Craig Russell - Resurrección

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En la tercera novela de la serie de Jan Fabel, un temible asesino que cree haberse reencarnado, se venga de aquellos que le traicionaron en una vida anterior…
El detective Jan Fabel y su equipo se enfrentan a una serie de homicidios: un político de izquierdas y homosexual confeso, y un prestigioso científico. Ambos fueron asesinados siguiendo el mismo método: los cuerpos tenían el cuero cabelludo seccionado y, sobre ellos, un pelo rojo teñido en la escena, procedente de la misma cabeza y cortado veinte años antes.
Fabel descubre que las víctimas pertenecían a un grupo anarquista de los años 70. Mientras tanto, los demás miembros del grupo, que habían tratado de dejar atrás su pasado, se dan cuenta de que un temible asesino va tras ellos.

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»No puedo describirle lo que vi, Herr Fabel. Cuando abrimos aquellas puertas, fue como abrir los portales del mismo infierno. Lo primero que notamos fue la forma en que el aire salía del refugio como un sifón, arrastrando a la gente. Todo ardía. Pero no como uno se imagina un edificio en llamas, era como un alto horno inmenso. Los británicos habían calculado que si derrumbaban los edificios y luego soltaban el fósforo, podían crear corrientes ascendentes que aumentarían la temperatura a un punto tal de causar la combustión espontánea de edificios, de gente, que no habían sido atacados directamente. En algunos puntos de la ciudad, la temperatura llegó a los mil grados. Yo salí tambaleándome del refugio y comencé a jadear y a boquear como si hubiera corrido una maratón. Simplemente, no podía hacer llegar aire suficiente a los pulmones. No podía creer lo que veía. La gente ardiendo, como antorchas. Había un niño… No sé si era un niño o una niña, pero por su tamaño supuse que tendría unos ocho o nueve años, tumbado boca abajo, semihundido en la calle. El alquitrán se había derretido ¿sabe? Fue entonces cuando vi a una figura caminando por la calle. Era la cosa más horrible y al mismo tiempo más fascinante que he visto jamás. Era una mujer, aferrando algo contra su pecho, creo que se trataba de un bebé. Estaba caminando en línea recta por la calle. No se tambaleaba. No corría. Pero ella y el bebé en sus brazos estaban… sólo puedo describirlo como incandescentes. Era como si los hubieran moldeado a partir de una única y brillante llama. Era como mirar un ángel de fuego. Recuerdo que en ese momento pensé que no importaba si yo vivía o moría. Que ver aquello era más de lo que cualquiera debería soportar en toda una vida. Y entonces ella desapareció. Como usted sabrá, la tormenta de fuego creaba corrientes a la altura del suelo que tenían la fuerza de huracanes; vientos de doscientos cincuenta kilómetros por hora que arrastraban a la gente y los chupaban hacia las llamas. Ella y el bebé salieron despedidos hacia un edificio en llamas, como si el fuego hubiera extendido la mano para coger un bocado.

Fabel observó al anciano. Su voz seguía normal, calmada; pero tenía los ojos brillantes, con lágrimas contenidas.

– Recuerdo que maldije a Dios por haberme dado la vida, por permitir que yo naciera justo en esa época, justo en aquel lugar. Y pensé que tal vez había llegado el fin de los tiempos. Era fácil imaginar que el mundo entero desaparecería con esa guerra. Fue entonces cuando me di cuenta de que Karl ya no estaba a mi lado. Miré a mi alrededor, pero era como buscar una sola alma en el caos y horror del infierno.

«Recuerdo que mi instinto me decía que tenía que buscar agua. Imaginaba que si llegaba al Alster o al Elba… el Alster estaba más cerca… entonces tendría una probabilidad mayor de sobrevivir.

Por un momento, Dorfmann pareció sumido en sus pensamientos.

– Me pregunto si eso era lo que trataba de hacer Karl. Usted me dijo por teléfono que lo encontraron junto al puerto. Tal vez se le había ocurrido la idea de llegar al Elba. Cuando llegué al Alster, ya estaba lleno de gente. Muertos o agonizando. Más velas humanas. Se habían arrojado tratando de apagar las llamas, pero como los habían rociado con fósforo, seguían ardiendo mientras flotaban en el agua.

Fabel depositó la tarjeta de identidad nazi y la fotografía del cuerpo momificado sobre la mesa. Heinz Dorfmann volvió a ponerse las gafas de lectura.

– Ése es Karl… -Frunció el ceño al examinar la foto del cuerpo-. ¿Éste es su aspecto actual? -Meneó la cabeza, maravillado-. Es asombroso. Evidentemente está muy delgado… desecado. Pero lo habría reconocido de inmediato.

– ¿Sabe qué le ocurrió a su hermana, Margot? ¿Tiene alguna idea de dónde vive… si, por cierto, todavía está viva? Estoy tratando de ubicar al pariente más cercano.

– Me temo que no sé mucho. Se casó con un hombre mayor que ella cuando la guerra terminó. Él se llamaba Pohle. Gerhard Pohle.

20.30 h, Hammerbrook, Hamburgo

Fabel caminó hasta su coche. Había llovido mientras él estaba en el apartamento de Herr Dorfmann y, después de un día tan caluroso, la lluvia le había dado al aire del anochecer un fresco aroma a limpio. Fabel bajó la mirada hacia el pavimento mientras caminaba, al asfalto oscurecido por la humedad, y volvió a pensar en la descripción que le había hecho Herr Dorfmann de aquella noche caliente y seca en que Hamburgo se había convertido en un infierno ardiente en la tierra. No podía imaginárselo. Su Hamburgo.

Llegó al coche, destrabó las puertas con su mando a distancia, subió y cerró la puerta. Apoyó las manos sobre el volante un momento. La historia. Él había estudiado historia, había querido enseñarla. La ironía era que, al investigar estos casos, la historia lo estaba asfixiando.

Puso la llave en el contacto y la giró. Nada.

Shit! -dijo Fabel. Era un hombre que sabía muchas cosas; sus conocimientos se extendían por una variedad de temas y siempre le gustaba aprender algo nuevo, estirar los límites de su comprensión del mundo. Pero esos conocimientos jamás habían incluido la mecánica automovilística. Con irritación, buscó en su bolsillo el teléfono móvil. Justo cuando logró sacarlo de allí, el teléfono le ganó la mano y empezó a sonar. Lo abrió con furia.

– Hola… -No logró ocultar la irritación de su voz.

– Hola, Herr Fabel…

Fabel supo que era el asesino. Una vez más, su interlocutor utilizaba alguna clase de filtro electrónico que alteraba su voz y le daba una profundidad y una lentitud antinaturales; una voz distorsionada, artificial. Inhumana.

– Me alegro de que no sacara la llave del contacto; en caso contrario, no estaríamos conversando ahora.

– ¿A qué se refiere? -La boca de Fabel se secó de pronto. Sabía a qué se refería su interlocutor. Una bomba. Se inclinó hacia delante, revisó el suelo del coche cerca de sus pies y buscó cables bajo el volante-. ¿Quién habla?

– Ya responderé a esas preguntas en su momento, Herr Fabel. Pero, por ahora, necesito que sea consciente de que he puesto un dispositivo explosivo innecesariamente grande en su coche. Si usted abre la puerta por segunda vez, el dispositivo se detonará; si saca la llave del encendido, el dispositivo se detonará; o si levanta su peso del asiento del chófer… bueno, creo que ya se hará una idea. Me temo que la consecuencia de cualquiera de esos actos sería una explosión desproporcionada. El resultado no sería sólo su desaparición, Herr Fabel, sino la muerte de varios residentes de Hammerbrook, así como extensos daños a las propiedades de toda la zona. Oh, también debería decirle que puedo, en el momento que lo decida, detonar el dispositivo a distancia.

– De acuerdo -dijo Fabel-. Ha logrado que le preste atención. -El corazón le golpeaba en el pecho. Miró por el parabrisas y vio un agradable atardecer de verano, las calles lavadas por la lluvia y el tono rojo que el sol poniente salpicaba sobre las paredes de los edificios que daban al oeste. Gente haciendo sus cosas. Se sintió terriblemente solo en el centro de su propio universo, el único consciente de que la muerte y la destrucción estaban a un latido de distancia. De pronto, las imágenes que Herr Dorfmann había conjurado momentos antes en la mente de Fabel regresaron con una claridad renovada. Una joven pareja con un bebé en su cochecito pasó junto al BMW de Fabel, caminando sin ninguna otra intención aparente que disfrutar de aquel anochecer de verano. Fabel sintió deseos de bajar la ventanilla y gritarles que corrieran a cubrirse pero, por lo que sabía, también era posible que hubiese trampas en las ventanillas. Vio cómo tardaban lo que parecía una eternidad en pasar de largo el coche.

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