Pero ese día no. Ese día era un infierno desconocido.
El baño era grande y luminoso. Una ventana alta y sin cortina, cuya parte inferior tenía un panel de cristal esmerilado, daba al pequeño patio cuadrado que estaba detrás del apartamento. A esa hora de la mañana, cuando el ángulo del sol era el adecuado, el baño estaba inundado de luz. A algunos esa decoración les habría resultado demasiado clínica, pero no a Kristina, para quien nada podía ser demasiado limpio, demasiado estéril. Todo el cuarto estaba revestido de baldosas y azulejos de cerámica: grandes y de un pálido color celeste en el suelo; azulejos pequeños y de un blanco más luminoso en las paredes. Siempre había sido una delicia limpiar el baño de Herr Hauser porque la luz alcanzaba todos los rincones y las baldosas siempre reaccionaban al toque abstergente de Kristina con un brillo entusiasta.
Había una gran mancha de sangre, con forma de arco iris, trazando una curva en las baldosas celestes del suelo. En uno de sus extremos, Herr Hauser yacía desplomado donde lo habían dejado, entre el inodoro y un costado de la bañera. La sangre relucía contra el blanco resplandeciente de la porcelana de la taza del inodoro. Desde su posición al otro lado del baño, Hauser fulminó con la mirada a Kristina, con la boca muy abierta y una expresión que podría haber sido casi de sorpresa, si no fuera por la forma en que sus cejas cubrían sus ojos, frunciéndole el ceño en un gesto de desaprobación. Había silencio, interrumpido tan sólo por un grifo goteante que iba tatuando lentamente el esmalte de la bañera. Una vez más, algo borbotó y luchó por liberarse de la garganta cerrada de Kristina; algo entre un grito y una arcada.
La cara de Hauser estaba surcada de gotas de una sangre brillante y viscosa. Alguien le había cortado la frente en una línea, mayormente recta, pero irregular en algunos puntos, a unos cinco o seis centímetros encima de las cejas. Era un corte profundo. Hasta el hueso. Le rodeaba las sienes y pasaba por encima de las orejas. La piel, la carne y el pelo por encima del corte habían sido arrancados de la cabeza de Hauser y la cúpula ensangrentada del cráneo había quedado al descubierto. La cara llena de sangre de Hauser y el cráneo expuesto arriba miraron a Kristina como una horrible parodia de un huevo duro encajado con fuerza en una huevera. Había incluso más sangre empapando la camisa y los pantalones de Hauser. Kristina descubrió un segundo corte que le atravesaba la garganta y el cuello. Dejó caer el spray limpiador al suelo y apoyó el hombro contra la pared. De pronto sintió que toda la fuerza de sus piernas desaparecía y se deslizó hacia abajo, con la mejilla frotando contra el frío beso de los azulejos de porcelana. Se desplomó en un rincón, junto a la puerta, imitando la postura de su cliente muerto. Comenzó a sollozar.
Había tanto para limpiar. Tanto para limpiar.
9.15 h, polizeiprasidium de hamburgo. Alsterdorf, Hamburgo
La nueva jefatura de la policía de Hamburgo -el Polizeipräsidium- estaba situada al norte del parque municipal Winterhuder Stadtpark. Jan Fabel nunca tardaba mucho en cubrir en coche el trayecto entre su apartamento en Pöseldorf y Alsterdorf, pero acababa de terminar una vacación de cuatro días. Apenas cuarenta y ocho horas antes, había estado junto a Susanne en la playa amplia y sinuosa de List, en la isla de Sylt del Mar del Norte. Cuarenta y ocho horas y toda una vida atrás.
Mientras conducía a través de las vetas de luz solar que bailaban entre los árboles del Stadtpark, Fabel sintió que no tenía ninguna prisa en volver a entrar en la realidad de su vida como jefe de la Mordkommission, la brigada de Homicidios. Pero cada noticia que sonaba en la radio de su coche parecía hundirse en él como plomo, andándolo cada vez más a su mundo acostumbrado, al tiempo que el recuerdo de una larga franja de arena dorada bajo un cielo vasto y luminoso se alejaba de su mente.
Fabel captó el final de un informe sobre las próximas elecciones generales: la coalición conservadora CDU/CSU, dirigida por Angela Merkel, había aumentado su ya espectacular ventaja en las encuestas. Daba la impresión de que la apuesta del canciller Gerhard Schroder de celebrar elecciones anticipadas no daría resultado. Un comentarista analizaba el cambio de estilo y aspecto de Frau Merkel: al parecer había tomado a Hillary Clinton como modelo para su peinado. Fabel suspiró mientras escuchaba cómo los dirigentes de los distintos partidos se «posicionaban» de acuerdo al electorado; según pensaba, la política alemana ya no tenía nada que ver con firmes convicciones o ideales políticos, sino con individuos. Como había ocurrido antes con los británicos y los americanos, los alemanes estaban empezando a valorar más el estilo que la sustancia, más las personalidades que la ideología.
Mientras conducía a través del soleado parque, empezó a prestar atención cuando se produjo un enfrentamiento entre dos de esas personalidades. Hans Schreiber, el Erster Bürger-meister socialdemócrata de Hamburgo, estaba participando en un airado debate con Bertholdt Müller-Voigt, el Umweltsena-tor, ministro de Medio Ambiente de la ciudad, que era miembro del partido político Bündnis90-Die Gruñen. Era el mismo hombre que Fabel y Susanne habían visto en el restaurante de Lex en Sylt. El SPD y los verdes eran parte de la coalición gobernante en Alemania, y el carácter político del gobierno municipal de Hamburgo también era rojiverde, pero en la conversación grabada no se notaba mucho que Müller-Voigt era, de hecho, un ministro nombrado por Schreiber. Las grietas preelectorales en las estructuras políticas alemanas comenzaban a hacerse evidentes. La animosidad entre ambos hombres durante el último mes estaban bien documentadas: Müller-Voigt se había referido a la esposa de Schreiber, Karin, como Lady Macbeth, en referencia a las despiadadas ambiciones que ella albergaba para su marido: específicamente, que éste se convirtiera en el canciller federal de Alemania. Fabel conocía a Schreiber -lo conocía mejor de lo que a Schreiber le habría gustado- y no le resultaba difícil suponer que éste compartía plenamente las ambiciones de su esposa.
Fabel paró ante una luz roja en el Winterhuder Stadtpark. Contempló con actitud distraída a un ciclista vestido de lycra que cruzaba delante de él, luego se volvió y vio que el coche que se había detenido junto al suyo estaba conducido por una mujer de unos treinta años. Ella estaba regañando a los dos niños del asiento trasero por alguna que otra travesura, dirigiendo su ira a través del espejo retrovisor, moviendo la boca animadamente, con una furia enmudecida al otro lado de las ventanas cerradas del coche. Más atrás del coche de la madre enfadada, un trabajador de parques y jardines barría el sendero que corría entre unos árboles imponentes hacia la gran torre, que terminaba en una cúpula, de la Winterhuder Wasserturm.
El día a día de una ciudad. Vidas pequeñas con pequeñas preocupaciones sobre cosas pequeñas. Personas cuya actividad cotidiana no las obligaba a enfrentarse a la muerte.
El informativo pasó a dar las últimas noticias sobre Londres, donde unos atentados suicidas habían conmocionado la ciudad. Una segunda campaña de ataques había fallado, muy probablemente debido a detonadores deficientes. Fabel trató de tranquilizarse pensando que Hamburgo estaba muy lejos de esos problemas. Que era otra tierra. El terrorismo que había convulsionado a Alemania en los años setenta y los ochenta había pasado a la historia, más o menos para la misma época en que se había derribado el Muro. Pero en Alemania había un dicho sobre Hamburgo: «Si llueve en Londres, en Hamburgo abren el paraguas». Era un sentimiento que a Fabel, que tenía orígenes británicos, siempre le había gustado, que le había dado una sensación de pertenecer a un lugar; pero este día no le proporcionaba ninguna alegría. Hoy, no había ningún sitio donde uno pudiera considerarse a salvo.
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