Craig Russell - Muerte en Hamburgo

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Muerte en Hamburgo: краткое содержание, описание и аннотация

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El detective Jan Fabel se encuentra ante el caso más sanguinario y macabro de su historia profesional. Los cadáveres de dos mujeres a las que han arrancado los pulmones y las notas desafiantes de alguien que firma como «Hijo de Sven» son las únicas pistas de un asesino cuya motivación va más allá de la ira, acercándose a una suerte de ritual donde lo sagrado y lo monstruoso se dan la mano para teñir de escarlata toda la ciudad. Mientras Fabel avanza en la investigación, va quedando claro que se trata de algo mucho más complejo que el trabajo de un simple psicópata.

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Speicherstadt también es el mayor almacén de depósito del planeta: millones de toneladas de café, té, tabaco y especias se amontonan en dos mil quinientas hectáreas, junto con otros artículos más modernos como ordenadores, productos farmacéuticos y muebles. En los últimos años, se había producido una gran afluencia de marchantes de antigüedades que se habían establecido junto a las oficinas de los negocios marítimos y comerciales, y algunas de las empresas cafeteras habían abierto cafés para el público. Sin embargo, seguía siendo una parte muy activa de la vida de Hamburgo como una de las ciudades portuarias más importantes del mundo que era.

Fabel aparcó en la Deichstrasse, por fuera del propio Speicherstadt controlado por la aduana. Desenfundó la Walther P 99, comprobó el cargador y lo cerró de nuevo con la base de la mano antes de guardarla en la funda. Se bajó del coche y cruzó a pie el Kornhausbrücke, que se extendía sobre el estrecho Zollkanal; a su espalda, las torres de la Sankt Katharinen Kirche y de la Sankt Nikolai Kirche perforaban el cielo. Mientras atravesaba el puente, miró hacia el canal, rodeado por las fachadas de ladrillo rojo de los almacenes amenazadores. Ahora el sol estaba más bajo y daba mayor intensidad al rojo vivo de los ladrillos. Fabel sentía algo más que inquietud en el pecho. Pasó por el puesto de aduana y se dirigió hacia Sankt Annenufer. Dobló un par de esquinas y llegó a la estrecha calle adoquinada que Mahmoot le había mencionado por teléfono.

Estaba más oscuro en Speicherstadt que en la ciudad que se extendía más allá. Ahora el sol estaba tan bajo que no podía colarse por entre las descomunales catedrales de comercio victorianas. En aquella avenida no había oficinas ni cafeterías a nivel de calle; las ventanas de los almacenes estaban oscuras. Fabel oía cómo resonaban sus pasos en la calle vacía. Casi pasó de largo del número que le había dado Mahmoot. Un pequeño cartel indicaba que el almacén estaba ocupado por Klimenko International. Había una puerta doble en forma de arco y ninguna ventana a nivel de calle. Fabel giró el pomo de hierro y empujó; estaba abierto. Entró en un espacio amplio puntuado por hileras de columnas de ladrillo y hierro que soportaban el peso de las plantas superiores. El local tendría casi nueve metros de altura, y Fabel calculó que habría unos cuatrocientos metros cuadrados de superficie. No había nada, excepto un despacho modular elevado situado en el otro extremo del almacén. Estaba oscuro. Sólo uno de los muchos fluorescentes estaba encendido; al fondo del almacén, las ventanas, que más bien eran arcadas acristaladas, tenían una capa espesa de polvo, y el atardecer veraniego quedaba reducido a un débil resplandor naranja. Detrás de él, la puerta se cerró de golpe, lo cual provocó que Fabel se sobresaltara y el ruido retumbara en la inmensidad del almacén. Si ahí dentro había alguien, Fabel acababa de anunciarle su llegada.

Desenfundó la Walther y empujó la cureña hacia atrás. Escudriñó el almacén, comprobando que no hubiera ningún movimiento en las columnas, aunque eran bastante estrechas y un hombre habría tenido serias dificultades para esconderse detrás. Si había alguien, estaba en el despacho modular o detrás del mismo. Fabel se desplazó a su derecha, acercándose a la pared para reducir su vulnerabilidad y, apoyando la mano derecha en la izquierda, extendió el arma, manteniéndola a la altura de los ojos. Avanzó hacia la pared hasta que estuvo paralelo al despacho. Preparado para disparar, dio un paso rápido y decidido hacia un lado para inspeccionar la parte trasera. No había nadie. Relajó la tensión de los brazos un poco y avanzó con rapidez por el exterior del despacho. Fabel apoyó la espalda en la pared. El enladrillado sobre el que descansaba el módulo le quedaba a la altura de la cintura, así que calculó que la cabeza le quedaría justo a la altura del suelo. Pegó el oído a la pared, pero no oyó nada. Con cuidado, Fabel rodeó el despacho hacia los escalones y los subió despacio, con la automática apuntando a la puerta. Seguía sin oír ningún sonido procedente del interior. Acababa de colocar la mano en el pomo de la puerta cuando lo notó: el disco duro y frío de la boca de una pistola presionándole la nuca.

– Por favor, Herr Fabel. No se mueva… -Era una voz de mujer y hablaba alemán con un acento muy fuerte-. Retire el índice del gatillo y levante el arma por encima de la cabeza.

Fabel obedeció y notó que le arrebataba la Walther con un movimiento rápido y fluido. Se quedó mirando la pintura verde desconchada de la puerta del despacho y se preguntó si aquélla sería la última imagen que retendría su cerebro. Su mente trabajaba a toda velocidad, intentando recordar desesperadamente las estrategias de negociación para situaciones como aquella que había aprendido en los seminarios de formación. Entonces, la puerta del despacho se abrió. Delante de él, apareció un hombre bajito y fornido de unos setenta años. Fabel reconoció las facciones eslavas de su rostro. Pero sobre todo reconoció los ojos verdes, casi luminosos y penetrantes del hombre que le había atacado en el piso de Angelika Blüm.

Viernes, 20 de junio. 21:10 h

Sankt Pauli (Hamburgo)

Mientras MacSwain le abría la puerta del copiloto del Porsche plateado, Anna paseó la mirada tranquilamente por la calle. El maltrecho Mercedes amarillo del equipo de vigilancia estaba aparcado unos veinte metros más abajo, y vislumbró un débil movimiento detrás del parabrisas. Estaban en posición y preparados. Anna sonrió a MacSwain y subió al coche. Miró el reducido espacio del asiento trasero del Porsche y vio una gran cesta de mimbre sobre la tapicería de piel. MacSwain ocupó su lugar al volante y se fijó en su mirada de curiosidad.

– ¿La has visto? -dijo sonriendo con complicidad-. He pensado que podríamos hacer un picnic.

La sonrisa de Anna sugería que estaba intrigada y tranquila, pero el nudo que tenía en la boca del estómago se tensó: una cesta de picnic sugería una ubicación remota. Y cuanto más remota fuera la ubicación, más difícil le resultaría al equipo de refuerzo seguirlos sin pasar desapercibido. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no mirar por el retrovisor exterior de MacSwain y comprobar que sus refuerzos iban detrás.

– Bueno… -comenzó en un tono intrigado-, ¿adónde vamos?

– Es una sorpresa -dijo MacSwain con una sonrisa, pero sin apartar la vista de la carretera.

Anna estaba sentada medio girada, observando el perfil de MacSwain. Había adoptado una postura relajada y cómoda, pese a la tensión fría que sentía en cada mínimo movimiento.

Anna repetía por dentro la frase «No me encuentro muy bien» una y otra vez, como si quisiera colocarla en un primer plano de su mente y tenerla a mano.

Salieron de Sankt Pauli. Fueron hacia el este y luego al sur.

«No me encuentro muy bien»: Anna coreó la frase de nuevo, y su mente se aferró a ella como una mano avariciosa.

Viernes, 20 de junio. 21:05 h

Speicherstadt (Hamburgo)

Fabel estaba en lo cierto: no había espacio detrás de las columnas para que se escondiera un hombre. Pero sí para que una mujer delgada y ágil, de pelo rubio iridiscente y un aura de juventud, esperara sin ser vista; colocada estratégicamente para situarse con pasos rápidos y silenciosos detrás de cualquier persona que intentara subir los escalones de la puerta del despacho.

En cuanto la mujer lo desarmó, la boca del arma dejó de presionarle la nuca, y el temor de Fabel disminuyó un poco. Al mirar detrás del eslavo, que estaba en la puerta, vio a Mahmoot sentado al fondo del despacho. No parecía nada relajado y tenía un moratón en la parte derecha de la frente. Aparte de eso, parecía estar bien. El eslavo se hizo a un lado para dejar entrar a Fabel. Si quería hacer algún movimiento, tenía que ser ahora. Pero no pudo hacer nada. Era como si el eslavo le hubiera leído el pensamiento.

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