Diez minutos después estaban en el vestíbulo principal, a los pies de la escalera. Habían revisado cada habitación, cada armario. Nada. Fabel, incluso, llegó a gritar el nombre de María al vacío de una casa que sabía que estaba deshabitada.
Se oyó un golpe en la puerta y Fabel la abrió para dejar pasar a los otros agentes uniformados.
– Hemos revisado los jardines y el garaje. Allí no hay nadie, Herr Erster Hauptkommissar.
Un coche aparcó fuera y Anna y Henk llegaron corriendo al pasillo.
– Nada… -dijo Fabel con tristeza-. Es evidente que se la ha llevado.
– Herr Erster Hauptkommissar -exclamó uno de los agentes uniformados desde detrás de la ornamentada escalera-. Aquí hay una especie de puerta. Podría ser un sótano…
22.40 H
Frank Grueber había desarrollado sus conocimientos durante toda su vida. Tenía estudios formales de arqueología e historia, pero además había pasado gran parte de su tiempo libre aprendiendo una gran cantidad de habilidades diversas. Sus adinerados padrastros le habían proporcionado los medios con los que convertir su vida entera en un continuo programa de aprendizaje, un interminable preparativo para la misión de su vida. Ahora, allí de pie delante de la casa de su último objetivo, el sentido de convergencia alcanzó un punto máximo. Abrumador.
Grueber se quedó de pie en la entrada para coches, con el estuche de terciopelo en una mano, la pistola reglamentaria de Maria en la otra, cerrando los ojos y tomando un largo, lento, profundo respiro. Dejó que su cuerpo se vaciara de toda emoción. Permitió que la gran calma descendiera sobre él, la calma que le permitiría actuar con una precisión perfecta y una eficiencia letal.
Zanshin.
22.40 H, OSDORF, HAMBURGO
La puerta pequeña y cerrada con llave estaba hecha del mismo roble grueso de la de la entrada y no cedía a las patadas de los agentes de policía. Por fin, después de varios golpes fuertes con el ariete, cedió.
– ¡Maria! -gritó Fabel mientras se abalanzaba encima de la puerta y pasaba al sótano.
– ¡Por aquí!
Fabel siguió la voz corriendo por el amplio sótano. La encontró atada a una silla, cerca de la zona rodeada por cortinas de plástico.
– Grueber… -dijo ella-. Es Frank. Está loco. Cree que es la reencarnación de Franz el Rojo Mülhaus… Creo que debe de ser el verdadero hijo de Mülhaus.
– Así es -dijo Fabel mientras le desataba las manos y luchaba con la cinta de embalar. Señaló con un movimiento de la cabeza la zona de las cortinas de plástico.
– Cornelius Tamm -dijo ella. Fabel usó un cortaplumas para cortar la cinta. Ella se puso de pie-. Créeme, Jan. No es agradable. Pero tendrás que dejarlo así por ahora… Ha ido a buscar a su última víctima.
– ¿Quién?
– Bertholdt Müller-Voigt. Frank dijo que iba a coger al miembro más antiguo del grupo después de Mülhaus. También dijo que era político. Mira eso. Aquella caja. Mülhaus la enterró y le dijo a Frank dónde encontrarla después de su muerte. Tiene todos los nombres.
Fabel abrió la caja. Había varias libretas, un diario, una pequeña bolsa de plástico, una fotografía y un libro de contabilidad. Todo estaba encuadernado con un cuero marrón que se había deslustrado después de haber estado enterrado en la tierra húmeda. Fabel examinó la fotografía. Una imagen de familia: Mülhaus, una mujer de pelo largo y color hueso que Fabel supuso que sería Michaela Schwenn y un muchacho de unos nueve años, claramente Grueber. Pero fue la mujer la que llamó la atención a Fabel.
– Mierda, Maria -dijo, pasándole la fotografía a ella-. Michaela Schwenn… podrías ser tú… la similitud es asombrosa…
Maria contempló la imagen. Fabel revisó el resto del contenido de la caja. Sacó la bolsa de plástico y vio que contenía un grueso mechón de pelo rojo. Grueber había puesto uno en cada escena y, cuando al equipo forense de la primera escena se le había pasado por alto, Grueber lo había encontrado. Fabel hojeó cada una de las libretas, absorbiendo la información lo más rápido posible para hallar el dato que necesitaba. Y lo encontró.
– Vamos… -Avanzó hacia la puerta del sótano y ordenó a dos de los agentes uniformados que permanecieran allí y protegieran la escena-. Te equivocaste de político, Maria… Y creo que sé adonde lo llevará.
Por un momento, Maria siguió contemplando la imagen de una mujer que parecía exactamente igual a ella. Luego dejó caer la fotografía en su caja y salió del sótano detrás de Fabel.
Jueves 15 de septiembre de 2005,
veintiocho días después del primer asesinato
Estación de ferrocarriles de Nordenham, 145 kilómetros al oeste de hamburgo.
Fabel había dejado su coche abandonado, mal aparcado y de lado, con los faros todavía encendidos y, junto a Werner, había dado la vuelta al extremo sur del edificio de la estación. Siguiendo sus órdenes, Anna, Maria y Henk avanzaron hasta el extremo norte. Los agentes uniformados de Nordenham, para la intensa irritación de Fabel, habían anunciado su llegada desde varios kilómetros de distancia, con luces y sirenas atronando en la fresca noche. Tres divisiones rodearon el edificio desde atrás y desde los costados, mientras que otras tres frenaron sus coches en el otro extremo de las vías, con las luces de los faros apuntando al andén y al edificio de la estación.
Después de las sirenas, después de las carreras y después de las órdenes dadas a gritos, de pronto todo quedó muy silencioso. Fabel estaba en el andén y cobró conciencia de su respiración agitada: la oía en el repentino silencio, la veía florecer bajo la forma de grises nubecillas en el aire quieto, delgado y frío. Le invadió una profunda sensación de inquietud. Parecía haber algo inevitable, una surrealista familiaridad en el hecho de que ese grupo de personas se reunieran en ese lugar y a esa hora. La sensación de un destino que se cumplía.
Pero era otro grupo de personas quienes habían forjado el molde de ese destino. Todo había estado muy bien organizado. Nadie prestaría demasiada atención ni buscaría significados ocultos en la muerte de un asesino y terrorista. Con la desaparición de Franz Mülhaus, parecería que el jefe, el cerebro y el corazón de los Resucitados había sido extirpado. Su muerte equivalía a la muerte de la organización. El trato que Paul Scheibe había negociado anónimamente con los servicios de seguridad era que no se harían más investigaciones sobre los Resucitados. Y, por supuesto, ellos por su parte garantizaron que los Resucitados, simplemente, desaparecerían.
Los faros de los coches de la policía de Nordenham, ubicados al otro lado de las vías, iluminaron a las siluetas del andén como intérpretes en un escenario. Sus exageradas sombras se agigantaron en la fachada de la estación.
Fabel sacó su pistola automática reglamentaria y corrió hacia ellos.
– Yo pararía ahí, en su lugar -le gritó Frank Grueber. La hoja que tenía en la mano brilló con un resplandor frío y entusiasta en la oscuridad de la noche. Grueber había obligado a arrodillarse al hombre que tenía delante-. ¿Cree que me importa si muero aquí, Fabel? Soy eterno. La muerte no existe. Sólo hay olvido… olvido de lo que fuimos antes.
La mente de Fabel corrió a toda velocidad por las mil maneras posibles en que todo esto podría acabar. Cualesquiera que fuesen sus próximas palabras, cualquier acción que emprendiera en ese momento, tendría consecuencias; pondría en movimiento una cadena de acontecimientos. Y uno de los efectos totalmente probable sería la muerte de más de una persona.
El peso de la responsabilidad le producía dolor de cabeza. A pesar de la época del año, el aire de la noche parecía escaso y estéril en su boca, y formaba grises fantasmas con su aliento, como si al llegar juntos a ese momento, a ese paisaje de llanura, en realidad hubiesen alcanzado una gran altura. Daba la impresión de que el aire era demasiado endeble como para transportar cualquier otro sonido que no fueran los jadeos y sollozos desesperados del hombre arrodillado. Fabel echó un vistazo a sus agentes, que estaban en pie, apuntando, en esa postura dura y de músculos tensos de aquellos que se encuentran al borde de la decisión de matar. Fue a Maria a quien más atención prestó, a su rostro blanco, los ojos de un celeste resplandeciente, los huesos y tendones de sus manos tensando la piel mientras aferraba su automática Sig-Sauer.
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