Fabel y Maria se dispusieron a marcharse.
– Antes de que se vaya, Herr Fabel. -Van Heiden se inclinó hacia delante en la silla y apoyó los codos en el escritorio-. ¿En qué punto estamos con los homicidios y lo de los cueros cabelludos?
– Sabemos que la mujer a la que se encontró en la escena no está relacionada directamente con el homicidio y los forenses están tratando de averiguar a quién pertenecían los pelos dejados como firma. Hay una posibilidad, aunque en esta etapa no es más que una posibilidad, de que el asesino escogiera a las víctimas porque eran homosexuales. Ahora mismo lo estamos verificando. Salvo eso, estamos casi sin ninguna pista firme.
Van Halen hizo una expresión con la que daba a entender que estaba desilusionado, pero no sorprendido.
– Manténgame informado, Fabel.
Fabel y Maria no intercambiaron palabra hasta que estuvieron fuera del ascensor.
– Vamos a mi oficina… -dijo Fabel-. Ahora.
Como Fabel le indicó, Maria cerró la puerta después de entrar en el despacho.
– ¿Qué demonios ocurre, Maria? -Una furia apenas contenida tensó el tono tranquilo de Fabel-. Yo esperaba esta clase de comportamiento de Anna en algunas ocasiones, pero no de ti. ¿Por qué insistes en ocultarme cosas?
– Lo siento, chef. Sé que me dijiste que no siguiera con el caso de Olga X…
– No me refiero sólo a eso. Estoy hablando de que me estás ocultando muchas cosas. Cosas que debería saber. Por ejemplo, ¿por qué diablos no me dijiste que acudías a la Clínica del Miedo del doctor Minks?
Hubo un latido de silencio y Maria miró a Fabel con una expresión desconcertada.
– Porque, francamente -dijo por fin-, es un asunto personal que no me pareció que fuera de tu incumbencia.
– Por el amor de Dios, ¿te encuentras en un estado psicológico tal que necesitas buscar tratamiento en una clínica de fobias y me estás diciendo que, a pesar de que soy tu superior, no esde mi incumbencia? Y no trates de decirme que esto no está relacionado con el trabajo. Vi tu cara cuando Turchenko nos contó quién era su objetivo. -Fabel se echó hacia atrás en la sula y relajó la tensión de sus hombros-. Maria, pensé que confiabas en mí.
Tampoco en ese momento Maria contestó directamente. En cambio, se volvió hacia la ventana y contempló las copas de los árboles del Winterhude Stadtpark, que formaban una masa espesa y alta. Luego, habló con una voz tranquila e inexpresiva, sin mirar a Fabel.
– Sufro de afenfosfobia. Por ahora es leve, pero está empeorando cada vez más y el doctor Minks se encarga del tratamiento. Significa que tengo miedo de que me toquen. Eso es lo que el doctor Minks me está tratando. No puedo soportar la presencia física de otros muy cerca. Y es una consecuencia directa de que Vitrenko me apuñalara. Fabel suspiró.
– Ya veo. ¿El tratamiento da resultado? Maria se encogió de hombros.
– A veces creo que sí. Pero luego aparece algo que vuelve a desencadenarlo.
– Y esta obsesión con el caso de Olga X… Supongo que se debe a que sospechabas que Vitrenko estaba metido en ello…
– Al principio no. Era sólo que… bueno, tú estuviste presente en la escena del asesinato. Quedé muy afectada. Pobreci-11a. Me pareció que estaba mal que muriera de esa forma. Más tarde, sí… me di cuenta de que había una relación probable con Vitrenko.
– Maria, el caso de Vitrenko no fue más que eso… un caso. No podemos convertirlo en una especie de cruzada personal. Como dijo Turchenko, todos queremos llevar a Vitrenko a la justicia.
– Pero se trata de eso, justamente… -Había una urgencia en el tono de Maria que Fabel no había oído antes-. Yo no quiero llevarlo a la justicia. Yo quiero matarlo.
14.30 h, Hamburg Altstadt, Hamburgo
Paul Scheibe estaba delante de las puertas del Rathaus, el consistorio. La vasta llanura del Rathausmarkt, la principal plaza de Hamburgo, parecía retorcerse bajo el caliente sol de verano con un río de turistas y viandantes. Scheibe se había puesto un traje ligero, de lino negro, y una camisa blanca sin cuello, para su reunión con Hans Schreiber, el Erster Bürgermeister de Hamburgo, y con Berthold Müller-Voigt, el Umweltsenator; sin embargo, a pesar de la ligereza de la tela, Scheibe sentía unos pegajosos chorros de transpiración que se le acumulaban en la nuca y en la parte baja de la espalda. La reunión se había celebrado con el objetivo de felicitarlo por el hecho de que su diseño del KulturZentrumEins para el área del Überseequartier de HafenCity hubiera sido elegido, y Scheibe había hecho todo lo posible por mostrarse complacido e interesado. Tal vez ésa era la razón por la que tanta gente le había preguntado si había algún problema. La característica profesional de Scheibe siempre había sido su arrogancia, su actitud distante respecto de los groseros aspectos comerciales de la arquitectura. Pero todos habían quedado contentos y se habían descorchado botellas de champán. Había habido mucho champán. Scheibe sentía un gusto cobrizo y seco en la boca y el alcohol no había hecho otra cosa que inquietarlo.
«La vida debe seguir», pensó. Y tal vez así sería. Tal vez era tan sólo una coincidencia el que dos miembros del grupo de gente que formaba parte de su vida pasada hubieran resultado asesinados de la misma manera, por la misma persona. O tal vez no.
Observó a los que paseaban e iban de compras, a los oficinistas y a los ejecutivos que caminaban a gran velocidad por el Rathausmarkt. Un músico callejero estaba tocando una pieza de Rimsky-Korsakov en un acordeón cerca del puente Schleusenbrücke, por el Alsterfleet. Scheibe estaba rodeado de gente, de ruido; se encontraba en el corazón mismo de una gran ciudad. Sin embargo, jamás se había sentido tan aislado y expuesto. ¿De modo que eso era sentirse perseguido?
Caminó. Caminó rápido y con un propósito que no entendía, como si el acto de un movimiento deliberado estimulara alguna idea sobre lo que debía hacer a continuación. Cruzó el Rathausmarkt en diagonal y subió por la Mónckebergstrasse. El gentío se hizo más denso cuando entró en el área peatonal de esa calle, que estaba llena de tiendas. Aun así, permitió que sus pies lo guiaran. Tenía calor y se sentía sucio; el pelo comenzaba a pegarse a la humedad del cuero cabelludo, y deseó que Pudiera sacarse de encima el manto del cálido aire veraniego que parecía alterar su capacidad de pensar. No quería morir. No quería ir a la cárcel. Había logrado hacerse un nombre y sabía que un paso en falso en ese momento lo desacreditaría para siempre.
Se detuvo a las puertas de una tienda de productos electrónicos. En la pantalla de un gran televisor al otro lado del escaparate aparecía un informativo regional de la NDR sin sonido. Era una entrevista pregrabada a Berthold Müller-Voigt. A Scheibe le había costado aceptar la presencia desdeñosa y condescendiente de Müller-Voigt en el almuerzo y en ese momento lo vio sonreír con su sonrisa de político a través del cristal. Era como si se estuviera burlando de él, como acostumbraba a hacer tantos años atrás.
Müller-Voigt siempre había poseído, naturalmente y sin esfuerzo alguno, la clase de actitud de confianza en sí mismo y credibilidad intelectual que a Scheibe le había costado tanto proyectar. Müller-Voigt siempre había sido más listo, siempre había sido más atractivo, siempre había estado en el foco de atención. A Paul Scheibe le resultaba imposible perdonarle ninguna de esas cosas. Pero había algo más que alimentaba el odio de Scheibe, algo más profundo y más fundamental, que ardía como un carbón en el núcleo de su furia: Berthold Müller-Voigt le había quitado a Beate.
Por supuesto que, en aquel entonces, todos habían abjurado de algo tan burgués como la monogamia, y Beate, aquella estudiante de matemáticas italiana con el pelo color cuervo que había vuelto loco a Scheibe, jamás habría permitido que ningún hombre pensara que ella le pertenecía; de todas maneras, era lo más cercano a enamorarse que Paul había experimentado. No era sólo que Müller-Voigt se acostara con Beate; era que lo había hecho con la misma arrogancia desconsiderada con que había tenido sexo con docenas de mujeres. Para él no había significado nada, y Scheibe estaba bastante seguro de que en la actualidad Müller-Voigt probablemente ni siquiera lo recordaba.
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