Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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– ¿Llega?

– Casi.

– Tire de la camilla.

– Ahora -dijo ella.

Entonces empezó a hablar en castellano con Amelita, inclinada sobre el asiento trasero, con la chaqueta levantada y la curva de su cadera dentro de los apretados tejanos muy pegada a él. Eso era distinto, desde luego. Echó un vistazo a su cadera, a su ajustada redondez, sin mirar abiertamente. Era ella quien le tocaba. ¿Qué haría si fuera él quien la tocase? Había formas y formas de tocar. Él podría tocar a las chicas que conocía cuando se inclinaban en el asiento y ninguna de ellas pensaría nada especial. Alguna quizá diría «¡Eh!», pero ninguna se sorprendería. No significaría nada. Un palmeo cariñoso. Tal vez un pellizquito.

Mantuvo los ojos en la carretera y empezó a pensar en las dos películas que había visto por televisión la semana anterior. En una, Richard Burton y otros dos tipos están en un bote de salvamento con Joan Collins después de que un submarino japonés torpedeara el barco en que viajaban. Parece que a ella le gusta Richard Burton, pero le rechaza cuando él lo intenta y Richard no puede entender por qué le desprecia esa chica que lleva una ropa tan extraña. Sólo al final de la película se sabe que Joan Collins es una monja y que esa extraña ropa es probablemente la ropa interior del hábito. Joan Collins estaba muy guapa. En la otra película, Deborah Kerr, vestida con un hábito totalmente blanco que le enmarca el rostro, con su bella nariz, está con Robert Mitchum, un marine de Estados Unidos, en una isla del Pacífico durante la guerra. Se pasan la mayor parte del tiempo escondiéndose de los japoneses en una cueva, Deborah y Robert Mitchum solos, mirándose. Sabes que tarde o temprano él lo va a intentar, pero no sabes qué hará ella. Las dos películas eran sobre tipos y monjas en situaciones íntimas, enfrentados al peligro. Algo más se le ocurrió a Jack mientras pensaba. Recordó que, según los créditos, ambas películas eran del cincuenta y siete. No sabía por qué lo recordaba, pero se había dado cuenta. Y en 1957, cuando tenía doce años, se había enamorado de su profesora de séptimo curso, la hermana Mary Lucille, ¿Lucille? ¿Lucy? Y todavía más. Diez años después se había enamorado de Sally Field, que tenía una naricilla muy mona y que aparecía entonces en la serie televisiva «La monja voladora», y llevaba un griñón con alas en la cabeza no muy distinto del que llevaban las hijas de la caridad, las mismas que había en Carville.

Sirviera para lo que sirviese.

Conocía a algunas chicas a las que les encantaba especular con los signos, Helene diría «¡Ey, qué guai!», si se lo contara. Sobre todo si estaban fumando algo de costo.

Las piernas en los tejanos se dieron la vuelta sobre el asiento.

– Amelita tiene que ir al lavabo.

– Acabamos de salir.

– ¿Quiere eso decir que no piensa parar?

Ni siquiera habían llegado a Saint Gabriel. Estaba precisamente delante de ellos, un montón de almacenes y unos pocos coches, la ciudad medio muerta en la tarde dominical. Circuló lentamente por el cruce principal y siguió adelante hasta que vio la gasolinera de Exxon a la derecha. No había ningún coche junto a los depósitos y Jack se dirigió a la sombra del toldo. Los servicios debían de estar al otro lado de la gasolinera. Daría la vuelta, haría un poco de marcha atrás, como si fuera a poner aire en las ruedas, y metería a Amelita en el lavabo.

Había un café al otro lado de la carretera. Cuatro individuos estaban de pie entre un coche y un camión, mirando hacia allí. Daría que hablar a la gente de Saint Gabriel: «La tía, te lo juro por Dios, salió por detrás del coche de muertos…»

– Creo que no está abierto.

Frenó en seco al llegar a la fila de surtidores y la hermana Lucy se cogió al salpicadero.

– ¿Ve a alguien alrededor?

No, no veía a nadie y las puertas de los servicios estaban destrozadas. Tendría que habérselo imaginado, pero no importaba; no había nadie en casa. Pudo verlo a través de las letras big spring tire special que había en la ventana. En la puerta de cristal había adhesivos de tarjetas de crédito y otro logotipo que él conocía bien, VAS, en letras negras sobre fondo dorado, Vidette Alarm Systems vigilando el lugar contra robos y allanamientos. Aquello parecía viejo, medio abandonado, como si nadie lo cuidara.

¿Y ahora qué? Había un café al otro lado de la carretera, y los cuatro granjeros seguían mirando. Echó un vistazo al retrovisor y le llamó la atención un coche aparcado entre ellos y los surtidores de gasolina.

Era un Chrysler negro. Uno de los coches que les había seguido al salir del hospital. Un individuo con un traje marrón salió de detrás del volante. Luego se le unió otro, delante del coche. Tipos de cabello oscuro, latinos. Los perdió luego de vista, cuando se pusieron detrás del coche fúnebre.

– Dígale a Amelita que se haga la muerta, y ponga el seguro de su puerta. Ahora mismo. Rápido.

La hermana Lucy hizo lo que le decía, sin mirarle ni preguntar nada. Se puso tiesa cuando uno de los latinos apareció junto a su ventana, mirando hacia dentro. Tocó la ventana y dijo algo en castellano. Ella contestó en inglés:

– No le oigo, ¿qué quiere?

Aquel tipo empezó a hablar en castellano otra vez, mientras la hermana Lucy le miraba, a menos de un metro de distancia, escuchando.

Jack se dio la vuelta al ver que el otro iba hacia su lado, pasaba junto a él y se quedaba delante del coche. Ambos eran pequeños, pesarían unos sesenta kilos. A Jack le gustó. Lo que no le gustaba tanto eran sus trajes y sus camisas deportivas abiertas. No eran cacahueteros emigrados, ¿verdad? El que estaba en el lado de la hermana Lucy llevaba una camisa de seda y el cabello cuidadosamente peinado. El otro tenía pinta de criollo, con la piel oscura, pómulos algo sobresalientes y cabello alisado. Se quedó mirando al parabrisas mientras la hermana Lucy seguía hablando con el otro tipo en castellano.

– Quiere que abra detrás. Dice que son amigos de la muerta y que les gustaría verla antes de que la entierren. Tiene que ser ahora porque tienen cosas que hacer y no pueden ir al funeral.

– ¿Y cómo sabe a quién llevamos ahí detrás? -preguntó Jack.

Esperó mientras la hermana Lucy volvía a hablar con la cara con gafas de sol. El tipo dijo algo, una palabra, y se inclinó, intentando ver algo en la parte trasera del coche fúnebre, bizqueando, entrecerrando los ojos para evitar su propio reflejo en el cristal.

La hermana Lucy miró rápidamente a Jack, a punto de decir algo, pero el rostro con gafas de sol empezó a hablar otra vez, con expresión solemne.

– Dice que quieren rezar una oración por la muerta. Dice que están decididos a hacerlo, porque si no, no podrían vivir en paz consigo mismos.

Jack esperó, porque ella seguía mirándole, con vivacidad, como si quisiera decir algo más pero no pudiera, con aquella cara tan cerca de ella. Jack asintió, ganando tiempo para tomar una decisión.

– Dígale que me encantaría poder ayudarle, pero que la ley prohíbe enseñar cadáveres en la calle. -Y cuando ella se iba a dar la vuelta, añadió-: Espere, dígale que verá un cadáver si su compañero no se aparta, porque nos vamos a ir. -Vio que sus ojos se abrían más por un momento y vio la cara del tipo, mirándole. Siguió hablando-. Ya me ha entendido, pero dígaselo de todas formas. Dígaselo con sus palabras.

– Jack -dijo ella en voz baja-, míreme. Tiene un revólver. -Se metió los dedos por dentro de la chaqueta, a la altura de la cintura-. Aquí.

El hombre volvió a hablar y ella le escuchó, sin dejar de mirar a Jack.

– Quiere saber por qué ponemos dificultades -iba traduciendo a medida que la cara hablaba al otro lado de la ventana-. Dice que será sólo un minuto. Quiere que pare el motor y salga con la llave. -Volvió a escuchar y añadió-: Que si intentamos irnos habrá algún muerto en este coche, si no lo hay ya.

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