Fue otro el nombre que llamó su atención. Cuando se puso de pie, vio un ejemplar del Hamburger Morgenpost sobre la mesa. Cornelius dejó el vaso y cogió el periódico. Lo contempló fijamente durante un largo momento.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Julia-. ¿Algún problema? Cornelius no respondió y siguió concentrado en el artículo. Nombraba a alguien que había muerto asesinado. Pero el nombre llevaba veinte años muerto para Cornelius. Era la noticia de la muerte de un fantasma.
– Nada -dijo, y dejó el periódico sobre la mesa-. Nada de nada.
Fue entonces cuando dedujo quién era Paul.
19.40 H, ESTACIÓN DE FERROCARRILES DE NORDENHAM, 145 KILÓMETROS AL OESTE DE HAMBURGO.
Era un atardecer hermoso. Los rescoldos del sol flotaban en el horizonte detrás de Nordenham y el Weser resplandecía en silencio en su camino hacia el Mar del Norte. Paul Scheibe nunca había pisado Nordenham antes, lo que era irónico, considerando la forma en que aquel pequeño pueblo de provincias había proyectado una sombra gigantesca en su vida.
Durante un momento, Scheibe volvió a ser exclusivamente un arquitecto, mientras contemplaba la estación de ferrocarriles de Nordenham. Arquitectónicamente no era su estilo; aun así, era un edificio sorprendente, aunque tuviera el tradicional estilo sólido, a veces austero, del norte de Alemania. Recordó haber leído que tenía más de cien años y que poco tiempo antes lo habían declarado patrimonio oficial.
Aquí.
Había ocurrido aquí, sobre este andén. Este era el escenario en que se había desarrollado el drama más importante de su vida, y él no había estado presente. Ni tampoco los otros. Seis personas, a 150 kilómetros de distancia, habían tomado la decisión de sacrificar a un ser humano sobre este andén. Una vida que llegaba a su fin, seis vidas libres para volver a empezar. Pero no había sido sólo una vida la que se había perdido en este sitio. Piet también había muerto aquí, al igual que Michaela y un policía. De todas maneras, Paul Scheibe nunca había sentido culpa sobre esas vidas perdidas; todo había quedado eclipsado por la intensa sensación de alivio, de liberación, que llegaba de saber que todo había terminado. Pero no había terminado. Algo, alguien, había regresado de aquella época oscura.
«Dedúcelo -se decía sin parar-. Dedúcelo.» ¿Quién estaba matando a los miembros del grupo? Tenía algo que ver con ese lugar y con lo que había ocurrido allí. Pero ¿quién estaba detrás de eso? ¿Podría ser alguno de los cuatro miembros que quedaban? A Scheibe le resultaba imposible imaginarlo; sencillamente, no había nada que ganar, ni tampoco había rencores, viejas cuentas que saldar. Sólo el deseo de no tener nada que ver entre sí.
Scheibe sintió que lo sobrecogía algo frío: ¿y si Franz no había muerto en ese sitio? Habían adorado a Franz, le habían seguido; pero, más que nada, le habían temido. ¿Y si su muerte había sido un fraude, una conspiración, alguna clase de pacto con las autoridades? ¿Y si, de alguna manera, había sobrevivido?
No tenía sentido, pero esos homicidios debían de tener alguna relación con lo que había ocurrido allí, en aquel andén ferroviario de provincias veinte años antes. Scheibe ya comenzaba a arrepentirse de haberle dejado un mensaje a Cornelius. No iba a ponérselo fácil al asesino, ni tampoco iba a arriesgar su carrera retomando relaciones que convenía mantener olvidadas. Se había esforzado demasiado por todo lo que había logrado desde la última vez que se vieron; no pensaba abandonar nada de aquello.
Scheibe miró su reloj; ya eran casi las ocho. Se sentía cansado y sucio. No había comido desde el almuerzo en la Rathaus y sentía un vacío en su interior. Se sentó en un banco del andén y contempló sin comprender las vías y el paisaje llano que estaba al otro lado. Su mirada atravesó el Weser y se perdió en el Luneplate, al otro lado.
Podía resolver este asunto. Ésa era la razón por la que ellos siempre habían confiado en él en aquella época: su capacidad para planificar una estrategia de la misma manera en que podía planificar un edificio. Más que una estructura, pero con todos los detalles integrados. Él había sido el arquitecto de lo que había tenido lugar aquí: se había liberado a sí mismo y a los otros. Ahora tenía que volver a hacerlo. Buscó en el bolsillo ele su arrugada chaqueta de lino negro y extrajo su teléfono móvil. No, podrían rastrear su número; después de todo, hacía muy poco tiempo le habían explicado los riesgos de usar un teléfono móvil. Sabía que tenía que ser muy cuidadoso. Llamaría a la policía. Una llamada anónima. Haría un trato que lo mantuviera fuera de todo esto. Como la última vez.
Un teléfono público. Tenía que encontrar un teléfono público. Paul se volvió y recorrió con la mirada el paisaje que lo rodeaba.
Fue entonces cuando el joven de pelo negro salió al andén. No hubo ninguna vaga sensación de reconocimiento. Paul no hizo ningún esfuerzo por recordar dónde o cuándo o en qué circunstancias había visto aquel rostro antes. Tal vez porque estaba viéndolo en ese contexto.
El joven avanzó hacia Paul con aire decidido.
– Sé quién eres -dijo Paul-. Sé exactamente quién eres.
El joven sonrió y sacó la mano brevemente del bolsillo de la chaqueta para enseñarle la Makarov automática.
– Vayamos a algún lugar más privado para hablar. Tengo el coche aparcado fuera -dijo, señalando la salida del andén con un movimiento de la cabeza.
20.00 h, Sankt Pauli, Hamburgo
– Si esto arruina tu reputación, házmelo saber. -Anna Wolff le sonrió a Henk Hermann mientras se acercaban a la barra.
The Firestation era un edificio grande y cuadrado en el Kiez de Sankt Pauli. Por fuera era una más de aquellas edificaciones de obra vista de los años cincuenta que habían surgido en todo Hamburgo como hierbajos, en los sitios vacíos creados Por las bombas de la segunda guerra mundial. En su interior, tampoco tenía nada notable, aunque de una manera completamente diferente. La decoración era una variación de la misma temática de diseño de moda que podía encontrarse en bares y clubes de todo el mundo: una sofisticación vagamente retro que no tenía nada de sorprendente ni de inspiradora. Incluso la música de fondo era la previsible banda de sonido chíll-out. Para Anna, que prefería los clubes y bares un poco más movidos, The Firestation no era interesante. Pero, de todas maneras, no era un club diseñado para Anna. Ni para nadie de su sexo.
– Muy graciosa -murmuró Henk, y saludó con un gesto al barman negro de cabeza afeitada que se acercó a ellos.
– ¿Qué puedo ofrecerles? -El barman negro hablaba alemán con un acento que era mezcla de africano e inglés.
Como respuesta, Henk exhibió su placa ovalada de policía.
– Nos gustaría hacerle algunas preguntas sobre uno de sus clientes.
– Ah, ¿sí?
– Es en relación con la investigación de un homicidio -dijo Anna-. Creemos que la víctima era un cliente habitual de este lugar. -Puso una fotografía de Hauser sobre la barra-. ¿Lo conoce?
El barman miró brevemente la fotografía y asintió.
– Es Herr Hauser. Sí, lo conozco, o lo conocía. Leí sobre su muerte en los periódicos. Terrible. Sí, era un cliente habitual.
– ¿Con alguien en particular?
– No tenía a nadie especial, que yo supiera. Muchos tíos, en general…
Los otros dos encargados de la barra estaban ocupados y un cliente llamó al barman negro desde el otro extremo.
– Perdonen un momento…
Mientras iba a atender al cliente, Anna recorrió el club con la mirada. Considerando que era bastante temprano, y uno de los primeros días de la semana, había una cantidad importante de público. Como había supuesto, eran exclusivamente hombres, pero salvo por eso no había nada que distinguiera The Firestation de cualquier otro bar o club. Algunos tenían el aspecto y la indumentaria de haber venido directamente desde sus despachos. A Anna le resultó difícil imaginarse a Hauser en ese club: todo parecía demasiado «corporativo», demasiado normal. El barman negro regresó y pidió disculpas por la interrupción.
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