Jeff Lindsay - Dexter en la oscuridad

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Dexter en la oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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Dexter Morgan no soporta la sangre. Curiosa mania para un forense del Departamento de Policia de Miami. Mas teniendo en cuenta que Dexter aprovecha las noches de luna llena para cortar en pedacitos a otros como el, asesinos en serie que han escapado a la accion de la justicia. Pero es posible que a partir de ahora su vida de un giro decisivo. Es que Dexter le ha dado el si a Rita y esta a punto de convertirse en un marido respetable, la figura paterna a la que imitaran Ashtor y Cody, los hijos de su pareja. Y, en caso de que la vida matrimonial no resultara amenaza suficiente para sus correrias nocturnas, una sucesion de asesinatos rituales podria llevarlo a reconsiderar su propia adiccion al homicidio.

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—No —dije.

Rita me miró alarmada. Cuando Dexter no termina su desayuno, estamos en territorio desconocido.

—¿Por qué no vas a dar un paseo en la barca? —preguntó—. Eso siempre te relaja.

Se acercó y apoyó una mano sobre mi hombro con agresiva preocupación, y Cody y Astor me miraron con la esperanza de un paseo en barca pintada en la cara. De repente me sentí como si caminara sobre arenas movedizas.

Me levanté. Era demasiado. Ni siquiera era capaz de estar a la altura de mis expectativas, y pedirme que cargara con las de ellos era demasiado asfixiante. Ignoraba si la música que me perseguía era debido a mi fracaso con Starzak o a la opresión de la vida familiar. Tal vez era la combinación de todo eso, que me despedazaba debido a las gravedades opuestas y lanzaba los fragmentos hacia un remolino de normalidad que me daba ganas de chillar, y al mismo tiempo me incapacitaba incluso de quejarme. Fuera lo que fuera, tenía que salir de allí.

—He de hacer un recado —anuncié, y todos me miraron sorprendidos y heridos.

—¡Oh! —exclamó Rita—. ¿Qué tipo de recado?

—Algo relacionado con la boda —solté, sin saber qué diría a continuación, pero con confianza ciega en el impulso. Por suerte para mí, al menos una cosa me iba bien, porque recordé mi conversación con el ruborizado y humillado Vince Masuoka—. He de hablar con el proveedor del catering.

Rita se animó.

—¿Vas a ver a Manny Borque? Oh —dijo—. Eso es muy…

—Sí —la tranquilicé—. Volveré después.

Y así, a la razonable hora de las diez menos cuarto de un sábado por la mañana, dije adiós a los platos sucios y la vida doméstica, y subí a mi coche. Reinaba una calma inusual en las calles, y no vi violencia ni crímenes mientras conducía hasta South Beach, lo cual casi equivalía a ver nieve en el Fontainebleau. Tal como iban las cosas en los últimos tiempos, mantuve un ojo clavado en el espejo retrovisor. Durante un minuto creí ver que un cochecito tipo jeep me seguía, pero cuando aminoré la velocidad me adelantó. El tráfico era fluido, y sólo eran las diez y cuarto cuando aparqué, subí en el ascensor y llamé con los nudillos a la puerta de Manny Borque.

Hubo un largo período de silencio absoluto, y llamé de nuevo, esta vez con más entusiasmo. Estaba a punto de ensayar un saludo estrepitoso sobre la puerta, cuando se abrió y un legañoso y casi desnudo Manny Borque me miró parpadeando.

—Por las tetas de Cristo —graznó—. ¿Qué hora es?

—Las diez y cuarto —dije jubiloso—. Hora de comer, como quien dice.

Tal vez no estaba despierto, o puede que considerara divertido repetirlo, pero en cualquier caso lo hizo.

—Por las tetas de Cristo.

—¿Puedo entrar? —pregunté cortésmente, y él parpadeó varias veces más y abrió la puerta del todo.

—Espero que sea por una buena causa —dijo, y yo le seguí, dejé atrás la espantosa cosa del vestíbulo y me detuve junto a la ventana. El hombre saltó sobre su taburete y yo me senté en el de enfrente.

—He de hablar con usted sobre mi boda —dije.

Manny meneó la cabeza malhumorado.

—¡Franky! —chilló. No hubo respuesta, así que se apoyó sobre una mano diminuta y golpeó la mesa con la otra—. Será mejor que esa putita… ¡Franky, maldita sea! —berreó.

Un momento después se oyó un movimiento apresurado en la parte posterior del apartamento, y apareció un joven, ciñéndose una bata mientras se echaba hacia atrás el pelo lacio y se paraba ante Manny.

—Hola —saludó—. Buenos días.

—Prepara café enseguida —le ordenó Manny sin mirarle.

—Hum —dijo Franky—. Claro. De acuerdo.

Vaciló una fracción de segundo, lo suficiente para que Manny agitara su puño minúsculo y gritara: «¡Ya, maldita sea!» Franky tragó saliva y corrió hacia la cocina, mientras Manny volvía a apoyar sus cuarenta kilos de malhumor sobre su puño y cerraba los ojos con un suspiro, como si incontables hordas de demonios idiotas le estuvieran atormentando.

Como parecía evidente que no existía la menor esperanza de entablar conversación sin café, miré por la ventana y disfruté del paisaje. Había tres grandes cargueros en el horizonte, que proyectaban nubes de humo, y cerca de la orilla un buen número de barcos de recreo, que abarcaban desde los juguetes para multimillonarios con destino a las Bahamas hasta un grupo de surfistas más cercanos a la playa. Un kayak amarillo rabioso daba la impresión de dirigirse hacia los cargueros. El sol brillaba, las gaviotas volaban en busca de basura, y yo esperaba a que Manny recibiera su transfusión.

Se oyó un estrépito en la cocina, y el aullido ahogado de Franky: «Oh, mierda». Manny intentó cerrar los ojos con más fuerza, como si pudiera aislarse de la horrible agonía de estar rodeado de una estupidez tan terrible. Unos minutos después, Franky llegó con el servicio de café, una cafetera plateada casi sin forma y tres tazas de gres achaparradas, que descansaban sobre una bandeja transparente en forma de paleta de pintor.

Franky dejó una taza con manos temblorosas delante de Manny y la llenó. Manny tomó un sorbito, exhaló un suspiro que no expresó el menor alivio y abrió los ojos por fin.

—Muy bien —dijo. Se volvió hacia Franky—. Ve a limpiar los desperfectos, y si piso algún cristal roto, juro por Dios que te destriparé.

—Franky se marchó a toda prisa, y Manny tomó otro sorbo microscópico antes de volver hacia mí sus ojos legañosos—. Usted quiere hablar de su boda —dijo, como si no diera crédito a sus oídos.

—Exacto —dije, y el hombre meneó la cabeza.

—Un hombre guapo como usted —prosiguió—. ¿Por qué demonios quiere casarse?

—Necesito la deducción de impuestos —aduje—. ¿Podemos hablar del menú?

—¿Al romper el alba, un sábado? No —dijo—. Es un ritual horrible, absurdo, primitivo. —Supuse que no estaba hablando del menú, sino de la boda, aunque con Manny nunca podías estar seguro—. Me horroriza que alguien quiera pasar por eso. Pero —continuó, y agitó la mano en un ademán desdeñoso—, eso me concederá la oportunidad de experimentar.

—Me pregunto si sería posible que el experimento fuera un poco más barato.

—Podría ser —concedió, y por primera vez enseñó los dientes, pero sólo podría llamarlo sonrisa alguien convencido de que torturar animales es divertido—, pero no ocurrirá.

—¿Por qué?

—Porque ya he decidido lo que quiero hacer, y no hay nada que pueda hacer para disuadirme.

Para ser sincero, se me habían ocurrido varias cosas para disuadirle, pero ninguna, por placentera que fuera, se ajustaba al Código de Harry, así que no podía hacerlas.

—Supongo que, si me pusiera zalamero, tampoco serviría de nada —dije esperanzado.

Me miró con lascivia.

—¿Hasta qué punto sería zalamero? —preguntó.

—Bueno, diría «por favor» y sonreiría mucho —contesté.

—No es suficiente —masculló—. Ni por asomo.

—Vince dijo que calculaba unos quinientos dólares por cubierto.

—Yo no calculo —rugió—. Y me importa una mierda que cuente sus jodidos centavos.

—Claro —dije, con la intención de aplacarle un poco—. Al fin y al cabo, no son sus centavos.

—Su novia firmó el puto contrato —me soltó—. Puedo cobrarle lo que me pase por los huevos.

—Pero seguro que se puede hacer algo para bajar un poco el precio —dije esperanzado.

Su rugido dio paso a una sonrisa lasciva.

—Ni por asomo.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

—Si se refiere a qué puede hacer usted para convencerme de que cambie de opinión, la respuesta es nada. Nada en el mundo. Hay gente que hace cola alrededor de la manzana para intentar contratarme. Estoy comprometido con dos años de antelación, y le estoy haciendo un gran favor. —Su sonrisa lasciva se transformó en algo casi sobrenatural—. De modo que prepárese para un milagro. Y una factura del copón.

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