitrenko se desplazó ágilmente hacia el costado, pareció rebotar como un resorte y se precipitó por la ventana. Fabel disparó al suelo, donde Solovey había caído. El aire olía a cordita y, cuando Werner y Sülberg abrieron fuego, se llenó de un coro ensordecedor de disparos. MacSwain se lanzó a un rincón y se acurrucó en una postura fetal.

Fabel se volvió hacia donde había caído Paul. Yacía en el suelo con los ojos en blanco mirando al techo, la furia ya extinguida de su cara al morir. La bala de Solovey lo había alcanzado justo en el centro de la frente ancha y pálida.

Werner y Sülberg se precipitaron hacia ellos. Sülberg le dio una patada a Solovey, que estaba boca abajo en el suelo cubierto de suciedad; metió un pie debajo del hombro del ucraniano y lo empujó un par de veces hasta que pudo darle la vuelta. Era evidente que estaba muerto.

Werner ya se encontraba junto a Anna. Pasó las manos con rapidez por su cuerpo, buscando desesperadamente algún rastro de sangre. Miró a Fabel y, por un momento, también posó su mirada en Paul.

– Anna está bien, Jan. No le han dado.

Fabel agarró la radio que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta. La antena se le quedó enganchada, y forcejeó con una furia tan inútil que desgarró el forro. Cuando pudo sacar el receptor, pulsó el botón de transmisión.

– Maria… Vitrenko se nos escapa. Ha saltado por la ventana oeste y se dirige hacia ti.

– ¡Lo veo! ¡Lo veo! -La estridencia en la voz de Maria se vio acentuada por el zumbido estático de la radio.

– Maria, ve con cuidado. Voy para allá. Que todas las unidades asistan a la Oberkommissarin Klee.

Soltó el botón de la radio y se dirigió con rapidez hacia MacSwain, que aún estaba agazapado en un rincón. En los movimientos de Fabel se adivinaba una decisión certera. Cuando llegó a su lado, estiró el brazo y le clavó la boca de la pistola en la mejilla. MacSwain gimoteó y cerró los ojos con fuerza, esperando a que Fabel le arrancara la cara y la vida de un disparo.

– Tú, hijo de… -dijo Fabel con una voz tranquila y pausada. Miró a Werner y a Sülberg, que permanecían callados. Volvió a mirar a MacSwain. Soltó un poco la presión en la pistola y volvió a asirla con fuerza. Tenía el rostro desfigurado en una especie de mueca de desdén. En un solo segundo, una docena de imágenes le pasó por la cabeza: la mirada asustada y atormentada de Michaela Palmer; cuatro mujeres destripadas, preparadas para morir de la misma manera; los ojos sin vida de Paul Lindemann… Pero éste era el aprendiz, no el maestro. La de MacSwain era una mente enferma manipulada por una inteligencia mayor y aún más retorcida. Fue Vitrenko quien mató a la chica ucraniana y al anciano, a su propio padre. No era un trabajo para un aprendiz; era una obra maestra. Fabel apartó la pistola de la cabeza de MacSwain.

– ¡Vigílelo! -le gritó a Sülberg, que asintió resuelto y se acercó a MacSwain-. Werner, tú cuida de Anna.

– ¿Qué pasa con Vitrenko?

– Yo me ocupo de él -dijo Fabel. Y corrió hacia la puerta.

Fabel desapareció en la noche. Se detuvo y escudriñó los campos extensos y llanos. Se llevó la radio a los labios.

– ¿Maria?

Silencio.

– ¿Maria? Contéstame.-Seguía sin haber respuesta.

Sülberg, que estaba en el granero, debía de haberle escuchado. Su voz brotó de la radio preguntando a cada una de las unidades de Cuxhaven si habían visto a Vitrenko o a la Oberkommissarin Klee. Tres respondieron negativamente. El cuarto, igual que María, no respondió. Fabel entrecerró los ojos e inspeccionó en la oscuridad en busca de algún movimiento por las hileras verdes y negras de árboles y matorrales en el extremo más alejado de los campos. Vio algo muy poco definido, tanto que ni siquiera podía identificarse como una persona. Echó a correr en esa dirección.

– ¡Se dirige a la costa! ¡En dirección contraria al barco! -Fabel gritaba por la radio entre jadeos-. ¡Voy a perderlo entre los árboles!

Empezó a sentir una quemazón en los pulmones. El corazón le latía con fuerza.

Primero encontró al agente de la Schutzpolizei de Cuxhaven. Yacía de lado, con la SIG aún en la mano, arropado por las hierbas altas en la depresión que su propio cuerpo moribundo había formado al caer. A Fabel, la postura del policía muerto le recordaba a los cuerpos momificados de las víctimas de antiguos sacrificios que los arqueólogos aún rescataban de la turba en aquella parte de Alemania. Justo debajo de la oreja, recorriendo su garganta exactamente por debajo de la mandíbula, brillaba una cuchillada que, en la mortecina luz de la luna, resplandecía negra en la hierba. Para el joven agente de la Schutzpolizei, el silencio y la muerte habían llegado a la vez, y le habían robado el derecho a gritar mientras se le escapaba la vida.

– ¡María! -gritó Fabel en la oscuridad. Silencio. Entonces oyó algo parecido a un suspiro. Fabel giró unos sesenta grados a la derecha. A unos diez metros, Maria yacía medio escondida por las hierbas. Fabel corrió hacia ella y se dejó caer de rodillas a su lado. Estaba tumbada sobre la espalda, con la cara dirigida al cielo oscuro, en una postura que parecía casi relajada, como si hubiera buscado un momento de soledad para contemplar la luna y las estrellas. Sin volver la cabeza, movió los ojos para mirar a Fabel. Tenía los labios apretados con fuerzo y respiraba por la boca en pequeñas y profundas bocanadas. La empuñadura del cuchillo ceremonial le sobresalía del abdomen, justo por debajo del esternón. Le había introducido la hoja entera, sin tocar el corazón a propósito para no provocarle una muerte instantánea, sino para causarle suficientes daños internos como para que la supervivencia de Maria pendiera de un hilo.

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