Craig Russell - Resurrección

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En la tercera novela de la serie de Jan Fabel, un temible asesino que cree haberse reencarnado, se venga de aquellos que le traicionaron en una vida anterior…
El detective Jan Fabel y su equipo se enfrentan a una serie de homicidios: un político de izquierdas y homosexual confeso, y un prestigioso científico. Ambos fueron asesinados siguiendo el mismo método: los cuerpos tenían el cuero cabelludo seccionado y, sobre ellos, un pelo rojo teñido en la escena, procedente de la misma cabeza y cortado veinte años antes.
Fabel descubre que las víctimas pertenecían a un grupo anarquista de los años 70. Mientras tanto, los demás miembros del grupo, que habían tratado de dejar atrás su pasado, se dan cuenta de que un temible asesino va tras ellos.

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– Herr Hauser venía aquí muy a menudo, pero por lo general andaba con tíos más jóvenes, mucho más jóvenes. Acabo de preguntarles a los otros camareros. Martin me ha dicho que acostumbraba a venir con un tipo de cabello oscuro.

– ¿Sebastian Lang? -Anna puso una fotografía de Lang en el mostrador, junto a la de Hauser.

– No lo conozco… ¿Martin? -El barman llamó a su colega, quien se acercó y examinó la fotografía.

– Es ése… -confirmó el segundo camarero-. Vinieron juntos durante un tiempo, pero luego el más joven de los dos dejó de venir. Pero antes que él, Herr Hauser solía beber con otro tipo más de su edad. No creo que fueran pareja ni nada así. Me parece que sólo eran amigos.

– ¿Sabe el nombre de ese amigo?

– No, lo siento.

– ¿Sigue viniendo?

El barman meneó la cabeza.

– No podría decirles si va a aparecer. Creo que sólo venía aquí a encontrarse con Herr Hauser.

– Gracias -dijo Henk, y le entregó al barman su tarjeta de contacto en la Polizei de Hamburgo-. Si vuelve a verlo, ¿puede llamarme a este número?

El barman cogió la tarjeta.

– Desde luego. -Frunció el ceño-. No creen que este tipo tuviera algo que ver con el homicidio de Herr Hauser, ¿o sí?

– De momento sólo estamos tratando de construir una imagen de los últimos días de la víctima -dijo Anna-. Y de la clase de gente a la que solía frecuentar. Eso es todo.

Pero mientras Henk y ella salían de The Firestation, Anna no pudo evitar pensar que aún no habían construido ninguna imagen.

9

Martes 30 de agosto de 2005, doce días después del primer asesinato

10.30 H, POUZEIPRÁSIDIUM, HAMBURGO

F abel telefoneó a Markus Ullrich, el agente de la BKA, desde su despacho en la brigada de Homicidios. Ullrich pareció sorprendido de tener noticias de Fabel, pero no daba la impresión de estar ocultando algo.

– ¿En qué puedo ayudarle, Herr Kriminalhauptkommissar? ¿Es sobre Frau Klee?

– No, Herr Ullrich. -La verdad era que Fabel sí quería seguir conversando sobre el asunto con Ullrich, pero ése no era el momento apropiado. Lo que necesitaba era un favor-. Recordará usted que el Kriminaldirektor Van Heiden preguntó por el caso en el que estoy trabajando. El del denominado Peluquero de Hamburgo, ¿verdad?

– Lo recuerdo.

– Alguien me ha sugerido que examine más de cerca la historia de las víctimas. Específicamente, que puede haber algunos trapos sucios ocultos de los días en que eran activistas estudiantiles, o más tarde, durante los años conflictivos. Ambos eran agitadores políticos, aunque en grados diferentes. Y se me ha ocurrido que si había algunas sospechas sobre ellos…

– … Entonces nosotros en la BKA tendríamos un expediente, ¿es eso?

– Sólo es una idea que se me ha ocurrido… -A continuación, Fabel hizo un resumen de lo que se sabía sobre ambas víctimas hasta el momento.

– De acuerdo -dijo Ullrich-. Veré qué puedo hacer.

Después de colgar, Fabel fue a la oficina principal de la Mordkommission y habló con Anna Wolff. Le pasó los detalles de la tarjeta de identidad de la segunda guerra mundial que se había encontrado junto a la momia de HafenCity.

– ¿Podrías ponerte en contacto con los archivos del Estado y ver qué podemos averiguar? Me gustaría saber si hay algún pariente superviviente al que podamos notificarle la noticia.

Anna examinó la información que le entregó Fabel y se encogió de hombros.

– Bien, chef.

Fabel habló con sus distintos agentes para informarse de sus avances. Los dos asesinatos con el cuero cabelludo arrancado habían eclipsado todo lo demás y Fabel se alegró por el hecho de que la muerte en una pelea en el Kiez fuera el único otro caso pendiente, porque era relativamente fácil de cerrar. Había momentos en que Fabel se sorprendía por pensar de esa manera, por agradecer que el final violento de otra vida humana fuera convenientemente claro y por lo tanto exigiera menos de los recursos de su equipo. Detestaba la obligada insensibilidad que traía aparejado el ser el investigador de la muerte de otros.

– Todavía no hemos conseguido nada de los registros telefónicos de ninguna de las víctimas -dijo Henk Hermann, anticipándose a la pregunta de Fabel-. No hemos encontrado ningún número que no pueda explicarse claramente.

Fabel le dio las gracias y regresó a su despacho. Todavía había algo que le molestaba. Su instinto le decía que las víctimas conocían al asesino.

11-45 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO

La sala estaba cargada con el aroma espeso y dulce del inmenso. Las persianas estaban cerradas y la habitación estaba iluminada con la luz suave y bailarina de dos docenas de velas.

Beate Brandt estaba sentada con los ojos cerrados. Tenía una mano apoyada en la frente y la otra en el pecho de su cliente. Su pelo era largo y caía en cascada sobre los hombros, como cuando tenía dieciocho años. Pero el brillo satinado y sensual con el que antes encandilaba los corazones de los hombres se había perdido más de una década antes. Ahora era más gris que negro y ya no refulgía, sino que se veía seco y rugoso. De la misma manera, la oscura belleza de Beate, que había heredado de su madre italiana, se había apagado. Seguía teniendo huesos fuertes y rasgos delicados, pero la piel que los recubría se había llenado de pliegues y arrugas, como si alguien hubiera cubierto descuidadamente un buen cuadro.

– Respira profundo… -le dijo a su cliente, que parecía tener una edad parecida a la de su hijo y estaba acostado boca arriba, con los ojos bien cerrados-. Estamos regresando. A una época más allá de la vida, pero antes de la muerte. Sólo cuando nos enfrentemos a la vida que ha terminado podremos experimentar el renacimiento.

Aplicó presión sobre la frente de su cliente. Tenía los dedos cubiertos con grandes anillos, algunos de los cuales exhibían símbolos astrológicos. Su cliente tenía una piel pálida e impecable y ella comparó la lisa perfección de sus cejas con las arrugas de la palma de su mano y el engrosamiento de sus dedos, que alguna vez habían sido delgados. «¿Por qué -se preguntó- nuestros cuerpos envejecen cuando en nuestro interior nos sentimos exactamente igual que hace media vida?»

– Regresa… -Su voz era poco más que un susurro-. Regresa a la infancia. ¿Lo recuerdas? Luego más atrás. Más atrás…

Beate siempre había tenido que esforzarse para llegar a fin de mes. O, dicho de una manera más adecuada, había tenido que esforzarse para llegar a fin de mes y al mismo tiempo mantener un perfil bajo. La idea de convertirse en una capitalista de poca monta le parecía desagradable, pero peor era trabajar para algún otro. Además, tenía que pensar en su hijo. Había hecho todo lo posible para asegurarse de que a él nunca l efaltara nada. Como madre soltera, no le había sido fácil. Y, por supuesto, siempre estaba la dificultad añadida de que alguien husmeara demasiado en su pasado cuando ella se presentara a algún puesto de trabajo. Había empezado con una pequeña tienda de moda en el Viertel, pero a medida que pasaba el tiempo se hizo evidente que su idea de lo que era chic en el Schanzenviertel estaba un poco atrasada -una década atrasada- respecto de lo que los clientes buscaban. Después de cerrar la tienda, luchó por encontrar algo que le permitiera ganar dinero. Entonces se le ocurrió el concepto del renacimiento. Beate sabía que todo aquello era una tontería. Una parte de ella, en lo profundo de su ser, encontraba atractiva la idea de la reencarnación, incluso posible, pero toda aquella historia de la «inducción del renacimiento» era pura mierda. Ella debía saberlo: después de todo, la había inventado.

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