—¿Quiere apoyo?
—Aún no. De momento, voy a intentar eludirlo.
—Diez-cuatro —dije, y me sentí un poco emocionado por poderlo decirlo al fin.
Repetimos el mensaje básico unas cuantas veces más, sólo para asegurarnos de que pudiera llegar a los oídos del doctor Danco, y tuve que decir «diez-cuatro» cada vez. Cuando dimos por concluida la jornada, a la una de la madrugada, me sentía pletórico y estimulado. Tal vez mañana intentaría trabajar en «recibido», e incluso «correcto». Por fin algo que anhelar.
Encontré un coche patrulla que se dirigía al sur, y convencí al policía de que me llevara a casa de Rita. Avancé de puntillas hacia mi coche, subí y me fui a casa.
Cuando volví a mi cama individual y la vi en un estado de terrible desorden, recordé que Debs debería estar aquí, pero en cambio se hallaba en el hospital. Iría a verla mañana. Entretanto, había tenido un día agotador pero memorable: había sido empujado a un estanque por un matarife, sobrevivido a un accidente de coche para acabar casi ahogado, perdido un zapato perfecto y, encima, como si todo eso no fuera suficiente, obligado a formar equipo con el sargento Doakes. Pobre y Exhausto Dexter. No me extrañaba que estuviera tan cansado. Caí en la cama y me dormí al instante.
Al día siguiente, temprano, Doakes aparcó su coche junto al mío en el aparcamiento de la jefatura. Salió cargado con una bolsa de gimnasio de nailon, que dejó sobre el capó de mi coche.
—¿Ha traído la colada? —pregunté cortésmente. Una vez más, mi buen humor no hizo mella en él.
—Si esto sale bien, o él me coge o yo a él —dijo. Abrió la cremallera de la bolsa—. Si le cojo, todo habrá terminado. Si me coge… —Sacó un receptor GPS y lo dejó sobre el capó—. Si me coge, tú eres mi apoyo. —Exhibió algunos dientes deslumbrantes—. Piensa en lo bien que me hace sentir eso. —Sacó un móvil y lo dejó junto al receptor—. Éste es mi seguro.
Miré los dos pequeños objetos que descansaban sobre el capó de mi coche. No se me antojaron particularmente amenazadores, pero tal vez podría arrojar uno y golpear a alguien en la cabeza con el otro.
—¿No hay bazuca? —pregunté.
—No es necesario. Sólo esto —dijo. Introdujo de nuevo la mano en la bolsa de gimnasia—. Y esto —dijo, al tiempo que extraía una pequeña libreta de taquigrafía, abierta por la primera página. Daba la impresión de contener una serie de números y letras, y llevaba un bolígrafo encajado dentro de la espiral.
—La pluma es más poderosa que la espada —dije.
—Ésta sí —dijo él—. La línea de arriba es un número de teléfono. La segunda línea es un código de acceso.
—¿A qué voy a acceder?
—No hace falta que lo sepas —dijo—. Llamas, tecleas el código y les das el número de mi móvil. Ellos te darán una posición GPS de mi teléfono, y tú me vendrás a buscar.
—Parece fácil —dije, y me pregunté si lo era en realidad.
—Incluso para ti —dijo.
—¿Con quién hablaré?
Doakes meneó la cabeza.
—Alguien me debe un favor —dijo, y sacó de la bolsa una radio de policía—. Ahora la parte fácil —dijo. Me dio la radio y subió a su coche.
Ahora que habíamos tendido el cebo al doctor Danco, el paso dos consistía en llevarle a un lugar específico en un momento concreto, y la feliz coincidencia de la fiesta que daba Matsuoka en mi honor era demasiado afortunada para pasarla por alto. Durante las siguientes horas fuimos conduciendo por la ciudad en nuestros respectivos coches y repetimos el mismo mensaje un par de veces con sutiles variaciones, sólo para asegurarnos. También habíamos enrolado un par de unidades de patrulla que, según Doakes, era posible que no la cagaran. Atribuí la frase a su ingenio sencillo, pero dio la impresión de que los polis en cuestión no captaban la broma, y aunque no temblaron, me pareció que exageraban un poco cuando aseguraron angustiados al sargento Doakes que no la cagarían. Era maravilloso trabajar con un hombre capaz de inspirar tal lealtad.
Nuestro pequeño equipo pasó el resto del día bombardeando las ondas con una cháchara interminable sobre mi fiesta de compromiso, dando la dirección de la casa de Vince y recordando la hora al personal. Y justo después de comer, nuestro coup de gráce. Sentado en mi coche delante de Wendy’s, utilicé la radio y llamé al sargento Doakes por última vez para entablar una conversación minuciosamente preparada.
—Sargento Doakes, soy Dexter. ¿Me recibe?
—Aquí Doakes —dijo, al cabo de una breve pausa.
—Significaría mucho para mí que esta noche pudiera venir a mi fiesta de compromiso.
—No puedo ir a ninguna parte —contestó—. Este tipo es demasiado peligroso.
—Sólo a tomar una copa. Entrar y salir —supliqué.
—Ya viste lo que hizo a Manny, y Manny era un simple soldado raso. Yo soy el que entregué a este tipo a gente mala. Si me pone las manos encima, ¿qué me hará?
—Voy a casarme, Sarge —dije. Me gustaba el sabor a Marvel Comics de llamarle Sarge—. Eso no ocurre cada día. Seguro que no intentará nada con tantos polis por en medio.
Siguió una pausa teatral, y supe que Doakes estaba contando hasta siete, tal como habíamos acordado. Entonces, la radio volvió a crepitar.
—De acuerdo —dijo—. Iré a eso de las nueve.
—Gracias, Sarge —dije, emocionado por poder repetirlo, y para completar mi felicidad, añadí—: Esto significa muchísimo para mí. Diez-cuatro.
—Diez-cuatro —repitió Doakes.
Confiaba en que, en algún lugar de la ciudad, nuestro pequeño drama a través de las ondas de radio hubiera llegado a los oídos de nuestro público elegido. Mientras sacaba brillo a sus instrumentos quirúrgicos, ¿se detendría, ladearía la cabeza y escucharía? Mientras su escáner crepitaba con la dulce voz del sargento Doakes, tal vez dejaría sobre la mesa una sierra de huesos, se secaría las manos y anotaría la dirección en un trozo de papel. Y después, volvería alegremente al trabajo (¿con Kyle Chutsky?), con la serenidad interior de un hombre que tiene un trabajo que hacer y una agenda social muy apretada cuando ha terminado su jornada laboral.
Para asegurarnos del todo, nuestros amigos de los coches patrulla repetirían el mensaje unas cuantas veces, y sin cagarla: el sargento Doakes iría a la fiesta esta noche, en vivo y en directo, a eso de las nueve.
Por mi parte, con los deberes hechos durante las próximas horas, me dirigí al Jackson Memorial Hospital para ver a mi pájaro favorito del ala quebrada.
Deborah estaba envuelta en un yeso que rodeaba su torso, en una habitación de la sexta planta que gozaba de una vista estupenda de la autopista, y aunque estaba seguro de que le habían administrado algún tipo de calmante, no parecía muy feliz cuando entré en la habitación.
—Maldita sea, Dexter —fue su saludo—, diles que me dejen salir ahora mismo, o al menos dame mi ropa para que pueda irme.
—Me alegro de ver que te encuentras mejor, querida hermana —dije—. Dentro de nada podrás levantarte.
—Podré levantarme en cuanto me des mi puta ropa —dijo—. ¿Qué coño está pasando ahí afuera? ¿Qué has estado haciendo?
—Doakes y yo hemos dispuesto una trampa fantástica, y Doakes es el cebo —dije—. Si el doctor Danco muerde el anzuelo, esta noche acudirá a mi, er, fiesta. La fiesta de Vince — añadí, y me di cuenta de que quería distanciarme de la idea de estar comprometido, y de que era una manera estúpida de hacerlo, pero de todos modos me sentí mejor, lo cual no pareció consolar a Debs.
—Tu fiesta de compromiso —dijo, y después rezongó—. Mierda. Has conseguido tender una trampa a Doakes.
Admito que sonó bastante elegante cuando lo dijo, pero no quería que pensara esas cosas: la gente desdichada cura más despacio.
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