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John Verdon: Se lo que estas pensando

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John Verdon Se lo que estas pensando

Se lo que estas pensando: краткое содержание, описание и аннотация

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Un hombre recibe una carta que le urge a pensar en un número, cualquiera. Cuando abre el pequeño sobre que acompaña al texto, siguiendo las instrucciones que figuran en la propia carta, se da cuenta de que el número allí escrito es exactamente en el que había pensado. David Gurney, un policía que después de 25 años de servicio se ha retirado al norte del Estado de Nueva York con su esposa, se verá involucrado en el caso cuando un conocido, el que ha recibido la carta, le pide ayuda para encontrar a su autor con urgencia. Pero lo que en principio parecía poco más que un chantaje se ha acabado convirtiendo en un caso de asesinato que además guarda relación con otros sucedidos en el pasado. Gurney deberá desentrañar el misterio de cómo este criminal parece capaz de leer la mente de sus víctimas en primer lugar, para poder llegar a establecer el patrón que le permita atraparlo.

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– Ahora, vamos, Gregory susurró. ¡Dispárele!

Hubo un momento de incomprensión compartida en el que ambos hombres pugnaron por asimilar lo que acababan de escuchar, como si pudieran pugnar por comprender un trueno en un día sin nubes. Dermott vaciló. La dirección del arma en el ganso se movió un poco hacia Gurney, hacia la silla situada contra la pared.

Los labios de Dermott se extendieron hacia ambos lados en su imitación mórbida de una sonrisa.

– ¿Perdón?

En la afectada indiferencia, Gurney sintió un temblor de inquietud.

– Ya me ha oído, Gregory -dijo-. Le he dicho que le dispare.

– ¿Usted me ha dicho… a mí?

Gurney suspiró con elaborada impaciencia.

– Me está haciendo perder tiempo.

– ¿Perder…? ¿Qué demonios cree que está haciendo? -La pistola en el ganso se movió más en la dirección de Gurney. Su indiferencia había desaparecido.

Nardo tenía los ojos como platos. A Gurney le costaba calibrar las emociones que se mezclaban detrás del asombro. Como si fuera Nardo quien le exigía saber lo que estaba pasando, Gurney se volvió hacia él y dijo, con la máxima naturalidad que pudo:

– A Gregory le gusta matar a gente que le recuerda a su padre.

Hubo un sonido ahogado en la garganta de Dermott, como el principio de una palabra o un grito que se quedó encajado ahí. Gurney permaneció decididamente concentrado en Nardo y continuó con el mismo tono insulso.

– El problema es que necesita que le den un empujoncito de cuando en cuando. Se queda empantanado en el proceso. Y, por desgracia, comete errores. No es tan listo como cree. ¡Oh, Cielo santo! -Hizo una pausa y sonrió de manera especulativa a Dermott, cuyos músculos de la mandíbula estaban ahora visibles-. ¿Tiene posibilidades, verdad? El pequeño Gregory no es tan listo como cree. ¿Qué le parece, Gregory? ¿Cree que podría empezar un nuevo poema así? -Casi le guiñó el ojo, pero pensó que eso podría ser ir demasiado lejos.

Dermott lo miró con odio, confusión y algo más. Esperaba que ese algo más fuera un remolino de interrogantes que un obseso por el control se vería obligado a resolver antes de matar al único hombre capaz de ayudarle a hacerlo. La siguiente palabra de Dermott, con su entonación tensa, le dio esperanza.

– ¿Errores?

Gurney asintió con aire apesadumbrado.

– Unos cuantos, me temo.

– Es usted un mentiroso, detective. Yo no cometo errores.

– ¿No? ¿Cómo los llama entonces, si no los llama errores? ¿Cagadas de Dickie Duck?

Incluso en el momento de decirlo se preguntó si no había dado el paso fatal. En ese caso, en función de dónde le diera la bala, podría no saberlo nunca. Fuera como fuese, no quedaba una ruta de retirada segura. Gurney detectó una serie de minúsculas vibraciones en las comisuras de los labios de Dermott. Reclinado incongruentemente en esa cama, pareció mirar a Gurney desde una atalaya en el Infierno.

Gurney en realidad sólo sabía de un error que hubiera cometido Dermott, un error relacionado con el cheque de Kartch que finalmente había encajado en su lugar sólo un cuarto de hora antes, cuando había visto la copia enmarcada de ese cheque en la mesita. Pero suponiendo que pudiera afirmar que había reconocido el error y su significado desde el principio, ¿qué efecto habría tenido en el hombre que estaba tan desesperado por creer que poseía el control total?

Una vez más, la máxima de Madeleine llegó a su mente, marcha atrás. Si no puedes retroceder, adelante a toda velocidad. Se volvió hacia Nardo, como si pudiera no hacer caso del asesino en serie que estaba en la sala.

– Una de sus cagadas más tontas fue cuando me dio los nombres de los hombres que le habían enviado los cheques. Uno de los nombres era Richard Kartch. La cuestión es que éste envió el cheque en un sobre en blanco, sin nota alguna. La única identificación era el nombre impreso en el mismo cheque. El nombre que aparecía en el cheque era «R. Kartch», y ésa era también la forma en que firmaba. La R podría haber sido de Robert, Ralph, Randolph, Rupert y una docena de nombres más. Pero Gregory (aunque al mismo tiempo decía que no conocía de nada ni había tenido ningún contacto con el remitente, salvo por el nombre y la dirección en el cheque en sí) sabía que era Richard, lo cual yo vi en el buzón de la casa de Kartch en Sotherton. Así que, en ese momento, supe que estaba mintiendo. Y la razón era obvia.

Esto fue demasiado para Nardo.

– ¿Lo sabía? Entonces, ¿por qué demonios no nos lo dijo para que pudiéramos detenerlo?

– Porque sabía lo que iba a hacer y por qué iba a hacerlo, y no tenía interés en detenerlo.

Nardo tenía aspecto de haber entrado en un universo alternativo, donde las moscas daban manotazos a las personas.

Un sonido agudo atrajo la atención de Gurney hacia la cama. La mujer mayor estaba entrechocando sus chapines de cristal rojos como Dorothy al salir de Oz de camino a Kansas. La pistola en el ganso apuntaba directamente a Gurney. Dermott estaba haciendo un esfuerzo (al menos Gurney esperaba que requiriera un esfuerzo) para dar la impresión de no inmutarse por la revelación de Kartch. Articuló las palabras con peculiar precisión.

– Sea cual sea el juego al que está jugando, detective, voy a terminarlo yo.

Gurney, con toda la experiencia interpretativa que pudo aprovechar, trató de hablar con la confianza de quien está apuntando con una Uzi al pecho de su enemigo.

– Antes de formular una amenaza dijo con voz suave, asegúrese de que comprende la situación.

– ¿Situación? Si disparo, usted muere. Si disparo otra vez, él muere. Los babuinos entran por la puerta y mueren. Ésa es la situación.

Gurney cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en la pared, con un suspiro profundo.

– ¿Tiene idea…, alguna idea? -empezó, luego negó con la cabeza, cansado-. No, no, por supuesto que no. ¿Cómo iba a tenerla?

– ¿Una idea de qué, detective? -Dermott usó el título con exagerado sarcasmo.

Gurney rio. Fue una suerte de risa trastornada, concebida para plantear nuevas preguntas en la mente de Dermott, pero en realidad estaba cargada con la energía de un creciente caos emocional que se apoderaba de su interior.

– ¿Sabe a cuántos hombres he matado? -Susurró, mirando a Dermott con salvaje intensidad, rezando para que el hombre no reconociera el propósito de consumir tiempo de su desesperada improvisación, rezando para que los policías de Wycherly se dieran cuenta de la ausencia de Nardo. ¿Cómo diablos no se habían dado cuenta todavía? ¿O lo habían hecho? El cristal seguía entrechocando.

– Los polis estúpidos matan gente todo el tiempo -dijo Dermott, me importa bien poco.

– No me refiero a hombres. Me refiero a hombres como Jimmy Spinks. Adivine a cuántos hombres como Jimmy Spinks he matado.

Dermott pestañeó.

– ¿De qué demonios está hablando?

– Estoy hablando de matar borrachos. De limpiar el mundo de animales alcohólicos, de acabar con la escoria de la Tierra.

Una vez más hubo una vibración casi imperceptible en la boca de Dermott. Había captado su atención, de eso no cabía duda. ¿Ahora qué? Qué otra cosa salvo deslizarse sobre la ola. No había otra salida. Improvisó:

– Una noche, en la terminal de autobuses de la autoridad portuaria, cuando era un poli novato, me pidieron que sacara a unos indigentes de la entrada trasera. Uno no se quería ir. Olía a whisky desde tres metros de distancia. Le volví a decir que saliera del edificio, pero en lugar de dirigirse a la puerta empezó a caminar hacia mí. Sacó un cuchillo de cocina del bolsillo, un cuchillo pequeño con el filo de sierra de los que usas para pelar una naranja. Blandió el cuchillo de manera amenazadora y no hizo caso de mi orden de soltarlo. Dos testigos que vieron la confrontación desde la escalera mecánica juraron que disparé en defensa propia. Hizo una pausa y sonrió. Pero no es cierto. Si hubiera querido, podría haberlo reducido sin despeinarme siquiera. En cambio, le disparé en la cara y los sesos le salieron por la parte de atrás de la cabeza. ¿Sabe por qué lo hice, Gregory?

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