Craig Russell - Resurrección

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En la tercera novela de la serie de Jan Fabel, un temible asesino que cree haberse reencarnado, se venga de aquellos que le traicionaron en una vida anterior…
El detective Jan Fabel y su equipo se enfrentan a una serie de homicidios: un político de izquierdas y homosexual confeso, y un prestigioso científico. Ambos fueron asesinados siguiendo el mismo método: los cuerpos tenían el cuero cabelludo seccionado y, sobre ellos, un pelo rojo teñido en la escena, procedente de la misma cabeza y cortado veinte años antes.
Fabel descubre que las víctimas pertenecían a un grupo anarquista de los años 70. Mientras tanto, los demás miembros del grupo, que habían tratado de dejar atrás su pasado, se dan cuenta de que un temible asesino va tras ellos.

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Fabel sonrió alegremente.

– No lo sé, pero no cabe duda de que es ecológicamente correcta.

Susanne inclinó la cabeza ligeramente a un lado, una pose de concentración que, para Fabel, era exclusiva de ella.

– En serio, creo que la he visto antes. Es difícil mantenerse al día con las conquistas sexuales de ese tipo. Parece disfrutar de los titulares que genera en la prensa amarilla.

– Bueno, no parece estar tan entusiasmado con los titulares que Fischmann ha generado acerca de él… -Fabel se refería a Ingrid Fischmann, la periodista que se había empecinado en sacar a la luz a los políticos y celebridades que habían coqueteado con el extremismo o el terrorismo izquierdista durante los años setenta y ochenta.

– ¿Crees que eso es cierto, Jan? -Susanne se inclinó hacia delante, en una actitud casi conspiratoria-. Me refiero a que él estaba conectado con el caso Wiedler…

– No lo sé… Hay muchas especulaciones y datos circunstanciales. Pero nada que pudiera servir, ni siquiera remotamente, para presentar una acusación, en lo que respecta a la Polizei de Hamburgo.

– ¿ Pero?

Fabel torció la cara, como si estuviera tratando de sopesar lo imponderable.

– Pero quién sabe lo que la BKA tiene sobre él. -Fabel se refería a la Bundeskriminalamt, la Oficina Federal del Crimen. Había leído el artículo sobre Müller-Voigt que había escrito Fischmann, en el cual la periodista analizaba el secuestro y posterior asesinato en 1977 del acomodado industrial de Hamburgo Thorsten Wiedler. El empresario ordenó a su chófer que parara en la carretera ante lo que aparentaba ser un grave accidente. En realidad, el accidente había sido fingido por miembros de la notoria pandilla terrorista de Franz Mülhaus, un hombre de triste fama conocido como Franz el Rojo. El violento grupo que éste dirigía era tan nebuloso como la ideología que lo sustentaba, y Mülhaus era el único de sus miembros al que había podido encontrarse.

El grupo de Franz el Rojo disparó al chófer de Wiedler, metió al industrial en la parte trasera de una furgoneta y marchó. El chófer sobrevivió a sus heridas por muy poco. Wiedler, sin embargo, no sobreviviría a su cautiverio. Lo que había ocurrido exactamente con él seguía siendo un misterio. La última imagen que se conocía de Wiedler era su cara llena de hematomas y blanqueada por la luz del flash de la cámara sobre un periódico que sostenía entre sus manos y en el que se veía la fecha; en esa fotografía, que sus captores habían enviado a su familia y a los medios, la expresión de su cara era sombría. Se anunció que el industrial había sido «ejecutado», pero, a diferencia de otras víctimas del terrorismo, no habían dejado el cuerpo en ningún lugar en el que pudiera encontrarse. De esa manera, habían conseguido arrojar sombras sobre la fecha de la muerte de Wiedler y habían eliminado cualquier posibilidad de examinar su cadáver en busca de evidencias forenses. A pesar de cientos de detenciones, y del hecho de que todos sabían que el grupo de Mülhaus estaba detrás del secuestro, no se había condenado a nadie por el homicidio.

En su artículo, la periodista Ingrid Fischmann daba mucha importancia al hecho de que Bertholdt Müller-Voigt, que en aquella época era una figura política mucho más radical, había sido detenido e interrogado por la policía durante cuarenta y ocho horas. La verdad era que se había investigado a casi todos los activistas políticos en la desesperada búsqueda de Wiedler. Ingrid Fischmann, sin embargo, destacaba el hecho de que, si bien no se sabía nada de los otros miembros del grupo terrorista que había participado, había pruebas que sugerían que quien conducía la furgoneta en la que habían secuestrado a Wiedler se había convertido en una importante figura pública. Ella dejaba en manos de sus lectores la posibilidad de deducir que aquel chófer había sido Müller-Voigt, sin hacer ninguna acusación directa que le permitiera a él demandarla.

Fabel se volvió nuevamente para mirar al hombre pequeño y de aspecto bohemio con su sensual acompañante rubia. Estaban conversando sin mirarse, con expresiones huecas, como si se limitaran a llenar el silencio entre cada bocado con sus palabras. Müller-Voigt no parecía un probable sospechoso de terrorismo, pero su ideología política había sido extremista. En los años setenta y ochenta había frecuentado a Daniel Cohn-Ben-dit, Joschka Fischer y otros notables izquierdistas y verdes. En la actualidad su ideario político era difícil de definir. A pesar de la confusa ideología de sus propuestas, se las había arreglado para llegar al Senado de Hamburgo y era el Umweltsenator, el senador de Medio Ambiente del gobierno estatal de Hamburgo, cuyo jefe era el Erster Bürgermeister Hans Schreiber.

– En cualquier caso -concluyó Fabel-. Lo más probable es que jamás sepamos qué grado de participación tuvo en aquel suceso, si es que lo tuvo.

Boris regresó y apuntó su pedido. Durante el resto de la cena, mantuvieron esa charla frívola y ligeramente melancólica de una pareja al final de unas vacaciones que habían disfrutado mucho. Mientras comían y conversaban, el sol se derretía lentamente en el mar, derramando su color en el agua. Se tomaron su tiempo con la comida y los otros comensales empezaron a abandonar el restaurante, hasta que sólo quedó un puñado de mesas ocupadas y el murmullo de las conversaciones se hizo más suave. Cuando llegó el café, Lex, el hermano de Fabel, salió de la cocina y se acercó a la mesa. Su rostro estaba lleno de arrugas; tenía el aspecto de alguien que se había pasado la vida sonriendo. La madre de Fabel era escocesa, pero todos sus genes celtas parecían haberse concentrado en su hermano. Lex era mayor que Fabel, pero parecía el menor de los dos en espíritu. Siempre había sido Fabel, el más sensato, quien había sacado a su hermano mayor de apuros en Norddeich, donde habían pasado su infancia. En aquel entonces, la inmadurez de Lex había irritado a Fabel. Ahora la envidiaba. Lex seguía con su delantal de cocinero y sus pantalones a cuadros, y aunque sus bondadosos rasgos se abrieron en su habitual sonrisa, sus movimientos parecían cansados.

– ¿Una noche larga? -le preguntó Fabel.

– Todas las noches son así -dijo Lex, acercando una silla-. Y la temporada apenas acaba de empezar.

– Bueno, ha sido una cena verdaderamente maravillosa, Lex -dijo Susanne-. Como siempre.

Lex se inclinó, levantó la mano de Susanne y se la besó.

– Eres una dama muy inteligente y con mucho criterio, Susanne. Y por eso me resulta mucho más difícil entender por qué te has quedado con el hermano equivocado.

Susanne sonrió ampliamente y estaba a punto de decir algo cuando el sonido de unas voces alzadas atrajo la atención de los tres hacia la mesa que estaba en un rincón. La acompañante de Müller-Voigt se levantó de pronto, tirando la silla hacia atrás, y arrojó su servilleta sobre el plato de postre. Siseó a Müller-Voigt, que seguía sentado, algo que ellos no pudieron descifrar, y salió del restaurante. Müller-Voigt se limitó a contemplar su plato, como si pudiera averiguar allí qué tenía que hacer a continuación. Le hizo un gesto a Boris con su tarjeta de crédito, pagó sin fijarse en la cuenta y salió del restaurante sin mirar a ninguno de los otros comensales.

– Tal vez tuviera algo que ver con su posición sobre los gases invernadero -dijo Fabel con una sonrisa.

– Ha venido aquí unas cuantas veces en el último mes -intervino Lex-. Al parecer tiene una casa en la isla. No sé quién es la chica, pero no siempre está con él. Y no da la impresión de que vaya a regresar.

Susanne contempló el umbral a través del cual se habían marchado primero la mujer y después Müller-Voigt, y luego meneó la cabeza como si tratara de sacudirse el pensamiento que la rondaba.

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