Jeff Lindsay - Querido Dexter

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Querido Dexter: краткое содержание, описание и аннотация

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La organizada vida de Dexter se altera de repente cuando un segundo asesino en serie, mucho más visible, aparece en Miami. Dexter se siente intrigado, e incluso encantado, al ver que ese otro asesino parece tener un estilo virtualmente idéntico al suyo. Y sin embargo Dexter no puede evitar la sensación de que ese misterioso recién llegado no se limita a invadir su terreno… sino que le lanza una invitación directa para “ir a jugar con él”.

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—¡Eh! —chilló—. ¡Eh, jovencito! ¿Adonde vas?

—Creo que me he dejado las llaves en el coche —dije, mientras intentaba deshacerme de su presa mortal, pero él se limitó a tirar con más fuerza.

—No, no, no —dijo, arrastrándome hacia la fuente—. Es tu fiesta, y no te vas a ir a ningún sitio.

—Es una fiesta maravillosa, Vince —dije—, pero la verdad es que necesito…

—Beber —dijo, metió un vaso en la fuente, me lo acercó y derramó parte de su contenido sobre mi camisa—. Eso es lo que necesitas. ¡Banzai!

Alzó su vaso en el aire, y después lo vació. Por suerte para todos los implicados, la bebida le provocó un ataque de tos, y yo conseguí escaparme mientras se doblaba en dos y jadeaba en busca de aire.

Conseguí salir por la puerta principal y llegar a la mitad del camino de entrada antes de que apareciera en la puerta.

—¡Eh! —chilló—. ¡No puedes irte aún, van a venir las strippers !

—Vuelvo enseguida —contesté—. ¡Prepárame otra copa!

—¡Bien! —Dijo con su sonrisa falsa—. ¡Ja! ¡Banzai!

Y regresó a la fiesta saludándome con la mano. Me volví para buscar a Doakes.

Estaba acostumbrado a verlo aparcado justo enfrente de donde yo estaba tantas veces, que le habría avistado de inmediato, pero no fue así. Cuando por fin vi el familiar Taurus marrón, me di cuenta de que había hecho algo muy inteligente. Estaba aparcado bajo un árbol grande, el cual impedía que le iluminara la luz de las farolas. Era lo que haría un hombre que intentara esconderse, pero al mismo tiempo permitiría al doctor Danco confiar en poder acercarse sin ser visto.

Me acerqué al coche y la ventanilla bajó.

—Aún no ha llegado —confirmó Doakes.

—Se supone que ha de entrar a tomar una copa —dije.

—Yo no bebo.

—Ni tampoco va a fiestas, es evidente, de lo contrario sabría que no se participa en ellas sentado en el coche al otro lado de la calle.

El sargento Doakes no dijo nada, pero la ventanilla subió, la puerta se abrió y él bajó.

—¿Qué vas a hacer si viene ahora? —me preguntó.

—Confiar en mi encanto para salvarme —contesté—. Entremos, ahora que todavía hay alguien consciente.

Cruzamos juntos la calle, sin cogernos de las manos, pero se me antojó tan extraño dadas las circunstancias, que casi podríamos haberlo hecho. A mitad de la calle, un coche dobló la esquina y avanzó hacia nosotros. Tuve ganas de correr y lanzarme detrás de una fila de adelfas, pero me sentí muy orgulloso de mi control de acero cuando me limité a mirar al coche que venía. Iba muy despacio, y el sargento Doakes y yo ya habíamos cruzado al otro lado cuando llegó a nuestra altura.

Doakes se volvió para mirar el coche, y yo le imité. Una hilera de cinco hoscos rostros adolescentes nos miraron. Uno de ellos volvió la cabeza y dijo algo a los demás, y todos rieron. El coche continuó su camino.

—Será mejor que entremos —dije—. Parecen peligrosos.

Doakes no contestó. Vio que el coche daba media vuelta al llegar al final de la calle y avanzaba hasta la puerta de Vince. Yo le seguí detrás y le alcancé justo a tiempo de abrirle la puerta.

Sólo había estado fuera unos minutos, pero la cuenta de las bajas había aumentado de manera considerable. Dos de los policías que había junto a la fuente estaban espatarrados en el suelo, y uno de los refugiados de South Beach estaba vomitando en un túper que hasta hacía poco contenía ensalada. La música sonaba más fuerte que nunca, y desde la cocina oí chillar a Vincent, «¡Banzai!», celebrado por un desigual coro de otras voces.

—Abandone toda esperanza —dije al sargento Doakes, y murmuró algo que sonó como «Hijoputas dementes». Meneó la cabeza y entró.

Doakes no tomó una copa ni bailó. Encontró un rincón de la sala sin cuerpos inconscientes y se quedó de pie allí, mirando como un Sombrío Violador barato en una fiesta de cofradía universitaria. Me pregunté si debería ayudarle a entrar en ambiente. Tal vez podía enviarle a Camilla Figgs para que le sedujera.

Observé al buen sargento parado en su esquina y mirando a su alrededor, y me pregunté en qué estaría pensando. Era una metáfora adorable: Doakes inmóvil en silencio en un rincón, solo, mientras en torno suyo la vida humana se desataba embravecida. Tal vez habría sentido cierta compasión por él, de haber podido sentir algo. Daba la impresión de que todo le era indiferente, y ni siquiera reaccionó cuando dos miembros de la banda de South Beach pasaron corriendo a su lado desnudos. Sus ojos se posaron en el monitor más próximo, que mostraba unas imágenes bastante sorprendentes y originales, en las que participaban animales. Doakes lo miraba sin expresar la menor emoción de ningún tipo. Sólo un vistazo, y después su mirada se desplazó hacia los policías caídos en el suelo, Ángel debajo de la mesa y Vince al frente de un desfile de conga que partió de la cocina. Su mirada volvió hacia mí y me miró con la misma falta de expresión. Atravesó la sala y se paró ante mí.

—¿Cuánto tiempo hemos de quedarnos? —preguntó.

Le dediqué mi mejor sonrisa.

—Es un poco demasiado, ¿verdad? Tanta felicidad y buen humor… Debe ponerle nervioso.

—Me dan ganas de lavarme las manos —replicó—. Esperaré fuera.

—¿Le parece una buena idea? —pregunté. Ladeó la cabeza en dirección al desfile de conga, que se estaba tronchando de risa en el suelo. —¿Y eso? —dijo.

Y tenía razón, claro está, aunque en términos de dolor y terror letales el desfile de conga no podía compararse con el doctor Danco. De todos modos, supongo que hay que tener en cuenta la dignidad humana, si es que existe en alguna parte. En aquel momento, pasear la vista por la sala indicaba que no parecía posible.

La puerta del frente se abrió. Doakes y yo nos volvimos al instante, todos nuestros reflejos de puntillas, y fue estupendo que estuviéramos preparados para afrontar el peligro, porque de lo contrario tal vez habríamos caído en la emboscada de dos mujeres medio desnudas cargadas con un radiocasete.

—¡Hola! —gritaron, y fueron recompensadas con un «¡UAU!» agudo procedente del desfile de conga. Vince consiguió levantarse de debajo de la pila de cuerpos y se puso en pie tambaleante.

—¡Eh!—gritó—. ¡Atención todos! ¡Las strippers han llegado! ¡Banzai!

Se oyó un «¡UAU!» todavía más estruendoso, y uno de los policías tumbados en el suelo se puso de rodillas, se meció de un lado a otro y miró fijamente mientras movía la boca formando la palabra strippers.

Doakes paseó la vista en torno suyo y me miró de nuevo.

—Estaré fuera —dijo, y se volvió hacia la puerta.

—Doakes —dije, convencido de que no era una buena idea. Pero apenas había dado un paso en su dirección, cuando me volvieron a tender una emboscada brutal.

—¡Te pillé! —rugió Vince, sujetándome en un torpe abrazo de oso.

—Suéltame, Vince —dije.

—¡Ni hablar! —rió satisfecho—. ¡Atención todos! ¡Echadme una mano con el novio!

Una oleada de ex miembros de la conga y el último poli que quedaba en pie al lado de la fuente se precipitaron sobre mí, y de repente me encontré en el centro de un mogollón como los que se forman en las primeras filas de un concierto de rock, y la presión de los cuerpos me empujó hacia la silla donde Camilla Figg se había desmayado, para luego caer al suelo.

Me debatí, pero fue inútil. Había demasiados enemigos, demasiado colocados con el zumo celestial de Vince. No pude hacer otra cosa que ver cómo el sargento Doakes, con una última mirada impenetrable, salía por la puerta a la noche.

Me sentaron en la silla y formaron a mi alrededor un semicírculo cerrado, y tuve claro que no iba a ir a ningún sitio. Confié en que Doakes fuera tan bueno como él creía, porque iba a pasar un rato sin ayuda.

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