En el recién llegado informe de Ray Larner no había nada que se desviara de lo dicho anteriormente, ni tampoco constaba ninguna referencia a una posible conexión con Suecia. En otras palabras, no se podía hacer nada, salvo esperar a que apareciera la primera víctima. Y eso les resultaba insoportable.
Se dedicaban a prepararse mentalmente para la intensa actividad que con toda seguridad se desataría más tarde, lo que se traducía en pequeñas tareas que no sólo les producían la ilusión de estar ocupados en algo útil, la sensación de hacer algo, sino que también suponía una actividad en solitario. Cada uno de ellos, al parecer, sentía la necesidad de analizar la situación en soledad.
Hultin siguió ordenando el material del FBI. Holm volvió al aeropuerto para ver si alguien del personal, por casualidad, había tenido un flashback o una idea genial, o cualquier otra cosa. La tripulación del vuelo SK 904 también iba a estar allí, así que Kerstin Holm se preparó para su especialidad, llámese conversaciones, entrevistas o interrogatorios. Nyberg -como era habitual- se encaminó hacia los bajos fondos de Estocolmo para sondear el terreno. Söderstedt se encerró en su despacho y comenzó a llamar a todos los sitios imaginables en los que ese tal Reynolds, que seguramente ya no se llamaba así, podría haberse alojado. Chávez se lanzó al ciberespacio; lo que pensaba encontrar allí era un misterio para los no iniciados. A Norlander se le encomendó, según palabras de Hultin, la tarea de limpiar la totalidad de los retretes del edificio de la policía con un cepillo de dientes eléctrico, lo que podría considerarse un avance tecnológico dentro del noble arte de los castigos. Hjelm, por su parte, se marcó su propia misión: indagar en la vida de Lars-Erik Hassel.
La probabilidad de que el Asesino de Kentucky se hubiese quedado en Estados Unidos resultaba tan pequeña como que el pasado de Hassel tuviera algo que ver con el caso. Pese a ello, Hjelm puso rumbo a ese gran edificio que albergaba las oficinas del periódico en el que había trabajado el crítico literario.
Se permitió el lujo de ir andando, una costumbre que había desarrollado durante la relativa ociosidad del último año. Bajó a Norr Mälarstrand atravesando la plaza de Kungsholmen. Al parecer, la lluvia había ido en busca de otras víctimas; aun así, Hjelm no podía dejar de pensar que sólo aguardaba entre bastidores el momento oportuno para envolver la ciudad en el otoño. Todavía brillaba el sol, aunque con menos fuerza cada día. Al otro lado de la bahía de Riddarfjärden, un enorme gato, bañado por los blanquecinos rayos del tardío sol veraniego, se estiraba ronroneando placenteramente: las rocas del monte de Maria parecían inclinarse para lamer el agua del lago Mälaren con la carretera de Söderleden, que salía de su túnel como una gigantesca lengua; el pesado cuerpo del gato, la bahía de Skinnarviken, se retorcía con avidez alargándose hacia el islote de Långholmen como si de sus elegantes patas traseras se tratara; la cola, el puente Västerbron, mostraba el camino a Marieberg y, por tanto, a las oficinas del periódico.
Lo único que Hjelm sabía de Hassel era que había sido crítico literario. En alguna ocasión había visto su nombre en las páginas culturales del periódico; por lo demás, su vida le era totalmente desconocida.
Caminó a lo largo de la ribera norte de Mälaren y subió a Marieberg cruzando el parque de Rålambshov, donde unos jóvenes que estaban jugando a brännboll [3]se empeñaban en no llevar camiseta, a pesar de que se les veía la carne de gallina a veinte metros de distancia. ¿Cómo rezaba ese viejo refrán del campo? ¿«Recibe el verano sudando y el invierno tiritando»?
Con un gesto de disculpa bien ensayado, la recepcionista le informó de que los ascensores estaban temporalmente fuera de servicio, por lo que Hjelm se vio obligado a sudar. En la redacción de Cultura, pese a la intensa actividad que reinaba, se advertía cierto desánimo. En espera de que el jefe de redacción -al que se veía correr de un lado para otro- pudiera atenderle, Hjelm se entretuvo con un montón de viejos suplementos culturales que pusieron a su disposición. No había leído las páginas de Cultura con tanta atención desde hacía mucho tiempo. Consiguió dar con algunos artículos firmados por Hassel y pasó media hora larga ilustrándose antes de que el jefe de redacción lo invitara a entrar en su despacho, donde la cantidad de libros era tal que a Hjelm le pareció que iban creciendo ante sus ojos.
El jefe, sin dejar de mesarse la barba entrecana, le tendió la mano y se presentó sin más preámbulos:
– Möller. Siento haberle hecho esperar. Ya se puede imaginar cómo están las cosas por aquí.
– Hjelm -dijo Hjelm. Quitó un montón de papeles de una silla y se sentó.
– Hjelm -repitió Möller, y se dejó caer tras su abarrotada mesa-. Ajá.
A ese «ajá» no le siguió nada más, pero fue suficiente para que Hjelm comprendiera que el paso del tiempo aún no había relegado al olvido la reputación ganada como «Héroe de Hallunda» y «Perseguidor del Asesino del Poder». Como cualquier viejo héroe, se enfrentaba día y noche a su deficiente heroísmo.
– Mis condolencias -dijo escuetamente.
Möller meneó la cabeza.
– Resulta un poco difícil entenderlo, no lo voy a negar -reconoció-. ¿Qué fue lo que pasó en realidad? La información que nos han facilitado ha sido bastante escasa, por decir algo. ¿Qué ponemos en el obituario? Lo único que me ha quedado claro es que no vamos a poder recurrir a la habitual frase de «falleció tras una larga enfermedad»…
– Fue asesinado -replicó Hjelm sin más preámbulos-. En el aeropuerto.
Möller volvió a menear la cabeza.
– En el aeropuerto… Menuda mala pata. Y yo que creía que Nueva York se había vuelto una ciudad segura gracias a su nueva política Zero tolerance, Community Policing, o cómo se llame. ¡Pero si era por eso por lo que Hassel había ido allí! ¡Hay que joderse!
– ¿Por eso?
– Iba a presentar una perspectiva cultural del nuevo espíritu pacífico neoyorquino. Supongo que es lo que se suele llamar una ironía del destino.
– ¿Le dio tiempo a escribir algo?
– No, sólo estaba allí para recabar impresiones. Llevaba una semana y, a la vuelta, dedicaría la siguiente a redactar un artículo.
– O sea, que el periódico le pagó el viaje, ¿no?
– Pues claro -replicó Möller medio ofendido.
– ¿Era fijo?
– Sí. Hacía casi veinte años que trabajaba en esta redacción.
– Así que de la generación de los cuarenta, de esos a los que todo les vino rodado, ¿no? -se le escapó a Hjelm.
Möller lo miró de hito en hito.
– Eso son exageraciones, nosotros no nos expresamos en esos términos. Tampoco nos ha resultado todo tan fácil.
Hjelm lo observó unos instantes. Se dio cuenta de que no podía resistir la tentación de provocarlo un poco más.
– El artículo sobre la perspectiva cultural del nuevo y pacífico espíritu neoyorquino debe de haber costado el sueldo de medio mes, pongamos unas quince mil coronas, más impuestos, seguridad social, billetes de avión, alojamiento y dietas. En total rondará quizá… las cincuenta mil.
El semblante de Möller se ensombreció mientras se encogía de hombros.
– No se pueden calcular los gastos de esa manera; hay artículos que cuestan más y otros menos. ¿Adónde quiere ir a parar?
– ¿Tenía algún contacto en Nueva York? ¿Amigos? ¿Enemigos?
– Que yo sepa, no.
– ¿Estuvo usted o algún otro miembro de la redacción en contacto con él durante la semana?
– Yo hablé con él una vez. Acababa de visitar el teatro Metropolitan y estaba muy contento.
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