Craig Russell - Resurrección

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En la tercera novela de la serie de Jan Fabel, un temible asesino que cree haberse reencarnado, se venga de aquellos que le traicionaron en una vida anterior…
El detective Jan Fabel y su equipo se enfrentan a una serie de homicidios: un político de izquierdas y homosexual confeso, y un prestigioso científico. Ambos fueron asesinados siguiendo el mismo método: los cuerpos tenían el cuero cabelludo seccionado y, sobre ellos, un pelo rojo teñido en la escena, procedente de la misma cabeza y cortado veinte años antes.
Fabel descubre que las víctimas pertenecían a un grupo anarquista de los años 70. Mientras tanto, los demás miembros del grupo, que habían tratado de dejar atrás su pasado, se dan cuenta de que un temible asesino va tras ellos.

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Minks respondió, pero su voz se había alejado demasiado y ella no pudo entender la respuesta.

– ¿Por qué no puedo oírle? -Había una nueva magnitud en su miedo. Ardía como un horno, fuerte y profundo-. ¿Por qué no puedo oírle? -le gritó al cielo oscuro con esa luna demasiado grande.

Vasyl Vitrenko se inclinó hacia delante y movió la cabeza para besarla en la frente. Sus labios eran secos, fríos.

– Porque estás equivocada, María. -En su voz había un fuerte acento de Europa del Este-. El doctor Minks no está aquí. Ésta no es una de tus sesiones de hipnoterapia. Esto es real. -Buscó dentro de su capa negra, que se revolvía por el viento-. Esto no es ningún sueño. Y no hay nadie aquí excepto tú y yo. Solos.

María quiso gritar pero no pudo. En cambio, contempló, como si estuviera hipnotizada, el maligno brillo de la luna reflejado en el cuchillo largo y de hoja ancha de Vasyl Vitrenko.

9.10 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

Kristina nunca había visto un cuero cabelludo humano, pero supo con una certeza absoluta que eso era precisamente lo que estaba mirando. Al principio, el color del pelo le había impedido identificarlo como algo humano. Rojo. Un rojo antinatural.

Pero ya no había dudas en su mente de que se trataba del pelo de un hombre, un pelo húmedo y brillante. Y de la piel, un disco de piel grande y hecho jirones. Lo habían clavado a la puerta del baño con tres chinchetas. La parte superior estaba doblada y dejaba el descubierto la fruncida y sanguinolenta parte de abajo, donde habían cortado y arrancado la piel del cráneo. Se había formado una inmensa mancha roja y brillante en forma de Y que caía por la madera de la puerta.

Sangre.

Kristina sacudió la cabeza. No, otra vez no. Ya había visto demasiada sangre en su vida, ya estaba bien. Ahora no, justo cuando ella había recuperado su vida. Era muy injusto.

Volvió a inclinarse hacia delante y sintió que sus piernas se estremecían, como si les costara sostener el peso de su cuerpo. Sí, había sangre, pero demasiada como para ser sólo sangre. Y el rojo era demasiado intenso. El mismo rojo subido que aparecía en el pelo empapado y apelmazado.

Su pulso retumbó en sus oídos, en un ritmo que se incrementó cuando un pensamiento simple pero obvio le cruzó la cabeza. ¿De quién era ese pelo?

Kristina extendió sus temblorosos dedos y los presionó contra un área de la superficie de madera de la puerta que no estaba manchada con ese rojo refulgente.

– ¿Herr Hauser…? -Su voz era aguda y trémula.

Empujó y abrió la puerta del baño.

9.12 H, Eppendorf, Hamburgo

Vitrenko sonrió a María. Cruzó el brazo alrededor de la espalda de ella y la acercó hacia él, como si estuvieran a punto de bailar. Ella pudo sentir la inflexible solidez de su cuerpo, apretado con fuerza contra el suyo.

– ¿Me amas? -le preguntó él.

– Sí -respondió ella, y lo decía en serio. Su terror disminuyó. Él separó su cuerpo del de ella pero siguió agarrándolo con firmeza. Levantó el cuchillo y pasó su afilado borde por sus hombros y sus pechos y lo dejó quieto, con su punta fría y aguda presionando ligeramente el espacio blando justo debajo del esternón.

– ¿Quieres que lo haga? -preguntó-. ¿Otra vez?

– Sí. Quiero que lo hagas otra vez. -Ella miró esos ojos verdes que seguían relampagueando con un brillo frío y cruel.

Se oyó el estallido de un trueno. Luego otro. Ella sintió que la presión de la punta del cuchillo sobre su abdomen se incrementaba, y el agudo dolor cuando la hoja penetró en su piel. Hubo dos fuertes truenos más y el mundo que la rodeaba se disolvió en la oscuridad.

Abrió los ojo sy se encontró mirando al doctor Minks. Él tenía las manos juntas y hacia delante, como si hubiera estado aplaudiendo: el trueno que la había traído de regreso. Ella se enderezó y recorrió el despacho con la mirada, como si estuviera asegurándose de que había vuelto a la realidad.

– Me ha dejado fuera, María -dijo él-. No ha querido que estuviese allí

– Él tomó el control -dijo ella, y tosió cuando se dio cuenta de que le temblaba la voz.

– No, no es cierto -dijo el doctor Minks-. Usted tomó el control. Él no existe en sus sueños, usted lo recrea. Usted controla sus palabras y sus acciones. Fue su voluntad la que decidió excluirme. -Hizo una pausa y volvió a desplomarse en la silla examinando sus notas nuevamente, pero su ceño seguía fruncido-. ¿Vio las mismas edificaciones y los mismos motivos que antes?

– Sí. El galeón donde estaba la policía portuaria aquella noche y el castillo con el viejo granero. Lo que no entiendo es por qué todo es tan elaborado en el sueño. ¿Por qué él se ha puesto una armadura? ¿Y por qué todo parece haberse convertido en una especie de equivalente histórico?

– No lo sé. Podría deberse a que usted está tratando, en su mente, de ubicar todo lo que ocurrió aquella noche en el pasado… en un pasado lejano, casi como una vida anterior. ¿Usted siente que es la misma noche en que la apuñalaron?

– Sí y no. Es como la misma noche, pero en otra dimensión o universo o algo así. Como usted dice, es como si fuera en una época completamente diferente, también.

– Y, en esa situación, ¿usted deja que su atacante se le acerque? ¿Le permite un contacto personal íntimo?

– Eso es lo que nunca alcanzo a entender -dijo María-. ¿Por qué le dejo tocarme, cuando no puedo dejar que me toque nadie más?

– Porque él es el origen de su trauma. La fuente de su miedo. Sin este hombre, usted no tendría ningún estrés postraumático, ni afenfosfobia, ni ataques de pánico. -Minks cogió un grueso cuaderno encuadernado en cuero y comenzó a escribir en él. Arrancó una página y se la entregó a María-. Quiero que tome esto. Tengo la sensación de la terapia sola será insuficiente para el largo camino que debemos recorrer.

– ¿Drogas? -María no extendió la mano para coger la receta-. ¿Qué es?

– Propanolol, un betabloqueante. Lo mismo que le recetaría si tuviera presión alta. Es una dosis muy suave y quiero que tome sólo una tableta de ochenta miligramos en, bueno, en los días difíciles. Puede llegar a ciento sesenta miligramos si las cosas se ponen muy feas. Usted no padece de asma ni ningún problema respiratorio, ¿verdad?

María negó con un gesto.

– ¿Para qué sirve?

– Es un inhibidor noradrenalínico. Restringe los químicos que genera su cuerpo cuando siente miedo. O ira. -Empujó la receta en dirección de María y ella la cogió.

– ¿Afectará al desempeño de mi trabajo?

Minks sonrió y meneó la cabeza.

– No, no debería. A algunas personas las hace sentirse cansadas o aletargadas, pero no como si le diera Valium. Tal vez la haga un poco más lenta, pero no sentirá ningún otro efecto negativo. Y, como he dicho, sólo quiero que las tome cuando lo sienta realmente necesario.

El doctor Minks se puso de pie y le estrechó la mano a María. Ella notó que la palma del psicólogo era fresca y carnosa. Y bastante húmeda. Apartó su propia mano un poco demasiado rápido.

Después de confirmar la cita de la semana siguiente con la secretaria de Minks, María caminó hacia el ascensor. Al hacerlo, se detuvo para sacar dos cosas de su bolso. La primera era un pañuelo, con el que se limpió enérgicamente la mano que Minks le había estrechado. La segunda era su pistola reglamentaria, una Sig Sauer 9 mm automática, protegida en su funda con clip, que enganchó al cinturón antes de presionar el botón para llamar el ascensor.

9.12 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

Kristina Dreyer se quedó paralizada en el umbral del baño. Abrió la boca para gritar, pero su temor estranguló el sonido de su garganta. Durante cuatro años, dos veces a la semana, Kristina había limpiado el baño de Herr Hauser hasta que brillaba como un bisturí. Había cubierto cada superficie, barrido cada esquina, pulido cada grifo y cada accesorio. Era un espacio tan familiar para ella que podría haberlo recorrido con los ojos cerrados.

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