Jeff Lindsay - Querido Dexter

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Querido Dexter: краткое содержание, описание и аннотация

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La organizada vida de Dexter se altera de repente cuando un segundo asesino en serie, mucho más visible, aparece en Miami. Dexter se siente intrigado, e incluso encantado, al ver que ese otro asesino parece tener un estilo virtualmente idéntico al suyo. Y sin embargo Dexter no puede evitar la sensación de que ese misterioso recién llegado no se limita a invadir su terreno… sino que le lanza una invitación directa para “ir a jugar con él”.

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Bien, tal como todos aceptamos, no lo pillaba. De modo que miré hacia las luces suaves de las casas que había al otro lado de la carretera elevada. Había varios edificios de apartamentos cercanos a la cabina de peaje, y unas cuantas casas dispersas casi igual de grandes. Tal vez si ganaba la lotería conseguiría que un agente inmobiliario me enseñara algo con un pequeño sótano, lo bastante grande para que un fotógrafo homicida cupiera justito bajo el suelo. Y mientras pensaba en eso, llegó un suave susurro desde mi voz personal del asiento trasero, pero no podía hacer nada al respecto, claro está, salvo tal vez aplaudir a la luna que colgaba sobre el agua. Al otro lado de esa misma agua pintada de luna flotó el sonido de una campana, la señal de que el puente levadizo estaba a punto de levantarse.

La radio crepitó.

—Se está moviendo —dijo Doakes—. Va a cruzar el puente levadizo. Vigílenle: un Toyota 4Runner blanco.

—Le veo —dijo Deborah por la radio—. Le seguimos.

El 4 X 4 blanco atravesó la carretera elevada y salió a la calle 15 justo momentos antes de que el puente se levantara. Al cabo de una breve pausa para dejar que tomara un poco de delantera, Deborah le siguió. El hombre giró a la derecha en Biscayne Boulevard, y un momento después nosotros le imitamos.

—Se dirige al norte por Biscayne —dijo por la radio.

—Recibido —dijo Doakes—. Le seguiré desde aquí.

El 4Runner se movía a una velocidad normal entre el tráfico moderado, tan sólo a unos ocho kilómetros por hora más de la velocidad límite, que en Miami se consideraba velocidad de turista, lo bastante lento para justificar un bocinazo de cada uno de los conductores que le adelantaban. A Oscar no parecía importarle. Obedecía todas las señales de tráfico y no se movía del carril correcto, conduciendo como si no fuera a ningún sitio en particular y sólo estuviera dando un paseo relajante después de cenar.

Cuando enfilamos la carretera elevada de la calle 79, Deborah levantó la radio.

—Estamos pasando por la calle 79 —dijo—. No tiene prisa, va hacia el norte.

—Diez-cuatro —dijo Doakes, y Deborah me miró.

—Yo no he dicho nada —me defendí.

—Has estado a punto —replicó ella.

Continuamos hacia el norte, y paramos en dos semáforos. Deborah había tomado la precaución de mantenerse a varios coches de distancia, algo meritorio en el tráfico de Miami, donde casi todos los coches intentan adelantar, pasar por encima o a través de todos los demás. Un camión de bomberos pasó con la sirena en dirección contraria, dando bocinazos en los cruces. A juzgar por el efecto que causaba en los demás conductores, bien habrían podido ser balidos de ovejas. Hicieron caso omiso de la sirena y se aferraron a sus puestos conquistados con tanto esfuerzo en la saturada cola de tráfico. El hombre que iba al volante del camión, al ser un conductor de Miami, se limitaba a ir cambiando de carril mientras hacía sonar la sirena y la bocina: Dúo para Tráfico.

Llegamos a la calle 123, el último lugar donde podías regresar a Miami Beach antes de que la 826 se encontrara con North Miami Beach, y Oscar seguía en dirección norte. Deborah se lo comunicó a Doakes por radio cuando pasamos por aquel punto.

—¿Adonde coño irá? —masculló Deborah mientras bajaba la radio.

—A lo mejor sólo está dando una vuelta —dije—. Hace una noche muy bonita.

—Aja. ¿Quieres escribir un soneto?

En circunstancias normales, habría contraatacado con una magnífica réplica, pero tal vez debido a la naturaleza emocionante de nuestra persecución, no se me ocurrió nada. De todos modos, Debs tenía aspecto de necesitar una victoria, por pequeña que fuera.

Unas manzanas después, Oscar aceleró de repente por el tercer carril y giró a la izquierda, cruzándose en el camino de los coches que venían en dirección contraria, lo cual provocó un concierto de airados bocinazos de los conductores que circulaban en ambas direcciones.

—Se ha desviado al oeste por la calle 135 —informó Deborah a Doakes.

—Voy detrás de ustedes —dijo Doakes—. En Broad Causeway. —¿Qué hay en la calle 135? —preguntó Deborah en voz alta. —El aeropuerto de Opa-Locka —dije—. A unos tres kilómetros en línea recta. —Mierda —dijo ella, y levantó la radio—. Doakes, el aeropuerto de Opa-Locka está por aquí.

—Voy hacia ahí —dijo, y oímos que su sirena se conectaba antes de que cortara la comunicación.

Hacía mucho tiempo que el aeropuerto de Opa-Locka gozaba de popularidad entre la gente que se dedicaba al tráfico de drogas, así como entre la que participaba en operaciones encubiertas. Se trataba de un acuerdo práctico, considerando que, con frecuencia, la línea que separaba a ambas era muy difusa. Era muy posible que Oscar tuviera un pequeño avión esperándole, preparado para sacarle de matute del país y transportarle a casi cualquier sitio del Caribe o de Centro o Suramérica, conectado con el resto del mundo, por supuesto, aunque dudaba de que se dirigiera a Sudán, o incluso Beirut. Lo más probable era algún lugar del Caribe, pero en cualquier caso huir del país parecía una opción razonable teniendo en cuenta las circunstancias, y el aeropuerto de Opa-Locka era el lugar lógico donde empezar.

Oscar iba ahora un poco más deprisa, aunque la calle 135 no era tan ancha ni frecuentada como Biscayne Boulevard. Cruzamos un canal por un pequeño puente, y cuando Oscar llegó al otro lado aceleró de repente, abriéndose paso entre el tráfico.

—Maldita sea, algo le ha asustado —dijo Deborah—. Nos habrá visto.

Aceleró para no rezagarse, manteniendo todavía dos o tres coches entre nosotros y la presa, aunque parecía un poco tonto ahora fingir que no le seguíamos.

Algo le había asustado de verdad, porque Oscar conducía como un loco, peligrosamente con riesgo de chocar contra otros coches o subirse a la acera, y por supuesto, Deborah no iba a perderse aquella especie de competición de mala leche. Se pegó a él, adelantando a coches que todavía estaban intentando recuperarse de su encuentro con Oscar. Se desplazó al último carril de la izquierda, lo cual obligó a un Buick antiguo a apartarse, subirse al bordillo y meterse en el jardín delantero de una casa azul claro después de romper la valla de tela metálica.

¿Ver nuestro pequeño coche camuflado había sido suficiente para que Oscar se comportara así? Era agradable pensarlo y me sentí importante, pero no me lo creí. Hasta el momento, había actuado de manera fría y controlada. De haber querido deshacerse de nosotros, habría efectuado un movimiento repentino y difícil, como subir por el puente levadizo cuando se alzó. Entonces, ¿por qué le había entrado el pánico de repente? Sólo por hacer algo, me incliné hacia delante y miré por el retrovisor lateral. Las letras mayúsculas en la superficie del espejo me revelaron que los objetos estaban más cercanos de lo que aparentaban. Tal como estaban las cosas, este pensamiento era muy deprimente, porque en aquel momento sólo aparecía un objeto en el espejo.

Una furgoneta blanca baqueteada.

Y nos estaba siguiendo a nosotros, y siguiendo a Oscar. A nuestra misma velocidad, adelantando a todo bicho viviente.

—Bien —dije—, no era una estupidez, a fin de cuentas.

Alcé la voz para hacerme oír por encima del chirrido de los neumáticos y las bocinas de los demás conductores.

—Ah, Deborah —dije—, no quiero distraerte de tus deberes de conductora, pero si tienes un momento, ¿te importaría mirar por el retrovisor?

—¿Qué coño quieres decir? —rugió, antes de desviar los ojos hacia el espejo. Fue una suerte que estuviéramos en un tramo recto, porque por un segundo casi se olvidó del volante—. Oh, mierda —susurró.

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