– ¡Piet! -dijo con entusiasmo, pero en voz baja. El rubio no sonrió.
– Te avisé de que esto era desaconsejable -dijo. Su alemán estaba teñido de un sibilante acento holandés-. Te dije que no vinieras. Ha sido una mala idea.
El hombre de pelo oscuro no permitió que su sonrisa se desvaneciera y se encogió de hombros en actitud filosófica.
– Nuestro modo de vivir es desaconsejable, Piet, amigo mío, pero es absolutamente necesario, como lo es esta reunión. Por Dios, Piet… me alegro de volver a verte. ¿Has traído el dinero?
– Ha habido un problema -dijo el holandés.
El hombre de pelo oscuro echó una mirada por el andén hacia la mujer y el niño. Cuando se volvió hacia el holandés, su sonrisa había desaparecido.
– ¿Qué clase de problema? Necesitamos ese dinero para viajar. Para encontrar una nueva casa segura e instalarnos en ella.
– Ha terminado, Franz -dijo el holandés-. Ha terminado hace mucho tiempo y deberíamos haberlo aceptado. Los otros… sienten lo mismo.
– ¿Los otros? -El hombre de pelo oscuro lanzó una risita-. No espero nada de ellos. No son más que unos gilipollas de clase media que fingen ser activistas, mitad implicados y mitad asustados. Débiles que juegan a ser fuertes. Pero tú, Piet… espero más de ti. -Permitió que una sonrisa volviera a su cara-. Vamos, Piet. No puedes abandonar ahora. Yo… nosotros te necesitamos.
– Se ha acabado, ¿es que no te das cuenta? Es hora de dejar atrás esa vida. Yo, simplemente, no puedo seguir con esto, Franz. He perdido la fe. -El holandés retrocedió unos pasos-. Hemos perdido, Franz. Hemos perdido.
Retrocedió unos pasos más, abriendo el espacio que los separaba. Miró con nerviosismo a derecha e izquierda y el hombre de pelo oscuro lo imitó, pero no pudo ver nada. De todas maneras, sintió una opresión en el pecho. Su mano se cerró en torno a la Makarov PM 9 mm que llevaba en el bolsillo del abrigo. El holandés volvió a hablar. Sus ojos tenían un brillo salvaje.
– Lo siento, Franz… Lo siento mucho… -Se volvió y comenzó a correr.
Todo ocurrió en cuestión de segundos; sin embargo, el tiempo mismo pareció estirarse increíblemente.
El holandés estaba gritándole algo a una persona invisible mientras corría. El operario saltó hacia la madre y el hijo, con una resplandeciente automática negra en sus manos extendidas. El ama de casa burguesa cayó sobre una rodilla con una agilidad asombrosa y extrajo una pistola de su abrigo, que apuntó hacia el hombre alto de pelo oscuro gritándole que pusiera las manos sobre la cabeza. Este giró la cabeza para mirar a la mujer y al niño. La mano de la madre se había hundido profundamente en su bolso, cuya parte delantera se abrió con una explosión y empezó a arder cuando ella tiró del gatillo de la pistola automática Heckler y Koch MP5 que había escondido en su interior. Al mismo tiempo, empujó violentamente al muchacho hacia un costado y hacia abajo. La andanada de la Heckler y Koch atravesó con furia la pechera del mono del falso operario de ferrocarriles y le destrozó la cara. La mujer se volvió hacia atrás blandiendo la pistola automática, que todavía estaba dentro de su desgarrado y humeante bolso de macramé, para apuntar a la policía de la GSG9 vestida como un ama de casa. La agente dejó de apuntar al hombre para apuntarla a ella y disparó dos veces, y otras dos más. Sus disparos alcanzaron a la mujer en el pecho, en la cara y en la frente, y murió antes de que su cuerpo chocara contra el andén. El hombre vio morir a la mujer, pero no había tiempo para la pena. Oyó los gritos de una docena de agentes de la GSG9, con cascos y corazas, mientras invadían el andén desde el interior y los costados del edificio de la estación. Un grupo de ellos estaban haciendo gestos furiosos hacia el holandés para indicarle que dejara de correr y saliera de su línea de fuego. La mujer policía giró la pistola para apuntar nuevamente al hombre de pelo oscuro. Este luchó para liberar su Makarov rusa del bolsillo de su abrigo y, cuando lo logró, no apuntó ni a la mujer policía ni a ninguno de los agentes de la GSG9.
La primera bala de la mujer policía le atravesó el pecho exactamente al mismo tiempo que sus disparos alcanzaban la nuca del holandés.
Franz Mülhaus -Franz el Rojo, el notorio terrorista anarquista cuyo pálido rostro había contemplado a los atemorizados habitantes de Alemania Occidental desde los carteles de criminales buscados por la policía desde Kiel hasta Munich- cayó de rodillas, con los brazos colgando a los costados, la Makarov automática floja en su mano semiabierta, y su cabeza apoyada en el pecho manchado de sangre.
Mientras moría pudo ver apenas, en los bordes de su visión cada vez menos nítida, el rostro pálido, con los ojos muy abiertos y la boca en un grito mudo, de su hijo. De alguna manera, Franz el Rojo encontró el aliento para emitir una sola palabra, lanzada al mundo con su última y explosiva exhalación.
– Verräter…
Traidores.
Lunes 15 de agosto de 2005, tres días antes del primer asesinato
List, isla de Sylt, 200 kilómetros al noroeste de Hamburgo
Quería conservar ese momento.
Sus sentidos se extendieron hasta el último rincón de la tierra, el mar y el cielo que lo rodeaban. Se quedó de pie, descalzo, y sintió la textura de la arena seca que escoriaba las plantas de sus pies y se le colaba entre los dedos. Sintió que ese lugar, ese momento, era todo lo que podía recordar de sí mismo. Aquí, pensó, no había pasado ni futuro, tan sólo este momento perfecto. Sylt se extendía larga, estrecha y llana en el Mar del Norte, sin presentar ningún perfil que dificultara el empuje del viento veloz que corría por el vasto cielo, en busca del flanco más sustancioso de Dinamarca. Mientras él seguía allí de pie, el viento protestó por su presencia tironeando con furia de la tela de sus pantalones, golpeando los faldones sueltos y el cuello de su camisa y haciendo flamear el ala rota de pelo rubio que colgaba por encima de su frente. Le restregó la cara y le apretó las arrugas de la piel mientras él seguía observando el correteo de las nubes a través de ese escudo inmenso y azul pálido del cielo.
Jan Fabel era un hombre de una altura un poco superior al promedio y tenía alrededor de cuarenta años, pero un aspecto un tanto juvenil se aferraba como un desterrado desobediente a su apariencia, a su complexión delgada y angulosa y a su pelo rubio y flameante. Sus ojos eran azul pálido y brillaban con inteligencia e ingenio, pero en ese momento estaban reducidos a estrechas ranuras entre los pliegues de la cara arrugada que presentaba al iracundo viento. Su rostro estaba bronceado y sin afeitar, y así como ese persistente aire juvenil de su postura insinuaba cómo había sido el joven que lo había precedido, el brillo plateado que resplandecía en el oro de su barba de tres días anticipaba al hombre más viejo que estaba por llegar.
Una mujer se acercó desde las dunas que estaban a su espalda; era tan alta como él, e iba vestida con camisa y pantalones de lino blanco. Sus pies estaban descalzos, pero llevaba un par de sandalias negras de tacón bajo en la mano. El viento también se arremolinó alrededor de ella, planchando y alisando el lino blanco contra las curvas de su cuerpo y convirtiendo en cables salvajes su pelo largo y negro. Fabel no vio a Susanne acercarse y ella se detuvo detrás de él, dejó caer las sandalias en la arena y le rodeó el cuerpo con los brazos, metiéndoselos entre los suyos. El se volvió y la besó durante un largo rato, antes de que ambos giraran para enfrentarse al mar. -Estaba pensando -dijo él por fin- que casi podrías olvidar quién eres, aquí parado. -Miró sus pies desnudos y empujó la arena con un dedo-. Ha sido maravilloso. Me alegro tanto de que vinieras conmigo… Sólo querría que no tuviéramos que marcharnos mañana.
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