Söderstedt hizo una pausa para luego seguir con el mismo tono malicioso.
– Asumes la investigación desde cero, tras veinte años de intensas pesquisas realizadas por el FBI, que, dicho sea de paso, cuenta con unos recursos que superan el producto interior bruto de toda Suecia.
Hultin lo observó sin inmutarse.
– ¿Qué había entonces de especial en el modus operandi del Commando Cool? -volvió a preguntar Gunnar Nyberg-. ¿Cómo murió ese crítico literario?
Hultin se giró hacia Nyberg con un gesto que, posiblemente, podría interpretarse como un alivio contenido.
– La clave está en que son dos cosas distintas -dijo-. El asesino emplea lo que podríamos denominar una adaptación personal del método inventado por el Commando Cool. Todo el procedimiento se basa en un instrumento singular: unas tenazas micromecánicas de diseño especial que en posición desplegada se asemejan a una especie de aterradora cánula. Como una jeringa de caballo. Se introducen en el cuello desde un lado y, con la ayuda de unos pequeños cables de regulación, se abren unos diminutos dispositivos prensiles dentro de la tráquea que agarran las cuerdas vocales haciendo que la víctima no sea capaz de emitir ni un solo sonido. Se le silencia por completo. Incluso en plena jungla, con soldados del FNL pululando por todas partes, uno puede permitirse el lujo de entregarse a un rato de refrescante tortura. Una vez que se ha hecho callar a la víctima, se pueden poner en práctica sin miramientos todo tipo de métodos convencionales, sobre todo dirigidos a uñas y órganos genitales, donde basta con unos pequeños movimientos para provocar el máximo dolor. Y después se afloja la presión en torno a las cuerdas vocales un poco, sólo lo suficiente como para que la víctima sea capaz de emitir algo parecido a un susurro y así, silenciosamente, pueda revelar algún secreto. Además, el Commando Cool desarrolló unas tenazas gemelas, basadas en el mismo principio que las otras pero diseñadas para aplicarse a ganglios nerviosos situados en la nuca, a los cuales se ataca desde dentro en un tira y afloja que causa un inmenso dolor que sube a la cabeza y recorre todo el cuerpo. En todas las víctimas del asesino de Kentucky se han hallado los dos agujeros característicos, en el cuello y la nuca, con los correspondientes daños internos, así como algunas lesiones en genitales y dedos propias de los clásicos métodos de tortura. Larner se muestra algo reticente a desvelar en qué consiste exactamente la diferencia entre la actuación de nuestro hombre y la del comando, pero al parecer tiene que ver con el diseño de las dos microtenazas; como si, tras algún proceso de desarrollo industrial, se hubiesen perfeccionado aún más para su lúgubre objetivo.
Hultin se calló y bajó la mirada a la mesa.
– Quiero que nos detengamos un momento a reflexionar sobre el caso -dijo con gravedad-. Lars-Erik Hassel sufrió con toda probabilidad una de las muertes más terribles que podamos imaginar. Me gustaría que meditarais con detenimiento sobre lo que nos vamos a encontrar. No tiene nada que ver con nuestro viejo amigo el Asesino del Poder, ni con ningún otro criminal que se haya cruzado en nuestro camino hasta ahora. La gélida indiferencia ante la vida y el perverso placer ante el sufrimiento humano a los que nos enfrentamos no son ni siquiera imaginables. Se trata de un ser gravemente perturbado, de un tipo que el sistema estadounidense parece producir en cadena y que, por mí, podrían haber renunciado a exportar. Pero ahora ese individuo está aquí, y no nos queda otra que esperar a que pase a la acción. Tal vez tarde mucho o quizá se ponga manos a la obra mañana mismo. Pero actuará, y tenemos que estar preparados.
Hultin se levantó para ir al baño; se había controlado durante un tiempo asombrosamente largo para alguien que sufre de incontinencia. Mientras se dirigía hacia la puerta le dijo al grupo, que se estaba dispersando con cierta pereza:
– En cuanto reciba el material de Larner os pasaré copias. El resultado de este caso depende de vuestra capacidad para estudiar el tema.
Se despidió de ellos con un movimiento de cabeza y se acercó con prisas a su puerta privada.
– ¿Cuántos años tenía Edwin Reynolds según el pasaporte? -preguntó Jorge Chávez.
La cara de Hultin se torció en un gesto rígido, hurgó entre los papeles apretando al mismo tiempo las piernas en un esfuerzo por contenerse y consiguió sacar una copia de la página de pasaporte escaneada.
– Treinta y dos.
Chávez movió la cabeza pensativo.
– El pasaporte es evidentemente falso -comentó-, pero ¿por qué quitarse quince años?
– Por el riesgo, quizá -especuló Hultin, aun sin estar muy convencido de lo que decía, antes de apresurarse hacia el baño con los papeles volando en el aire.
Chávez y Hjelm cruzaron la mirada. Hjelm se encogió de hombros.
– Puede que comprara o robase un pasaporte falso que ya estaba hecho.
– Sí, quizá -dijo Chávez.
Pero se quedaron con la sensación de que algo no cuadraba. Algo fundamental no cuadraba.
En realidad, no se podía hacer nada.
Naturalmente existía la microscópica posibilidad de que todo fuera una casualidad, es decir, que el asesino de Kentucky no estuviese en el aeropuerto para abandonar su país, sino sólo para buscar una nueva víctima; que el pobre Lars-Erik Hassel, sin ayuda de nadie, cancelara su viaje y tirase el billete; y que luego un viajero cualquiera, que además llevaba un pasaporte falso encima, hiciera una reserva en el último minuto. Sin embargo, tal cúmulo de casualidades rayaba en el absurdo; en realidad, no cabía ninguna duda de que el Asesino de Kentucky se encontraba en Suecia. La cuestión era por qué.
Llegó el informe completo del agente especial del FBI, Ray Larner. En él constaba que el avión había despegado de Newark según el horario previsto, a las 18.20, hora local. A las 18.03, un hombre que se había hecho pasar por Lars-Erik Hassel llamó para cancelar su reserva, y a las 18.08, tras cinco minutos de arriesgada espera con la intención de no llamar la atención, un tal Edwin Reynolds se había quedado con el billete. Alrededor de medianoche, apenas dos horas antes del aterrizaje del avión en Estocolmo, un limpiador hizo el macabro descubrimiento del cadáver en un cuarto de limpieza. Unos minutos más tarde, en el lugar del crimen se presentó un comisario llamado Hayden, procedente de la comisaría del aeropuerto. Al reconocer los dos pequeños agujeros en el cuello de la víctima, Hayden se había puesto en contacto con la oficina principal del FBI en Manhattan, que a su vez localizó a Ray Larner, quien confirmó que efectivamente se trataba del famoso Asesino de Kentucky. Tras examinar las pertenencias de Hassel, Hayden había llegado a la conclusión de que el asesino, con toda probabilidad, había ocupado el asiento de la víctima en el vuelo a Estocolmo. Al cabo de un rato, el personal del turno de noche en el mostrador de SAS le confirmó que alguien había anulado un billete a última hora, cuando ya era demasiado tarde para hacer un cambio. Además, una cansada azafata recordó que alguien había hecho una nueva reserva en el último momento. Sin embargo, ella sólo tenía acceso a una lista con el nombre de los pasajeros, no a la información sobre cuándo se había producido cada reserva. Mientras el FBI buscaba frenéticamente a algún experto informático, Hayden había contactado con el jefe de la policía criminal nacional de Suecia, en Estocolmo, a través del cual pudo hablar con el comisario Jan-Olov Hultin. Eran entonces las 7.09 horas en Suecia. Hayden le mandó por fax todo el material del que disponía en ese momento, material que se convirtió en el mar de papeles que Hultin llevaba encima durante la rápida reunión antes del vuelo en helicóptero a Arlanda.
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