– Somos eternos -dijo el joven de pelo oscuro. Pero Cornelius sabía que ese pelo en realidad no era oscuro-. Los budistas creen que cada vida, cada conciencia, es como la llama de una sola vela, pero que hay continuidad entre cada llama. Imagina que enciendes una vela con la llama de otra, y que luego usas aquella llama para encender la siguiente, y así sucesivamente, para toda la eternidad. Mil llamas, pasadas de una a otra a través de las generaciones. Cada una es una luz diferente, cada una arde de una manera totalmente diferente. Pero es, sin embargo, la misma llama… Ahora me temo que ha llegado la hora de apagar la tuya. Pero no te preocupes… el dolor que te causaré hará que ardas con el máximo brillo al final.
Hizo una pausa y sacó la hoja más pequeña del estuche.
– Tengo planeado algo muy especial para ti, Cornelius. Voy a dedicarte más tiempo y esfuerzo a ti que el que les dediqué a todos los otros juntos. Los antiguos aztecas también creían en la reencarnación. No sé si lo tenías presente. Consideraban que el crecimiento de los cultivos cada año era paralelo a la renovación del alma. El ciclo eterno. -Cornelius pudo ver la locura arder como un sol negro en los ojos del joven-. Cada primavera hacían un sacrificio, un sacrificio humano, a los dioses de la fertilidad. Veían cómo las serpientes cambiaban la piel, como los cultivos dejaban caer las flores, y trataban de reflejar esos procesos en su ritual. Verás: cogían al sacrificio humano y lo despellejaban vivo. Le cortaban toda la piel.
»Tu muerte no es bastante. Tu dolor es importante para mí. Voy a lastimarte, Cornelius. Voy a lastimarte de una manera terrible…»
Lunes 12 de septiembre de 2005,
veinticinco días después del primer asesinato
15.00 h, PolizeiprÄsidium, Hamburgo
Fabel pasó la mayor parte del día recopilando y analizando la información que había reunido la brigada, distribuyéndola, re-dirigiendo rutas investigativas y reasignando recursos. Anna Wolff había llevado una fotografía de Paul Scheibe a The Firestation y el camarero negro había dicho que Scheibe podía ser el segundo hombre con quien Hauser se encontraba a veces. Pero no estaba seguro. Estaba solo en su oficina cuando Markus Ullrich, el hombre de la BKA, golpeó a su puerta. No tenía su característica sonrisa.
– Herr Fabel… Me pregunto si podría hablar un momento con usted y Frau Klee… en privado…
– Voy a Colonia -dijo Maria después de que Ullrich terminara-. Esto no es ningún condenado accidente.
– Ni lo sueñes -dijo Fabel. En la sala de reuniones estaban sólo él, Ullrich y Maria-. Esto es cosa de la policía de Colonia. Y tal vez te hayas olvidado, pero nosotros estamos en medio de nuestra propia investigación.
– La policía de Colonia no conoce a Vitrenko. -La expresión de Maria se había endurecido-. Está claro que creen que fue un accidente. Un accidente y una condenada coincidencia.
Ullrich levantó la mano.
– No son estúpidos, Frau Klee. Lo que he dicho es que las evidencias sugieren que se trató de un accidente. Un reventón a alta velocidad en la Autobahn. Créame, me he asegurado de que la policía de Colonia no tuviera ninguna duda sobre la importancia de la muerte de Herr Turchenko. Y, como le he dicho, ya han iniciado una investigación sobre Vitrenko.
Fabel recordó haber estado sentado en la cafetería del Präsidium, apenas dos semanas antes, charlando con Turchenko sobre el renacimiento de Ucrania. Ahora Turchenko estaba muerto y su guardaespaldas de la GSG9, que estaba viajando con él, yacía en coma en un hospital de Colonia.
– De acuerdo -dijo Maria-. Esperaré hasta que resolvamos este caso. Pero tan pronto cojamos a ese cabrón iré a Colonia a seguir con el asunto de Turchenko.
– Con el mayor de los respetos -respondió Ullrich-. Su interferencia con nuestra investigación ya ha provocado la desaparición de una testigo. Sería aconsejable que se mantuviera fuera de esto.
Maria no prestó atención al hombre de la BKA.
– Como he dicho, chef, voy a Colonia a seguir con esto apenas termine este caso. Se me deben días de vacaciones y los cogeré. Si me ordenas que no vaya renunciaré e iré de todas maneras. Digas lo que digas, voy a ir.
Fabel suspiró.
– Ya hablaremos de esto, Maria. Pero ahora necesito que te concentres al cien por ciento en el asunto que tenemos entre manos.
Maria hizo un brusco gesto de asentimiento.
– Mientras tanto -prosiguió Fabel-, yo tengo que ver a alguien sobre otra cuestión.
18.00 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO
Beate sostuvo la puerta entreabierta, sujeta al marco con una cadena de seguridad. Había visto quién era a través de la mirilla, pero de todas maneras no quería bajar la guardia hasta saber qué hacía allí, sin haber pedido cita, a esa hora. Tanto la cadena como la lente telescópica de la mirilla eran nuevas medidas de seguridad que había instalado desde que se había enterado de las muertes de Hauser y Griebel. Ni siquiera habría abierto la puerta, si no hubiera sido por el hecho de que había leído sobre otro asesinato que había tenido lugar el día anterior: una tercera víctima que no tenía absolutamente nada que ver con el grupo. Tal vez todo aquello era una coincidencia.
– Lo siento -dijo con entusiasmo el joven de pelo oscuro-. No quería molestarla. Es sólo que tenía que verla. No sé cómo describir lo que me está pasando… creo que debe de ser mi renacimiento… ya sabe, lo que usted dijo que sucedería… hace tiempo tengo algunos sueños muy especiales.
– Es muy tarde. Llámeme mañana y le daré una nueva cita.
– Por favor -dijo el joven-. Creo que la última sesión debió de estimularlos. Sé que estoy a punto de hacer un gran avance, y eso me está volviendo loco. Realmente necesito su ayuda. No me molesta pagar extra, puesto que no es su horario habitual…
Beate examinó al entusiasmado joven, suspiró, cerró la puerta, liberó la cadena de seguridad de su soporte y la volvió a abrir para dejarlo pasar.
– Gracias. Lamento mucho esta inconveniencia. Y, por favor, perdone que entre con esto… -dijo mientras entraba al apartamento de Beate, señalando el bolso grande que tenía en la mano derecha-. Iba rumbo al gimnasio…
19.30 h, Hammerbrook, Hamburgo
Heinz Dorfmann era delgado y parecía estar en forma, pero cada uno de sus setenta y nueve años había dejado su marca en él. Fabel se dio cuenta de que estaba examinándolo muy detalladamente. Había visto una fotografía suya junto con Karl Heymann: dos jóvenes sonriendo en un paisaje monocromático. Sin embargo, Fabel había visto el cadáver de Heymann hacía unas pocas semanas; el cuerpo de un muchacho de dieciséis años; un rostro unido a una juventud eterna y desecada. Herr Dorfmann se excusó al tiempo que entraba a la pequeña cocina de su apartamento.
– Mi esposa murió hace siete años -dijo, como explicando por qué tenía que ocuparse el mismo de la tarea de traer el café.
– Lo lamento, Herr Dorfmann -replicó Fabel. Mientras el anciano servía el café, Fabel analizó la habitación. Estaba limpia y ordenada y, si bien al principio Fabel creyó que no la habían decorado desde los años setenta o principios de los ochenta, luego se dio cuenta de que sencillamente había sido redecorada en el mismo estilo, con los mismos tonos beige y de color hueso de otras décadas. Siempre le fascinaba a Fabel la forma en que la gente mayor acostumbraba a quedarse fijada en un período en particular, como si esa época definiera quiénes eran, o cuándo habían dejado de notar que el mundo a su alrededor estaba cambiando. Los anaqueles estaban llenos de libros sobre Hamburgo: planos de calles, estudios fotográficos de la ciudad, libros de historia, libros de referencia sobre el Hamburger Piatt, el dialecto bajo alemán que sólo se hablaba en esa ciudad, así como diccionarios de inglés y libros de idiomas. En uno de esos estantes había una placa de cobre sobre un soporte de madera en el que se veía el grabado de la fortaleza Hammaburg, que se usaba en el escudo de armas de la ciudad.
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