Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos: краткое содержание, описание и аннотация

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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– Vaya nomás. Sequé el piso. ¿Necesita algo?

– No, gracias. Permiso.

Tomó su toalla, el jabón y la brocha, y se metió en el húmedo cuartito.

Cuando abrió la puerta, media hora después, afeitado y con el pelo húmedo y revuelto, Rizzo había dejado talco disperso por todas partes, como quien tira veneno para las cucarachas.

El mediodía en el comedor desierto del Hotel Veraneo estaba inundado por la música radial de un sabio Sinatra justo para la lluvia tras los cristales.

– ¿Y el patrón? ¿Fue a misa?

El pibe sonrió mientras desplegaba los ingredientes primarios: siete dados de mortadela, una docena de quesitos, un puñado de maníes, galletitas saladas inevitablemente húmedas, cuatro brillantes aceitunas fugitivas.

– Fue a Lobería, tiene el padre enfermo.

– Y vos quedaste a cargo.

– Más o menos. Está la señora.

El fernet recibió el chorro de soda con una espuma creciente. Etchenike tomó un sorbo, pinchó una mortadela.

– ¿Dónde hay una casa de fotografía por acá?

– En la esquina, pero hoy va a estar cerrada.

– ¿Y dónde puedo comprar un paraguas?

– Espere un cachito.

El chico desapareció por una puerta detrás del mostrador. Hubo un diálogo, una mujer de aspecto indefinible se asomó y el pequeño ayudante volvió con un paraguas negro, grande, con empuñadura de madera.

– Tome. Hay un montón, de gente que se olvida.

– Gracias. ¿Cómo te llamás?

– Gustavo.

– ¿Cuántos años tenés?

– Trece.

– Ah… Sos petiso, entonces.

El petiso asintió, serio. El gorrito ladeado le quedaba hermoso. Llevaba un buzo de gimnasia azul, vaqueros viejos y zapatillas húmedas de cordones desflecados. El delantal de lavacopas, de mozo, de laburante en general, le llegaba más allá de las rodillas.

– ¿Cómo hago para ir hasta el motel Los Pinos, Gustavo?

– ¿El de la ruta?

– Sí.

– Sigue por ésta hasta el monolito y después, a la derecha, por el camino de entrada. Cinco o seis cuadras, donde empieza el pueblo. Lo va a ver.

– Gracias. Cobrate.

Gustavo se llevó el dinero y cuando volvía con el cambio Etchenike lo espantó con un gesto. El petiso hizo desaparecer el vuelto bajo el delantal, sonrió.

Caía toda el agua del mundo. Etchenike abrió el paraguas. El ruido tapaba la voz de Paul Anka y los arreglos de Don Costa que lo despedían.

11. Cambio de pantalones

Ahora llovía con furia acumulada, un desahogo casi. Eran verdaderos golpes de agua, cachetazos contra Etchenike y su paraguas que parecían querer acabar con el verano, esa farsa ya demasiado prolongada.

Sin embargo, el veterano siguió adelante, chapaleando hasta los confines del pueblo, inventándose un apuro que no tenía.

El motel era una construcción estirada y chata a la orilla del camino, un Cabildo que extendía dos alas de puertas iguales con ventanas de aluminio bajo un alero de fibrocemento acanalado pintado de verde oscuro: casi un campamento, provisorio y horrible. Las paredes eran blancas como la pretendida carpeta de piedritas que cubría la arena en toda la explanada del frente, surcada ahora por riachos de agua turbia que venían a morir a los pies empapados de Etchenike.

Un bosquecito lateral cobijaba dos toboganes y media docena de hamacas sin niños; una estación de servicio hacía ruido en el otro extremo, junto al recodo de la ruta. En el centro de la construcción, un bloque de dos plantas y el cartel vertical indicaban el lugar de la administración.

Etchenike subió la leve cuesta pisando charcos.

Junto a la entrada había un kiosco con pocas revistas, cigarrillos, chocolatines, caramelos sueltos, artículos de viaje, patitos de tres colores desinflados. Etchenike se limpió los pies en el felpudo esponjoso, plegó el paraguas y entró. El hombre gordo que estaba tras el mostrador levantó la mirada de la revista de “Clarín”, lo observó por encima de los anteojos.

– Buenos días, busco al señor Algañaraz.

– El periodista.

– Sí.

El gordo hizo un gesto con la boca:

– No lo he visto hoy. Espere.

Giró para verificar en el tablero donde pendían las llaves con pesadas chapas numeradas.

– Debe estar en su habitación. Es la quince.

Etchenike comprobó que ese gancho estaba vacío en el tablero:

– Comuníqueme con él.

El gordo se inclinó sobre un pequeño conmutador, le alcanzó el tubo y volvió al diario. El veterano escuchó sonar la campanilla cinco, seis, siete veces.

– No está -dijo devolviendo el auricular.

El otro lo agarró como si no le creyera, verificó. Después colgó.

– Habrá salido a almorzar y se llevó la llave.

– ¿Dónde queda la habitación?

– Es la anteúltima -el gordo señaló a su derecha, dispuesto a seguir leyendo.

– Gracias.

La puerta de la habitación quince estaba cerrada como todas las demás.

Etchenike golpeó con firmeza y esperó. Golpeó otra vez y probó el picaporte.

– El pasajero no está. ¿Qué busca, señor?

La mucama, de uniforme celeste, estaba parada a sus espaldas con una pila de sábanas y frazadas apretadas contra el pecho. Era morocha, flaca y tenía el pelo recogido.

– ¿Salió temprano?

– No sé -la mujer comenzó a caminar hacia la administración y Etchenike la siguió-. Pero él tiene la llave y no pude entrar a limpiar.

– Por favor, cuando regrese, dígale que el señor Etchenike quería verlo -el veterano sopesó, dentro de su bolsillo, la moderna Konica-. Él sabe dónde encontrarme.

– El señor Etchenike… qué gracioso -y al reír ella desparramó dientes blancos como si tirara un puñado de dados.

– Sí. O simplemente Julio, nomás.

– ¡Cuidado!

La advertencia llegó tarde. El viraje rápido del auto levantó una salpicada larga y oscura que terminó en los sufridos pantalones de Etchenike.

Un Mercedes 220, blanco. Avanzó veinte metros más y se detuvo en el extremo del hotel.

Sergio Algañaraz golpeó la puerta al bajar y corrió a guarecerse. El rubio al volante lo saludó con ademán corto y sonrisa rígida, aceleró otra vez sin dejar de seguirlo con la mirada. Los tres que iban en el asiento posterior ni siquiera se dieron vuelta. Sergio agitó leve y mecánicamente el brazo.

– ¿Qué tal? -dijo Etchenike sacudiéndose las botamangas empapadas.

– Bien, bien…

Pero el periodista estaba distraído, miraba el auto que se iba.

– Mire cómo lo dejó -la mucama se ocupaba de Etchenike-. Va a tener que cambiarse.

– Un asco.

Recién entonces Sergio reparó en ese hombre sucio y maltratado por los elementos que estaba allí, probablemente por él.

– ¿Me estaba esperando?

Asintió.

– Venga, le presto un pantalón -dijo sonriente-. No nos pudimos ver anoche, la cosa no estaba para conversar…

El veterano enarcó las cejas y confirmó que no, claro que no. Entraron.

Mientras se sacaba los pantalones y los colgaba en el baño, Etchenike escuchó el detallado relato de la reiterada frustración de Sergio en sus intentos de “clavarse a la teñida”, según sus palabras.

– Esa mina está mal de la cabeza -sintetizó alcanzándole un vaquero descolorido que Etchenike miró con desconfianza.

Sergio había estado en El Trinquete a la hora convenida pero como la prueba había sido suspendida, la Beba le dijo que la acompañara, que iba a cobrar una guita que le debían y que después iría con él.

– Fuimos a un bar cerca de la playa y estuvimos franeleando. Quedamos en que iríamos a un alojamiento de la ruta pero ella primero quería cobrar esa plata. Todo era muy raro, Etchenike… -Sergio se sentó en el borde de la cama y extendió las manos-. En eso viene un tipo, la llama aparte y al volver ella me dice que ya no va a cobrar, que se siente mal y me termina mangando…

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