– Oh, ya lo he hecho, Herr Erster Bürgermeister. -Fabel se volvió hacia Werner y extendió la mano. Werner le entregó una bolsa de pruebas de plástico transparente. En su interior había una gruesa libreta, cuya encuadernación de cuero tenía manchas de humedad y dejaba ver el paso del tiempo-. Franz el Rojo Mülhaus sabía que le había llegado la hora. Sabía que las autoridades lo encontrarían. Sin embargo, estaba dispuesto a no dejarse atrapar vivo. También albergaba serias dudas sobre la lealtad de sus subordinados. En especial de su lugarteniente, a quien la periodista Ingrid Fischmann identificó como Bertholdt Müller-Voigt. Ese ayudante de Mülhaus era también el que había conducido la furgoneta cuando secuestraron a Werner, el industrial, ocho años antes. Si bien el resto del grupo se esfumó después del secuestro de Wiedler, las autoridades pudieron identificar a Franz el Rojo y al holandés, Piet van Hoogstraat, quienes se vieron obligados a seguir viviendo como fugitivos, financiados por sus ex compañeros.
– Fabel… -Schreiber suspiró y, con un gesto de dolor, giró la cabeza hacia Van Heiden-. ¿No podemos hablar de esto en otro momento?
– Eso fue lo que ocurrió aquel día de 1985 en el andén de Nordenham -continuó Fabel, como si Schreiber no hubiese dicho nada-. El holandés, Van Hoogstraat, no compartía el fervor revolucionario de Mülhaus. Estaba agotado, después de casi una década de vivir siempre huyendo. Quería una salida sin tener que pasar la mayor parte del resto de su vida tras las rejas. De modo que cerró un trato. Un trato que le garantizaría una sentencia reducida. Un trato concebido por los restantes miembros de la banda que querían cerrar ese capítulo de sus vidas. Un trato concebido por el segundo de Mülhaus y negociado desde el anonimato por el jefe de planes del grupo, Paul Scheibe. Sabían que jamás atraparían vivo a Mülhaus, y que su muerte finalmente cerraría la puerta a esa amenaza de escarnio público y arresto. Ya habían comprado el silencio del holandés con el trato que habían hecho con las autoridades, pero el hecho de que Van Hoogstraat muriera en el andén fue como un beneficio adicional para ellos. El silencio se hizo total. Los Resucitados ya no resucitarían más.
Fabel hizo una pausa y miró la libreta embolsada que tenia en la mano.
– Qué extraño -añadió con una media sonrisa-. Fue el mismo Frank Grueber quien me dijo una vez que «la verdad es la deuda que tenemos con los muertos». -Fabel se acercó a la cama de Schreiber-. El misterio es cómo hizo Grueber para averiguar la identidad de los antiguos miembros de los Resucitados, puesto que los únicos que la conocían eran ellos mismos. Si Brandt hubiese sido el asesino, entonces tendría sentido… su madre, que justamente había pertenecido al grupo, podría habérselo contado a su hijo. Pero el secreto era tan grande, estaba tan celosamente protegido, que ella ni siquiera le dijo a Franz Brandt que Mülhaus era su padre. Entonces ¿cómo logro Frank Grueber descubrir la identidad de los otros? Después de todo, le habían adoptado a los once años y le habían criado en un universo diferente, con padres adoptivos adinerados, en Blankenese. Sus primeros años, que había pasado yendo de un lado a otro constantemente, privado de cualquier otra educación que no fuera el lavado de cerebro político que le hacían sus padres, debió de haberle parecido una pesadilla lejana. Pero había una cosa que sí recordaba. Como ya he dicho, Mülhaus no confiaba en ninguno de sus ex compañeros, pero había una persona en la que sí confiaba. Su hijo. Franz Mülhaus era arqueólogo, y debió de decirle al joven Frank que la tierra protege la verdad del pasado para las generaciones futuras. Le contó a su hijo que había enterrado la verdad en la tierra, cuidadosamente envuelta y protegida y escondida del mundo. Seguramente le hizo memorizar la ubicación para que, si Mülhaus era traicionado, entonces los otros no pudieran seguir viviendo impunes y libres.
Hans Schreiber permaneció inmóvil y sin decir nada, mirando el techo desde debajo de la frente inflamada y los párpados hinchados.
– Franz el Rojo Mülhaus enterró esta libreta, junto con numerosos documentos más, con relatos detallados sobre todo lo que ocurrió durante la vida activa de los Resucitados. También detalla meticulosamente el papel de cada miembro del grupo y sus responsabilidades especiales. Y hay un diario, además. Mi gente lo está leyendo en este preciso momento. Estoy seguro de que averiguaremos muchas cosas.
»Lo extraño es que… el único nombre que esperaba ver en la lista no está: Bertholdt Müller-Voigt. El no era la mano derecha de Mülhaus. Ni siquiera era miembro del grupo. Es más, creo que tampoco los apoyaba activamente o en secreto. Verá, las organizaciones terroristas como los Resucitados son como agujeros negros en el espacio. Son pequeños pero su masa, su influencia en todo lo que los rodea, es enorme. La gravedad que generan absorbe todo lo que se encuentra a su alcance. Tomemos, por ejemplo, a un joven abogado y periodista de izquierdas que empieza como simpatizante y luego se convierte en miembro. Más tarde, en el número dos de la organización. No Müller-Voigt. Su única conexión con los Resucitados era que, al igual que Mülhaus, tuvo una relación con Beate Brandt. Algo que usted y Paul Scheibe no pudieron perdonarle, porque los dos estaban obsesionados con ella. Por eso usted no pudo resistirse, veinte años después, a conspirar para poner pruebas en manos de Ingrid Fischmann que parecían incriminarlo, aunque no tantas como para reactivar el interés en los Resucitados. Fue un juego peligroso, en especial cuando su propia esposa empezó a caldear los ánimos. Pero la cuestión es que Müller-Voigt nunca cruzó la línea. Se apasionaba por el medio ambiente y la justicia social, pero sus principios también se extendían a no sustraer vidas humanas. Ingrid Fischmann se equivocó de político, ¿verdad, Herr Erster Bürgermeister?
– Por Dios, Fabel -dijo Van Heiden-. ¿Está seguro de esto?
– No hay dudas. Aquí está todo. -Fabel levantó la libreta-. Corroborado por las otras pruebas que Mülhaus dejó enterradas. Encontramos todo en el sótano de Grueber. Fue así como me enteré de que él iba tras Schreiber. Se había guardado al mejor para el final.
Werner dio un paso adelante.
– Hans Schreiber, está usted bajo arresto por el secuestro y homicidio de Thorsten Wiedler, en o después del 14 de noviembre de 1977. Estoy seguro de que usted, como abogado diplomado, conoce sus derechos bajo la Ley General de la República Federal de Alemania.
Febrero de 2006,
seis meses después del primer asesinato
Barmbek, Hamburgo
Hamburgo parecía irreal, como la fantasía que un pintor romántico podría tener de una ciudad. La gran cantidad de nieve había tomado por sorpresa a las autoridades, quienes tardaron bastante en limpiar las calles y aceras principales. Luego había dejado de nevar y las nubes se habían disipado, pero la temperatura había descendido abruptamente y las mantas de nieve que cubrían los tejados, los parques y los bordes de las calles estaban congelándose a gran velocidad y resplandecían bajo un luminoso cielo azul.
El geriátrico en el que vivía Frau Pohle se encontraba en Barmbek, al otro lado de la ciudad. Fabel había telefoneado a la directora, Frau Amberg, para organizar el encuentro.
– Frau Pohle está un poco confundida, Herr Fabel. Le resulta difícil recordar detalles del día anterior, pero tiene una memoria excelente de cosas que ocurrieron hace varias décadas. Me temo que eso es típico de la clase de demencia incipiente que ella padece. Y puede angustiarse con facilidad. Me preocupa que su visita la perturbe.
Читать дальше