– ¿Herr Hauser? -gritó en el vestíbulo, hacia las silenciosas habitaciones que estaban al otro lado. Se esforzó por captar algún sonido, algún movimiento, alguna señal de que hubiera algo vivo en ese apartamento. Dio un salto cuando un coche pasó por la calle, afuera, y la percusión de una estrepitosa música de baile americana se sincronizó con la pulsación de la sangre que inundaba sus oídos. El apartamento siguió en silencio.
Avanzó lentamente por el vestíbulo hacia la sala, sosteniendo el detergente en una mano con vacilación, mientras la otra le proporcionaba un apoyo inseguro e iba recorriendo con el tacto las librerías que cubrían la pared del pasillo. Al hacerlo, Kristina no pudo evitar que sus temblorosos dedos registraran una insinuación de polvo en un anaquel, al que habría que dedicarle una atención especial.
Sintió que su nerviosismo disminuía cuando entró en la luminosa sala y no encontró nada impropio, salvo por el hecho de que Herr Hauser la había dejado especialmente desordenada: una botella de whisky y un vaso medio vacío reposaban sobre la mesa junto al sillón; había libros y revistas esparcidos sobre el sofá. Kristina siempre se preguntaba cómo alguien tan preocupado por el ambiente en general podía ser tan descuidado en su ámbito personal. La asidua limpiadora de los hogares de otras personas barrió la sala con la mirada, registrando y organizando mentalmente el trabajo que habría que realizar. Pero una Kristina anterior, una Kristina en tiempo pasado, le gritó desde lo más profundo de su interior que allí había muerte; su olor a mortaja flotaba en el aire viciado del apartamento.
Regresó al vestíbulo. Se detuvo de pronto, como si la energía necesaria para el más mínimo movimiento tuviera que ser desviada hacia su oído. Un sonido. Del dormitorio. Un tamborileo. Avanzó hacia la puerta del aposento. Volvió a decir «Herr Hauser» en voz alta e hizo una pausa. Ninguna respuesta, excepto ese ominoso sonido de la habitación. Aferró con más fuerza el frasco de detergente y abrió la puerta con tanta violencia que esta chocó contra la pared, regresó y se cerró con u' golpe en su cara. Volvió a empujarla, esta vez con más cuidad" El dormitorio era grande y luminoso, con paredes totalmente blancas y un pulido suelo de madera. La ventana estaba un poco abierta y una brisa agitaba las barras verticales de la persiana, que golpeaban rítmicamente contra la ventana Kris tina soltó el aliento que no sabía que estaba conteniendo con una risita que era al mismo tiempo un suspiro de alivio Pero la angustia no la abandonó del todo, y la hizo regresar al vestíbulo.
El vestíbulo tenía forma de L. Kristina avanzó con un poco mas de segundad y llegó al punto en que había un giro a la derecha que daba a un segundo dormitorio y al cuarto de baño Cuando dio la vuelta a la esquina, notó que la puerta del segundo dormitorio estaba abierta y dejaba pasar la brillante luz solar de las ventanas sobre la puerta del baño, que estaba cerrada. Kristina se quedó paralizada.
Había algo clavado a la puerta del baño. Sintió una nauseabunda oleada de terror. Era una especie de piel de animal, aunque Knstina no pudo deducir de qué clase. La piel estaba mojada y manchada con algo de un fuerte color rojo Daba la impresión de que la habían arrancado poco tiempo antes y aún había sangre corriendo por la superficie blanca de la puerta Avanzó muy lentamente hacia la puerta y contempló la piel, tratando de darle algún sentido. Su mano se estiró, como si fuera a tocarla, y sus dedos se detuvieron justo antes de llegar al cuero brillante y rojo.
El tiempo que su cerebro tardó en asimilar lo que sus ojos estaban viendo y en darle sentido fue demasiado corto como para medirlo. Un pensamiento simple, una simple declaración de hechos que penetró como un cuchillo en Kristina e hizo trizas en un instante su mundo ordenado. Oyó un alarido inhumano de terror que reverberó en las paredes del vestíbulo y salió tropezando por la puerta de la casa, que aún seguía abierta De alguna manera, mientras la frágil fibra del mundo de Kristina Dreyer se desgarraba, ella se dio cuenta de que el alarido era suyo.
Tanto terror, tantos recuerdos reprimidos durante tanto tiempo regresando en una oleada. Todo a partir de una sola impresión: lo que ella estaba mirando no era piel de animal.
9 10 H, EPPENDORF, HAMBURGO
María estaba en el centro del campo de su paisaje onírico. Como siempre ocurría en su sueño, la realidad aparecía exagerada. La luna que flotaba en el cielo era demasiado grande y brillante, como la luz de un escenario. El pasto que acariciaba sus piernas desnudas y que se arremolinaba en silencio siguiendo la orden de una brisa muda se movía de una forma demasiado sinuosa. No había sonidos. No había olores. Por el momento, el mundo de María se había reducido a dos sentidos: la vista y la sensación. Miró al otro lado del campo. Una voz suave con una insinuación de acento suabiano interrumpió el silencio. Una voz que pertenecía a algún lugar que no era el mundo en el que ella se encontraba.
– ¿Dónde estás ahora, María?
– Estoy allí. Estoy en el campo.
– ¿Es el mismo campo y la misma noche? -preguntó la voz incorpórea del psicólogo.
– No… no. Quiero decir, sí… pero todo es diferente. Es más grande. Más ancho. Es como el mismo lugar pero en un universo diferente. Un momento diferente. -A lo lejos pudo ver un galeón, cuyas grandes velas blancas se agitaban de una manera imaginaria por un débil viento, mientras navegaba hacia Hamburgo. Parecía avanzar a través del pasto que se agitaba, en lugar de agua-. Veo un barco. Un velero muy antiguo. Se aleja de mí.
– ¿Qué más?
Ella giró y miró en otra dirección. Un edificio roto, como un castillo en ruinas, aparecía pequeño y oscuro en el límite del campo, como si fuera el límite del mundo. Una luz fría y dura parecía brillar en una de las ventanas.
– Veo un castillo donde antes estaba al granero abandonado. Pero está muy lejos. Demasiado lejos.
– ¿Tienes miedo?
– No. No, no tengo miedo.
– ¿Qué otra cosa ves?
Ella se dio la vuelta y tuvo un pequeño sobresalto. El había estado allí, detrás de ella, todo el tiempo. Y como ella había tenido ese mismo sueño tantas veces antes, ya sabía que él iba a estar allí, y sin embargo volvió a asustarse cuando se lo encontró cara a cara otra vez. Pero, como en todos los sueños anteriores, no sintió nada parecido a ese temor crudo y descarnado que su rostro le producía en los momentos de vigilia, cada vez que lo veía en una fotografía o cada vez que resurgía de una manera repentina e incontrolable del oscuro vestíbulo de la memoria donde ella trataba de mantenerlo encerrado.
Era alto, y sus pesados hombros estaban recubiertos por una exótica armadura y una capa negra. Se quitó su ornamentado casco. Su rostro estaba construido con agudos ángulos eslavos y poseía una belleza insensible. Sus ojos, de un color verde penetrante, luminoso y espantosamente frío, ardieron en los de ella. Él sonrió; su sonrisa fue la de un amante, pero los ojos siguieron fríos. Se acercó tanto que ella pudo sentir su aliento helado.
– Está aquí -dijo María, mirando a los ojos verdes pero hablándole a un doctor en otra dimensión.
– Estoy aquí-dijo el eslavo de cruel belleza.
– ¿Tienes miedo? -La voz de Minks, la voz de otra dimensión, de pronto se volvió más apagada. Más lejana.
– Sí -respondió ella-. Ahora tengo miedo. Pero me gusta este miedo.
– ¿Sientes alguna otra cosa además de miedo? -preguntó Minks, pero su voz se había desvanecido hasta tal punto que ella casi no pudo oírla. María sintió que su temor se modificaba. Se agudizaba.
– Su voz se está apagando, doctor Minks -dijo ella-. Apenas puedo oírle. ¿Por qué su voz está más apagada?
Читать дальше