Karin guardó silencio unos minutos. Luego miró a Patrik y le dijo:
– ¿A ti te pareció que Erica se comportaba así cuando estaba en casa con Maja? ¿Que no te permitía compartir el control? -Karin aguardó tranquilamente la respuesta.
Patrik se lo pensó un buen rato hasta que, finalmente, tuvo que admitir:
– No, no fue el caso de Erica. Más bien me daba la sensación de que para ella era un alivio dejar de ser la responsable absoluta por un momento. Cuando Maja lloraba y yo intentaba consolarla, era estupendo saber que, por mucho que llorase, en un momento dado podía dársela a Erica; que, si yo no lograba calmarla, ella tendría que hacerlo. Y, desde luego, era mejor irse al trabajo por la mañana, porque así siempre era una delicia llegar a casa y jugar con Maja.
– Claro, puesto que tú ya tenías tu dosis de actividad adulta -concluyó Karin con aspereza-. ¿Cómo van las cosas ahora? Quiero decir, ahora que la responsabilidad es tuya. ¿Funciona bien?
Patrik reflexionó un instante, pero se vio obligado a negar con un gesto.
– Realmente no, no puedo decir que haya sacado un sobresaliente en mi período de baja paternal, por ahora. Pero no es tan fácil. Erica trabaja en casa y ella es la que sabe dónde está todo y… -volvió a menear la cabeza.
– Sí, eso me suena. Cuando Leif está en casa, siempre me hace a gritos la misma pregunta: «¡Kaaaarin! ¿Dónde están los pañales?». A veces me pregunto cómo funcionáis los hombres en el trabajo, puesto que en casa ni siquiera conseguís recordar dónde se guardan los pañales.
– Bueno, ya está bien, ríndete -bromeó Patrik dándole un codazo-.Tampoco somos tan inútiles. Al menos, dadnos un voto de confianza. Hace tan sólo una generación, los hombres apenas habían cambiado un pañal cuando tenían hijos pequeños, y en mi opinión, hemos llegado bastante lejos desde entonces. Lo que ocurre es que no resulta fácil cambiar ese tipo de cosas así, en un abrir y cerrar de ojos. Nuestros padres fueron nuestros modelos, los que nos marcaron y, bueno, cambiar las cosas lleva su tiempo. Pero hacemos lo que podemos.
– Tú, quizá -repuso Karin de nuevo con tono de amargura-, Leif no hace lo que puede.
Patrik no dijo nada. No había nada que decir. Y cuando se despidieron en Sälvik, a la altura del club de vela Nordeviken, iba triste y meditabundo. Durante mucho tiempo, deseó que Karin fuese desgraciada, como castigo por su traición. Pero ahora le infundía muchísima pena.
La llamada telefónica recibida en la comisaría hizo que todos se lanzaran a los coches. Como de costumbre, Mellberg masculló una excusa y se apresuró a volver a su despacho, pero Martin, Paula y Gösta bajaron por la calle Affärsgatan, en dirección al instituto de Tanumshede. Tenían instrucciones de dirigirse al despacho del director y, puesto que no era la primera vez que visitaban el centro, a Martin no le costó nada encontrarlo.
– ¿Qué ha ocurrido? -observó a los presentes, entre los que se encontraba un adolescente enfurruñado, sentado en una silla flanqueado por el director y por otros dos hombres que, según supuso Martin, serían profesores.
– Per ha agredido a uno de los alumnos -declaró el director con amargura al tiempo que se sentaba en el borde de la mesa-. Estupendo que hayáis podido venir tan rápido.
– ¿Cómo está el alumno? -preguntó Paula.
– Tiene muy mala pinta. Ahora se halla bajo los cuidados de la enfermera del instituto y la ambulancia está en camino. He llamado a la madre de Per, que no debería tardar en llegar. -El director lanzó a Per una mirada iracunda, pero el chico le respondió bostezando indiferente.
– Tendrás que acompañarnos a comisaría -le dijo Martin indicándole que se levantara antes de volverse al director-. Intente localizar a su madre antes de que llegue aquí. De lo contrario, dígale que siga hasta la comisaría. Mi colega, Paula Morales, se quedará interrogando a los testigos de la agresión.
Paula asintió confirmándole al director las palabras de Martin.
– Me pondré a ello de inmediato -aseguró saliendo del despacho.
Per seguía exhibiendo la misma expresión de indiferencia cuando, unos minutos más tarde, recorría el pasillo detrás de los policías. Un nutrido grupo de alumnos curiosos se había concentrado allí, y Per reaccionó a su expectación con una sonrisa descarada y con un corte de mangas.
– Malditos cretinos -murmuró.
Gösta le lanzó una mirada de reprobación.
– Más vale que cierres la boca hasta que lleguemos a la comisaría.
Per se encogió de hombros, pero obedeció. El resto del breve trayecto hasta la planta baja de la comisaría, que alojaba tanto a la policía como al parque de bomberos, el muchacho fue mirando por la ventanilla sin pronunciar una sola palabra.
Una vez en su destino, lo dejaron en una sala a la espera de que llegara su madre. De repente, sonó el teléfono de Martin. Escuchó con interés lo que le decían y luego se volvió a Gösta con cara de extrañeza.
– Era Paula -explicó-. ¿Sabes quién es el chico que ha sufrido la agresión?
– No, ¿alguien a quien conocemos?
– Vaya si lo conocemos. Es Mattias Larsson, uno de los dos chicos que hallaron el cadáver de Erik Frankel. Ahora van camino del hospital, así que tendremos que posponer el interrogatorio.
Gösta no hizo ningún comentario sobre la información que acababa de recibir, pero a Martin no le pasó inadvertida la palidez del colega.
Diez minutos más tarde Carina cruzaba la puerta de la comisaría y, jadeante, preguntaba por su hijo en recepción. Annika le indicó el despacho de Martin.
– ¿Dónde está Per? ¿Qué ha pasado? -hablaba como si tuviera el llanto detenido en la garganta y estaba visiblemente destrozada. Martin le estrechó la mano y se presentó. Las formalidades y los rituales conocidos solían templar los nervios. Y así funcionó también en esta ocasión. Carina repitió la pregunta, pero en un tono mucho más calmado, y se sentó en la silla que Martin le ofrecía. Cuando se sentó en la suya, al otro lado del escritorio, constató con una mueca apenas perceptible que reconocía muy bien el perfume que desprendía la mujer: olía a alcohol revenido. Era un aroma inconfundible, muy fácil de reconocer. Claro que cabía la posibilidad de que hubiese estado en una fiesta la noche anterior. Pero abrigaba sus dudas, ya que las facciones de la mujer aparecían laxas y ligeramente hinchadas, como las de un alcohólico.
– Per está detenido por agresión. Según el informe que tenemos del instituto, golpeó a un compañero en el patio del centro.
– ¡Ay, Dios mío! -se agarró fuertemente al brazo de la silla-, ¿Cómo…? El chico al que… -No fue capaz de concluir la frase.
– En estos momentos, va camino del hospital. Al parecer ha salido muy mal parado.
– ¿Pero qué… por qué? -atinó a preguntar tragando saliva y meneando la cabeza.
– Eso es lo que pensábamos averiguar. Per está en una de las salas de interrogatorio y, con su permiso, querríamos hacerle unas preguntas.
Carina asintió.
– Por supuesto -respondió volviendo a tragar saliva.
– Bien, en ese caso, vamos a hablar con Per. -Martin precedió a Carina al salir del despacho. Se detuvo en el pasillo y dio unos golpecitos en la puerta de Gösta-. Vente, vamos a charlar un rato con el chico.
Carina y Gösta se estrecharon la mano cortésmente y los tres se encaminaron a la habitación donde Per se esforzaba en simular que estaba profundamente aburrido. Sin embargo, por un instante se le cayó la máscara al ver entrar a su madre. No demasiado, un leve estremecimiento en la comisura del ojo. Un temblor imperceptible de la mano. Luego se obligó a adoptar la expresión indiferente de antes y volvió la vista a la pared.
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