Craig Russell - Resurrección

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En la tercera novela de la serie de Jan Fabel, un temible asesino que cree haberse reencarnado, se venga de aquellos que le traicionaron en una vida anterior…
El detective Jan Fabel y su equipo se enfrentan a una serie de homicidios: un político de izquierdas y homosexual confeso, y un prestigioso científico. Ambos fueron asesinados siguiendo el mismo método: los cuerpos tenían el cuero cabelludo seccionado y, sobre ellos, un pelo rojo teñido en la escena, procedente de la misma cabeza y cortado veinte años antes.
Fabel descubre que las víctimas pertenecían a un grupo anarquista de los años 70. Mientras tanto, los demás miembros del grupo, que habían tratado de dejar atrás su pasado, se dan cuenta de que un temible asesino va tras ellos.

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– ¿Por qué? -Maria encontró, en alguna parte, fuerzas para hacer esa pregunta.

– ¿Por qué? ¿Por qué hago esto? Porque él me traicionó. Todos ellos. Hicieron un trato con las autoridades fascistas y me vendieron. Mi vida. Piet van Hoogstrat era la única otra persona que la policía tenía identificada, de modo que lo mandaron a él para que me señalara. Pero fue Paul Scheibe el que lo negoció todo, desde una distancia segura. Los otros le hicieron caso. Incluso Cornelius, mi amigo. -Se volvió hacia Maria. Había una insinuación de lágrimas en sus ojos-. Yo morí, Maria. Morí. -Apoyó una mano en el pecho-. Todavía siento el lugar en el que me entraron las balas. Te vi morir, y luego morí yo, de rodillas, en aquel andén.

– ¿De qué hablas? ¿A qué te refieres con que moriste? ¿Quién crees que eres, Frank?

Él enderezó la espalda.

– Soy Franz el Rojo. Soy eterno. He vivido desde hace casi dos mil años. Y probablemente desde antes, pero aún no lo puedo recordar. Fui un guerrero que entregó la vida como sacrificio para su pueblo, para la renovación de la Tierra. Dos veces. Una vez, hace un milenio y medio; la segunda vez, como Franz el Rojo Mülhaus.

– ¿Franz el Rojo Mülhaus? -dijo Maria con tono de incredulidad-. Sin que ni siquiera entremos en todo el asunto de la reencarnación, has hecho mal las cuentas. Tú naciste mucho antes de que Mülhaus muriera.

– No lo entiendes -respondió él, con una sonrisa condescendiente-. Yo era el padre y el hijo. Mis vidas se superpusieron. Vi mi propia muerte desde dos perspectivas. Yo soy mi propio padre.

– Oh, ya veo. Lo siento, Frank. -Maria lo entendió todo-. ¿Franz el Rojo Mülhaus era tu padre?

– Siempre estábamos huyendo. Siempre. Tuvimos que teñirnos el pelo de negro. -Grueber se pasó la mano a través de su tupido pelo, que era demasiado oscuro-. Si no, todos hubieran notado nuestro pelo rojo. Y luego nos traicionaron. Mi madre y mi padre fueron asesinados por agentes de la GSGP. Un sacrificio organizado por estos traidores. Vi morir a mi padre. Le oí decir «traidores». Después, se me llevaron. Me adoptaron los Grueber, que no tenían niños porque no podían. Pero me criaron como si los primeros diez años de mi vida no hubieran ocurrido. Como si yo fuera de ellos desde siempre. Después de un tiempo, incluso yo mismo empecé a sentir que todo lo que había ocurrido antes había sido una pesadilla. Descubrí que no podía recordar cosas. Era como si hubieran barrido con toda aquella vida. Como si me la hubieran borrado.

– ¿Qué ocurrió, Frank? ¿Qué fue lo que te hizo cambiar?

– Estaba en la universidad, estudiando arqueología. Visité el Landesmuseum de Hanóver. Fue allí donde lo vi. A Franz el Rojo. Estaba acostado en una vitrina, con la cara tan podrida que casi le había desaparecido, pero con esa gloriosa melena de pelo rojo todavía intacta. Entonces supe, en ese instante, que estaba mirando los restos de un cuerpo que yo había ocupado una vez. Me di cuenta de que podemos vernos como fuimos antes. Como vivimos antes. Fue entonces cuando todo volvió a mí. Recordé que mi padre me había dicho que había escondido una caja en un viejo yacimiento arqueológico. Me había dicho que si alguna vez le ocurría algo, yo tenía que encontrar la caja y sabría la verdad.

Grueber dejó que la gruesa lámina de plástico cayera y ocultara el horror del cuerpo despellejado de Tamm. Se acercó a uno de los armarios colocados contra la pared del sótano. Cuando le dio la espalda, Maria se debatió con furia para liberar las manos de las ligaduras, pero estaban demasiado apretadas. Grueber sacó una oxidada caja de metal del armario.

– El diario secreto de mi padre y detalles de su grupo. Recordé dónde había dicho que la había escondido, exactamente. Fui, la desenterré, y esta caja me contó toda la historia, y me proporcionó los nombres de todos los traidores. -Grueber hizo una pausa-. Pero fue más que mis recuerdos de la infancia lo que regresó aquel día cuando vi a Franz el Rojo. Fue toda mi memoria. Mis recuerdos de todo lo que ocurrió antes de esta vida. Supe que el cuerpo que estaba mirando había sido mío una vez. Que yo lo había habitado más de mil quinientos años antes. También supe que había habitado el cuerpo de mi padre. Que el padre y el hijo eran uno. El mismo.

– Frank… -Maria miró aquel rostro pálido y juvenil. Recordó que lo había bautizado como Harry Potter la primera vez que lo había visto. Que siempre le había parecido un buen hombre. Un hombre amable-. Estás enfermo. Deliras. Sólo vivimos una vez, Frank. Tú lo tienes todo… enredado en la cabeza. Lo entiendo. En serio. Ver cómo mataron a tus padres así. Escucha, Frank, quiero ayudarte. Puedo ayudarte. Sólo desátame.

Grueber sonrió. Llevó a Maria a una silla y la obligó a sentarse.

– Sé que tienes buenas intenciones -dijo-, y sé que cuando dices que quieres ayudarme eres sincera y no intentas engañarme. Pero esta noche, Maria, el mayor traidor de todos ellos va a morir. Él era mi mejor amigo, mi delegado en los Resucitados. Él planeó el secuestro de Wiedler. Él tiró del gatillo que mató a Wiedler. Un acontecimiento que trató de enterrar, junto conmigo. Me consideraba un estorbo para sus ambiciones políticas. Las mismas ambiciones que sigue teniendo hoy. Pero esta noche, esas ambiciones, y su vida, llegarán a su fin. No puedo permitir que interfieras con lo que tengo planeado para esta noche, Maria. Lo siento, pero no…

Grueber sacó un rollo de resistente cinta de embalar y envolvió con ella el torso de Maria y el respaldo de la silla, sujetándola con fuerza.

– Realmente no puedo permitir que me detengas… -dijo, buscando el estuche de terciopelo.

22.30 H, OSDORF, HAMBURGO

Fabel y Werner aparcaron delante de la casa de Grueber. Los dos coches plateados y azules de la Polizei de Hamburgo que los seguían habían apagado las luces policiales en la esquina y aparcaron detrás de Fabel. Cuatro agentes uniformados salieron de ellos.

El teléfono móvil de Werner sonó justo cuando todos estaban reunidos en la acera. Después de una breve conversación con respuestas de una sola palabra, Werner colgó y se volvió hacia Fabel.

– Era Anna. Ni ella ni Henk han podido contactar con Maria en su teléfono móvil ni en el número de su casa. Han ido a su apartamento. No hay nadie. Ahora vienen hacia aquí. -Werner alzó la mirada hacia el imponente bulto de la mansión de Grueber-. Si Maria está en alguna parte, es allí dentro…

– De acuerdo. -Fabel se volvió hacia los agentes uniformados-. Dos de ustedes, vayan hacia atrás. Ustedes dos, vengan con nosotros.

La entrada principal de la casa de Grueber estaba hecha de roble y tenía la silueta y sustancia del portón de una iglesia. Estaba claro que no cedería con facilidad a un ariete, de modo que Fabel ordenó a los uniformados que reventaran uno de los enormes ventanales rectangulares. Recordaba aproximadamente la distribución de la casa por el breve tiempo que había pasado allí como invitado de Grueber, y los guió hasta el estudio de éste.

– Cuando rompamos la ventana, tenemos que entrar y encontrar a Maria lo antes posible.

A la señal de Fabel, los dos policías uniformados clavaron el ariete con fuerza y velocidad en el centro de la ventana, haciendo añicos el cristal y los soportes de madera que sostenían las hojas de vidrio. El espacio que quedó no era lo bastante grande como para permitir el ingreso de un hombre, de modo que usaron el ariete dos veces más. Fabel sacó de la cartuchera su pistola automática reglamentaria y trepó por la ventana rota. Cayó sobre el escritorio de Grueber y mandó al suelo la cabeza reconstruida de una niña de dos mil quinientos años de edad. Werner y los dos uniformados lo siguieron.

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