Apagué los faros, paré el coche y bajé. En el repentino silencio oí el ronroneo del motor, el zumbido de los mosquitos y, a lo lejos, música que surgía de un altavoz. Parecía música cubana. Tito Puente, posiblemente.
El doctor estaba en casa.
Me acerqué a la puerta. Al otro lado, la carretera todavía continuaba en línea recta hasta un viejo puente de madera y se internaba en un bosquecillo. A través de las ramas se veía una luz. No vi caimanes tomando la luna.
Bien, Dexter, aquí estamos. ¿Qué te gustaría hacer esta noche? En aquel momento, el sofá de Rita no me pareció un lugar tan malo. Sobre todo comparado con estar aquí de noche, en el quinto pino. Al otro lado de esta puerta había un maníaco viviseccionista, hordas de reptiles venenosos y un hombre al que debía rescatar, aunque quisiera matarme. Y a este lado, con eslip oscuro, Dexter el Poderoso.
Daba la impresión de que, de un tiempo a esta parte, siempre me hacía la misma pregunta, pero ¿por qué siempre yo? Lo digo en serio. ¿Yo, arrostrando todos estos peligros por salvar, nada más y nada menos, que al sargento Doakes? ¿Hola? ¿Algo no va bien en la película? ¿Cómo el hecho de que yo salgo en ella?
No obstante, aquí estaba, y era mejor ponerse en acción. Salté la puerta y me encaminé hacia la luz.
Los sonidos normales de la noche empezaron a oírse de uno en uno. Al menos, supuse que eran los normales en esta salvaje selva primordial. Había chasquidos y zumbidos de nuestros amigos los insectos, y una especie de chillido fúnebre que, esperaba, perteneciera a alguna especie de buho. Pequeño, por favor. Algo agitó los matorrales a mi derecha, y después enmudeció por completo. Por suerte para mí, en lugar de ponerme nervioso o asustarme como un ser humano, descubrí que adoptaba los métodos del depredador nocturno. Los sonidos se suavizaron, los movimientos disminuyeron de velocidad, y todos mis sentidos parecieron adquirir más vida. La negrura de la noche se aclaró un poco. Empecé a percibir ciertos detalles a mi alrededor, y una silenciosa risita empezó a ascender bajo la superficie de mi conciencia. ¿Se sentía el pobre e incomprendido Dexter fuera de su elemento y no entendía nada? En tal caso, deja que el Pasajero se haga cargo del volante. El sabría qué hacer, y lo haría.
¿Y por qué no, al fin y al cabo? Al final de este camino, al otro lado del puente, el doctor Danco nos estaba esperando. Yo tenía ganas de conocerle, y ahora lo haría. Harry aprobaría cualquier cosa que le hiciera a este ejemplar. Hasta Doakes debería admitir que Danco era caza mayor. Lo más probable era que me diera las gracias. Mareaba sólo de pensarlo. Esta vez, tenía permiso. Mejor todavía, era poético. Doakes había mantenido mi genio atrapado en su botella durante muchísimo tiempo. Habría una cierta justicia en que su rescate permitiera liberarlo de nuevo. Y yo le iba a rescatar, por supuesto que sí. Después…
Pero antes.
Crucé el puente de madera. A mitad del recorrido, una tabla crujió y me quedé petrificado un momento. Los sonidos nocturnos no cambiaron, y desde lejos oí a Tito Puente decir, «¡AaaaaaaYU!», antes de volver a su melodía. Continué adelante.
La carretera se ensanchaba al otro lado del puente y se transformaba en una zona de aparcamiento. A la izquierda había una valla de tela metálica y justo delante un pequeño edificio de una planta, con una luz que brillaba en una ventana. Era antiguo y destartalado y necesitaba una mano de pintura, pero tal vez al doctor Danco las apariencias no le importaban tanto como debería. A la derecha, un gallinero se desmoronaba en silencio junto a un canal, y pedazos de su techumbre de hojas de palmera colgaban como ropas viejas raídas. Una de esas embarcaciones típicas de las Everglades, especie de bote con un inmenso ventilador en popa para impulsarlo, estaba amarrado a un muelle desvencijado que se internaba en el canal.
Me refugié en las sombras que arrojaban una hilera de árboles y sentí que la frialdad del depredador tomaba el control de mis sentidos. Rodeé con sigilo la zona de aparcamiento, hacia la izquierda, siguiendo la valla de tela metálica. Algo me gruñó y se tiró al agua, pero estaba al otro lado de la valla, de manera que no le hice caso y continué adelante. El Oscuro Pasajero estaba conduciendo y no se detenía por esas cosas.
La valla terminaba en un recodo en ángulo recto que se alejaba de la casa. Había un último tramo de terreno desnudo, apenas unos quince metros, y una última arboleda. Me acerqué hasta el último árbol para echar un buen vistazo a la casa, pero cuando me detuve y apoyé una mano sobre el tronco algo montó un gran estrépito y aleteó en las ramas sobre mi cabeza, y un horrible chillido hendió la noche. Salté hacia atrás cuando la cosa se precipitó hacia el suelo entre las ramas del árbol.
Sin dejar de emitir un sonido similar al de una trompeta enloquecida a todo trapo, la cosa me plantó cara. Era un ave grande, más que un pavo, y a juzgar por su forma de sisear y ulular estaba muy enfadada conmigo. Dio un paso adelante, agitando una enorme cola sobre el suelo, y me di cuenta de que era un pavo real. Los animales no me gustan, pero éste parecía imbuido de un odio extremo y violento. Supongo que no entendía que yo era mucho más grande y peligroso. Parecía obsesionado por devorarme o expulsarme, y como yo necesitaba que el espantoso chillido enmudeciera lo antes posible, me batí en retirada con la mayor dignidad posible y corrí amparado por las sombras a lo largo de la valla hasta las sombras del puente. Una vez a salvo en un charco de oscuridad, me volví a mirar hacia la casa.
La música había parado y la luz se había apagado.
Permanecí petrificado en mi sombra varios minutos. No pasó nada, salvo que el pavo real dejó de tocar la trompeta y, con un murmullo mezquino final lanzado en mi dirección, voló hacia la copa de su árbol. Entonces, los sonidos de la noche volvieron a hacer irrupción, los crujidos y lloriqueos de los insectos, y otro resoplido y chapoteo de los caimanes. Pero no Tito Puente. Sabía que el doctor Danco estaba escuchando y espiando igual que yo, que cada uno estaba esperando que el otro moviera pieza, pero yo podía esperar más. El no tenía ni idea de lo que podía acechar en la oscuridad (por lo que él sabía, tanto podía ser un equipo de los Hombres de Harrelson como el Delta Rho Glee Club), y yo sabía que no había nadie más con él. Sabía dónde estaba, y él ignoraba si había alguien en el tejado o estaba rodeado. Por lo tanto, tendría que actuar primero, y sólo tenía dos alternativas. O atacaba, o…
Al otro lado de la casa se oyó el repentino rugido de un motor y, cuando involuntariamente me puse tenso, la embarcación se separó del muelle. El motor aceleró y el vehículo se alejó por el canal. En menos de un minuto había desaparecido tras un recodo, y con él el doctor Danco.
Estuve observando la casa durante varios minutos, en parte por precaución. No había visto al conductor de la embarcación, y era posible que el doctor estuviera al acecho dentro, esperando a ver qué ocurría. Para ser sincero, no albergaba el menor deseo de ser atacado por más pollos depredadores chabacanos.
Al cabo de esos minutos, como no pasó nada, supe que debía entrar en la casa a echar un vistazo. Di un amplio rodeo alrededor del árbol en el que moraba el malvado pájaro y me acerqué a la casa.
El interior estaba a oscuras, pero no en silencio. Cuando me detuve junto a la baqueteada puerta mosquitera encarada hacia la zona de aparcamiento, oí una especie de silencioso forcejeo que surgía de dentro, seguido al cabo de un momento de unos gruñidos rítmicos y algún lloriqueo ocasional. No parecía el tipo de ruido que haría alguien escondido para tender una emboscada mortal. En cambio, recordaba al sonido que haría alguien atado que intentara escapar. ¿Había huido tan deprisa el doctor Danco que se había dejado al sargento Doakes?
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