Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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El único tema que no tocaban era el del hermano de Erik. Hans jamás lo sacaba y, después de aquella primera vez, tampoco Erik lo hizo.

– Creo que mi madre tendrá pronto lista la cena -dijo Elsy al tiempo que se levantaba y se sacudía la falda. Hans asintió y se puso de pie también.

– Será mejor que me vaya contigo, de lo contrario, tendré que vérmelas con ella -observó mirando a Elsy que sonrió condescendiente y empezó a bajar de la roca. Hans sintió que se ruborizaba. Era dos años mayor que ella, tenía diecisiete años, pero siempre le hacía sentirse como un escolar consentido.

Se despidió de los otros tres, que se quedaron allí sentados tranquilamente y se deslizó tras Elsy por la superficie de la roca. La muchacha miró antes de cruzar la calle y de abrir la verja del camposanto. Atajando por allí, el camino era más corto.

– Qué buen tiempo hace esta tarde -comentó Hans sin poder ocultar su nerviosismo. Se maldijo y se advirtió que debía dejar de comportarse como un tonto. Elsy caminaba deprisa por el sendero de gravilla y él la seguía medio corriendo hasta que la alcanzó y siguió andando a su lado con las manos metidas en los bolsillos. Elsy no respondió a su comentario sobre el tiempo, de lo cual se alegraba, teniendo en cuenta lo lamentable de su intervención.

De repente se sintió profunda y sinceramente feliz. Caminaba junto a Elsy, incluso podía mirarle la nuca y el perfil a hurtadillas de vez en cuando; el viento soplaba sorprendentemente templado y los guijarros del camino emitían un crujido agradable bajo sus pies. Era la primera vez, desde que le alcanzaba la memoria, que experimentaba aquel sentimiento. Felicidad pura. Si es que alguna vez la había sentido tan destilada. Había encontrado tantos impedimentos en el camino…Tanta humillación, odio y miedo que le escocían por dentro… Hacía cuanto estaba en su mano para no pensar en lo ocurrido. En el momento en que se coló en el barco de Elof, decidió dejarlo todo tras de sí. No mirar atrás.

Pero ahora volvían las imágenes. Caminaba en silencio junto a Elsy y trataba de apartarlas en los resquicios a los que las había relegado, pero ellas presionaban y saltaban las barreras de su conciencia. Quizá fuese el precio que debía pagar por el instante de felicidad de hacía un momento. Ese instante fugaz y agridulce de felicidad. En tal caso, quizá hubiese valido la pena. Pero eso a él no le servía mientras iba al lado de Elsy y notaba los rostros, las visiones, los olores, los recuerdos, los sonidos que se empeñaban en aflorar. Presa del pánico, sintió que debía hacer algo. Tenía un nudo en la garganta y empezó a hiperventilar. Ya no podía contener esas sensaciones, pero tampoco abrirles paso. Tenía que hacer algo.

En ese instante, la mano de Elsy rozó la suya. Y el contacto lo sobresaltó. Fue suave y eléctrico y, en su simpleza, lo único necesario para ahuyentar los recuerdos en los que no deseaba pensar. Se detuvo de pronto en medio de la pendiente del cementerio. Elsy iba un paso por delante de él y, cuando se volvió, la diferencia de altura dejó su cara justo a la altura de la de Hans.

– ¿Qué pasa? -preguntó preocupada y, en ese momento, movido por no sabía qué impulso, adelantó el pie, le cogió la cara entre las manos y le besó los labios con suavidad. Ella se quedó rígida al principio y Hans notó que volvía a caer presa del pánico. Luego, Elsy se tranquilizó de pronto, se abandonó al beso y lo acogió sin reservas. Despacio, muy despacio, Elsy abrió la boca y él, muerto de miedo pero lleno de alegría, buscó la lengua de ella con la suya. Comprendió que no la habían besado nunca antes, pero el instinto guiaba la lengua de Elsy hacia la de Hans, que sintió que le flaqueaban las rodillas. Con los ojos cerrados, la atrajo hacia sí y no los abrió hasta unos segundos más tarde. Lo primero que vio fueron los ojos de Elsy. Y en ellos, un reflejo de lo que él mismo sentía.

Mientras reemprendían el camino a casa uno junto al otro, despacio, en silencio, las imágenes se mantuvieron apartadas. Era como si ni siquiera hubiesen existido.

* * *

Cuando Erica entró en la biblioteca, Christian estaba sumido en lo que veía en la pantalla. Después de la escapada a Uddevalla, se fue derecha a la biblioteca, y aún se sentía tan confusa como cuando dejó a Herman en el hospital. Pervivía en ella la sensación de que existía algo vagamente familiar en aquellos nombres, y los había anotado en un trozo de papel que le entregó a Christian.

– Hola, Christian, ¿podrías ayudarme a comprobar si hay algo sobre estos dos hombres, Paul Heckel y Friedrich Hück? -preguntó mirándolo esperanzada.

El bibliotecario examinó la nota. Erica advirtió preocupada que parecía exhausto. Seguramente se tratara sólo del típico resfriado otoñal, o quizá los niños, se dijo Erica, pero sin poder evitar cierta preocupación.

– Siéntate mientras busco los nombres -le sugirió. Erica siguió su consejo. Cruzó los dedos mentalmente, pero sintió decaer la esperanza cuando no advirtió reacción alguna en la cara de Christian mientras leía los resultados de la búsqueda.

– No, lo siento. No encuentro nada -declaró al fin meneando la cabeza-. Al menos, no en nuestros registros o en nuestra base de datos. Pero intenta hacer alguna búsqueda en Internet, el problema es que yo no creo que sean nombres raros en alemán.

– Vale -respondió Erica decepcionada-. O sea, que no hay relación entre esos nombres y esta zona, ¿no?

– Por desgracia, no.

Erica exhaló un suspiro.

– En fin, habría sido demasiado fácil, supongo. -De pronto, se le iluminó la cara-, Pero ¿podrías mirar si hay algo más sobre una persona que se mencionaba en los artículos que me diste la última vez? Entonces no lo buscábamos a él, sino sólo a mi madre y a algunos de sus amigos. Se trata de un joven de la resistencia noruega, Hans Olavsen, que vivió aquí, en Fjällbacka…

– Hacia el final de la guerra, sí, ya lo sé -atajó Christian lacónico.

– ¿Lo conoces? -preguntó Erica perpleja.

– No, pero es la segunda vez que alguien pregunta por él en dos días. Se ve que era muy famoso.

– ¿Quién quería información sobre él? -quiso saber Erica conteniendo la respiración.

– Tendría que mirarlo -repuso Christian empujando la silla hacia una cajonera-. Me dejó la tarjeta, por si encontraba algo más sobre ese tipo. Me dijo que lo llamara. -Christian murmuraba mientras revolvía en el cajón, pero al final encontró lo que buscaba.

– Ajá, aquí está. Kjell Ringholm, dice.

– Gracias, Christian -dijo Erica sonriendo-. Entonces ya sé con quién voy a mantener una pequeña charla.

– Suena grave -rio Christian, aunque sin convicción.

– Bueno, es sólo que me llena de curiosidad el hecho de que él se interese tanto por Hans Olavsen. -Erica pensaba en voz alta-. Pero ¿encontraste algo cuando buscaste para Kjell Ringholm?

– Lo mismo que te llevaste la última vez. Así que no tengo nada que te sea útil, lo siento.

– Bueno, una mala cosecha la de hoy -reconoció Erica con un suspiro-, ¿Puedo copiar al menos el número de teléfono que figura en la tarjeta de visita?

– Be my guest -dijo Christian dándole la tarjeta.

– Gracias -contestó ella con un guiño. Christian se lo devolvió, pero con gesto cansado.

– Oye -añadió Erica-, ¿Sigue todo bien con el libro? ¿Seguro que no quieres que te ayude con algo? ¿Cómo iba a titularse, La sirena?

– Sí, desde luego, todo bien -respondió Christian con un tono un tanto extraño-, Y se va a llamar La sirena. Pero, si me disculpas, tengo que trabajar un poco…

Dicho esto, le dio la espalda y empezó a aporrear el teclado. Erica se marchó atónita. Christian jamás se había comportado así con anterioridad. En fin, tenía otras cosas en las que pensar. Como, por ejemplo, en mantener una conversación con Kjell Ringholm.

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