Jeff Lindsay - Querido Dexter

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Querido Dexter: краткое содержание, описание и аннотация

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La organizada vida de Dexter se altera de repente cuando un segundo asesino en serie, mucho más visible, aparece en Miami. Dexter se siente intrigado, e incluso encantado, al ver que ese otro asesino parece tener un estilo virtualmente idéntico al suyo. Y sin embargo Dexter no puede evitar la sensación de que ese misterioso recién llegado no se limita a invadir su terreno… sino que le lanza una invitación directa para “ir a jugar con él”.

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—¿A que vomitar es fantástico? —le pregunté—. O sea, teniendo en cuenta la alternativa.

Era evidente que una respuesta mordaz estaba fuera del alcance de la pobre chica en su actual estado de debilidad, pero me alegró ver que se sentía lo bastante fuerte para susurrar:

—Que te den por el culo.

—¿Dónde duele? —le pregunté.

—Maldita sea —dijo, con voz muy débil—. No puedo mover el brazo izquierdo. Todo el brazo…

Se interrumpió y trató de mover el brazo en cuestión, y sólo logró provocarse lo que se me antojó un dolor muy agudo. Emitió un silbido estrangulado, lo cual provocó otro ataque de tos, y luego se desplomó sobre su espalda y jadeó.

Me arrodillé a su lado y exploré con cuidado la parte superior del brazo.

—¿Aquí? —le pregunté. Negó con la cabeza. Subí la mano sobre la articulación del brazo hasta la clavícula, y no tuve que preguntarle si era allí. Jadeó, pestañeó, y pese al barro que cubría su cara la vi palidecer—. Te has roto la clavícula —le informé.

—No puede ser —dijo, con voz débil y ronca—. He de encontrar a Kyle.

—No —dije—. Has de ir a urgencias. Si andas dando tumbos por ahí, acabarás a su lado, atada y sujeta con cinta aislante, y eso no servirá de nada a nadie.

—He de hacerlo —insistió.

—Deborah, acabo de sacarte de un coche sumergido, estropeando de paso una camisa estupenda. ¿Quieres echar a perder mi heroico rescate?

Tosió de nuevo y gimió a causa del dolor cuando la clavícula se movió debido a su respiración espasmódica. Me di cuenta de que aún no había terminado de discutir, pero empezaba a ser consciente de la magnitud del dolor. Como nuestra conversación no iba a desembocar en nada positivo, fue estupendo que Doakes llegara, seguido casi de inmediato por una pareja de paramédicos.

El buen sargento me miró con severidad, como si yo en persona hubiera empujado el coche al fondo del estanque y lo hubiera volcado.

—Les perdisteis, ¿eh? —dijo, lo cual me pareció terriblemente injusto.

—Sí. Seguirles se nos puso muy cuesta arriba con el coche volcado y debajo del agua — dije—. La próxima vez, ocúpese usted de esa parte y nosotros nos quejaremos.

Doakes me traspasó con la mirada y rezongó. Después, se arrodilló al lado de Deborah.

—¿Duele? —preguntó.

—La clavícula —dijo ella—. Está rota.

El shock se estaba pasando, y combatía el dolor a base de morderse el labio y respirar de manera entrecortada. Confié en que los paramédicos tuvieran algo más eficaz.

Doakes no dijo nada. Se limitó a mirarme. Deborah extendió el brazo bueno y agarró el de él.

—Encuéntrele —dijo. Doakes la observó mientras apretaba los dientes y jadeaba al sufrir otra oleada de dolor.

—Ya vamos —dijo un paramédico. Era un joven nervudo de pelo erizado. Él y su compañero, de más edad y más grueso, entraron la camilla por el hueco que el coche de Deborah había abierto en la valla metálica. Doakes intentó incorporarse para dejar que se hicieran cargo de Deborah, pero ella tiró de su brazo con fuerza sorprendente.

—Encuéntrele —repitió. Doakes asintió, pero ella ya no podía más. Deborah soltó su brazo y él se levantó para dejar sitio a los paramédicos. Echaron un vistazo a Deborah, la subieron a la camilla, la levantaron y empezaron a transportarla hasta la ambulancia que esperaba. Yo les seguí con la mirada, mientras me preguntaba qué había sido de nuestro querido amigo de la furgoneta blanca. Se le había reventado un neumático. ¿Hasta dónde habría podido llegar? Sin duda intentaría cambiar de vehículo, antes que parar y llamar a AAA [8] American Automobile Association, equivalente al RACE de España. (N. del T.) para que le ayudaran a cambiar la rueda. Por lo tanto, en algún lugar cercano, encontraríamos una furgoneta abandonada y un coche desaparecido.

Guiado por un impulso que parecía de lo más generoso, considerando su actitud hacia mí, me acerqué a Doakes para hacerle partícipe de mis pensamientos, pero apenas había dado un paso y medio en su dirección, cuando oí un tumulto que se acercaba. Me volví a mirar.

Un individuo fornido de edad madura, vestido con pantalones cortos y nada más, corría hacia nosotros por el centro de la calle. El estómago le colgaba sobre la goma de los pantalones y se bamboleaba de un lado a otro, y estaba claro que no tenía mucha práctica en correr. Además, dificultaba el ejercicio agitando los brazos sobre la cabeza y gritando, «¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!», mientras corría. Cuando cruzó la rampa de la I-95 y llegó a donde estábamos se había quedado sin aliento, y jadeaba demasiado para decir algo coherente, pero yo me había hecho una idea bastante aproximada de lo que quería decir.

—La furgo —jadeó, y me di cuenta de que su falta de aliento y el acento cubano se habían combinado, y de que intentaba decir «la furgoneta».

—¿Una furgoneta blanca? ¿Con una rueda pinchada? Además, su coche ha desaparecido —dije, y Doakes me miró.

Pero el hombre jadeante estaba meneando la cabeza.

—Furgoneta blanca, seguro. Pensé oír un perro dentro, tal vez herido —dijo. Hizo una pausa para respirar hondo y así poder transmitir todo el horror de lo que había visto—. Y después…

Pero estaba malgastando su precioso aliento. Doakes y yo ya estábamos corriendo por la calle en la dirección de la que había venido.

21

Por lo visto, el sargento Doakes había olvidado que debía seguirme, porque me ganó la carrera hasta la furgoneta por unos buenos veinte metros. Claro que contaba con la inmensa ventaja de ir calzado con los dos zapatos, pero aun así se movía muy bien. La furgoneta estaba subida a la acera, delante de una casa pintada en un tono anaranjado claro rodeada de un muro de roca coralina. El parachoques delantero había golpeado y derribado un poste de piedra de la esquina, y la parte posterior del vehículo estaba de cara a la calle, de modo que pudimos ver el amarillo chillón de la matrícula de Elige la Vida.

Cuando alcancé a Doakes ya había abierto la puerta de atrás y oí el lloriqueo que salía del interior. Esta vez no sonaba como un perro, o tal vez ya me estaba acostumbrando. Era un poco más agudo que antes, tal vez algo más entrecortado, más un gorjeo estridente que un canto tirolés, pero todavía lo reconocí como la llamada de un muerto viviente.

Estaba atado a un asiento sin respaldo vuelto de lado, de modo que abarcaba la longitud del interior. Los ojos se movían sin cesar en sus cuencas carentes de párpados, de un lado a otro, arriba y abajo, y la boca sin dientes ni labios estaba fija en una O redonda, y se removía como la de un bebé, pero sin brazos ni piernas no podía lograr realizar ningún movimiento significativo.

Doakes estaba acuclillado sobre la cosa, y examinaba los restos de su cara con una intensa falta de expresión.

—Frank —dijo, y la cosa volvió los ojos hacia él. El canto tirolés enmudeció tan sólo un momento, y después se reanudó en una nota más alta, provisto de una nueva agonía que parecía suplicar algo.

—¿Le ha reconocido? —pregunté. Doakes asintió.

—Frank Aubrey —dijo.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté. Porque, la verdad, cabía pensar que sería muy difícil diferenciar a ex seres humanos en este estado. El único rasgo distintivo que observé eran las arrugas de la frente.

Doakes continuaba mirándolo, pero emitió un gruñido e indicó con un cabeceo el costado del cuello.

—Tatuaje. Es Frank.

Gruñó de nuevo, se inclinó hacia delante y recuperó un pedazo de papel pegado con celo al banco. Yo también me incliné para mirar: con la misma letra fina que había visto antes, el doctor Danco había escrito HONOR.

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