—Detective, ¿ha descubierto alguna pauta? —preguntó—. Escuche, Jerry Halpern es un tipo brillante, pero… no muy estable.
Con la presión que le agobia ahora, ha decidido que he montado una conspiración para acabar con él, yo sólito. —Se encogió de hombros—. Creo que no soy tan bueno —dijo con una leve sonrisa—. Al menos, no conspirando.
—¿Cree que Halpern asesinó a Tammy Connor y a las demás? —le preguntó Deborah.
—Yo no he dicho eso —respondió—. Pero es un psicótico. Yo no. —Dio un paso hacia la puerta y enarcó una ceja—. Y ahora, si no les importa, he de irme.
Mi hermana le dio una tarjeta.
—Gracias por su tiempo, profesor —le dijo—. Si se le ocurre algo que pueda ayudarnos, haga el favor de llamar.
—Desde luego —contestó, con la clase de sonrisa que causaba estragos en las discotecas, al tiempo que apoyaba una mano sobre su hombro. Deborah logró no encogerse—. La verdad es que me desagrada expulsarlos a la lluvia, pero…
Mi hermana escapó de su mano y se encaminó hacia la puerta. Yo la seguí. Wilkins nos guió hasta la puerta, subió al coche, dio marcha atrás en el camino de entrada y se marchó. Debs permaneció bajo la lluvia y se lo quedó mirando mientras Wilkins se alejaba, supongo que para ponerlo nervioso y conseguir que saltara del coche y confesara, pero teniendo en cuenta el tiempo que hacía, se me antojó un celo excesivo. Subí al coche y la esperé.
Cuando el Lexus azul desapareció, Deborah se sentó por fin a mi lado.
—Ese tipo me da escalofríos —dijo.
—¿Crees que es el asesino? —pregunté. Me provocaba una sensación extraña no saberlo, y me pregunté si alguien más había visto lo que había detrás de la máscara del depredador.
Deborah meneó la cabeza, irritada.
—Creo que es un tipo muy desagradable —comentó—. ¿Qué opinas?
—Estoy convencido de que tienes razón —dije.
—No le importó admitir su relación con Tammy Connor —dijo—. Entonces, ¿por qué mintió y dijo que fue a su clase el último semestre?
—¿Un acto reflejo? —pregunté—. ¿Porque está pendiente del contrato de profesor numerario?
Deborah tamborileó con los dedos sobre el volante, se inclinó hacia delante y puso en marcha el motor.
—Voy a ordenar que le sigan —dijo.
Una copia del informe sobre un incidente descansaba sobre mi escritorio cuando llegué por fin al trabajo, y comprendí que alguien esperaba de mí una actitud productiva para el día de hoy, pese a todo. Habían pasado tantas cosas durante las últimas horas, que era difícil hacerse a la idea de que casi toda la jornada laboral se cernía sobre mí con sus largos y afilados dientes, así que fui a buscar una taza de café antes de someterme a la esclavitud laboral. Casi había esperado que alguien hubiera traído donuts o galletas, pero era un pensamiento idiota, por supuesto. No quedaba otra cosa que una taza y media de café requemado y muy oscuro. Vertí un poco en una taza, dejé el resto para alguien muy desesperado y regresé a mi escritorio.
Recogí el informe y empecé a leerlo. Por lo visto, alguien había hundido un coche perteneciente a un tal señor Darius Starzak en un canal, para luego huir del escenario de los hechos. Invertí varios momentos en parpadear y beber el horrendo café hasta comprender que era el informe de mi incidente de la mañana, y varios minutos más en decidir qué iba a hacer al respecto.
Saber el nombre del propietario del vehículo no era suficiente para continuar la investigación. Casi nada, pues era muy probable que el coche fuera robado. Pero dar por sentado eso y no hacer nada era peor que intentarlo y salir con las manos vacías, de modo que me puse a trabajar una vez más en mi ordenador.
En primer lugar, la rutina habitual: la matrícula del coche, que aportó una dirección de Oíd Cuder Road, en un barrio bastante caro. A continuación, los antecedentes de la policía: multas de tráfico, mandamientos judiciales pendientes, pensiones alimenticias para hijos. No había nada. Por lo visto, el señor Starzak era un ciudadano modelo que no había tenido el menor contacto con el largo brazo de la ley.
Bien. Para empezar, el nombre, «Darius Starzak». Darius no era un nombre corriente, al menos en Estados Unidos. Comprobé los registros de inmigración. Aunque parezca sorprendente, lo localicé de inmediato.
Antes que nada, no era el señor Starzak, sino el doctor Starzak. Estaba doctorado en filosofía religiosa por la Universidad de Heidelberg, y hasta hacía unos años había dado clases en la Universidad de Cracovia. Un poco más de investigación reveló que había sido despedido por un escándalo incierto. No sé gran cosa de polaco, aunque puedo decir kielbasa {Salchicha de origen polaco. (N. del T.) } cuando voy a comprar comida preparada. Pero a menos que la traducción fuera muy errónea, Starzak había sido despedido por ser miembro de una sociedad ilegal.
El expediente no explicaba por qué un erudito europeo, que había perdido el trabajo por una razón misteriosa, deseaba seguirme y lanzar después su coche a un canal. Me parecía una omisión significativa. No obstante, imprimí la foto de Starzak del expediente de inmigración. Examiné la fotografía, mientras intentaba imaginarme la cara semioculta tras las grandes gafas de sol que había visto en el retrovisor lateral del Avalon. Podría ser él. Podría haber sido Elvis. Y, por lo que yo sabía, Elvis tenía tantos motivos para seguirme como Starzak.
Profundicé un poco más. No es fácil para un experto forense acceder a la Interpol sin una razón oficial, aunque sea encantador e inteligente. Pero después de jugar a mi versión online de dar esquinazo durante unos minutos, accedí a los archivos centrales, y las cosas empezaron a ponerse más interesantes.
El doctor Darius Starzak estaba en una lista de vigilancia especial de cuatro países, que no incluía Estados Unidos, lo cual explicaba por qué estaba aquí. Si bien no existían pruebas de que hubiera hecho algo, existían sospechas de que sabía más de lo que decía sobre el tráfico de huérfanos de guerra desde Bosnia. Y el expediente mencionaba de pasada que, por supuesto, era imposible conocer el paradero de esos niños. En el lenguaje de los documentos oficiales de la policía, eso significaba que alguien creía que los había matado.
Tendría que haberme invadido una gran oleada de fría alegría mientras leía aquello, un maligno destello de anticipación acerada, pero no había nada, ni el menor eco de la más ínfima chispa. En cambio, experimenté un retorno muy leve de la ira humana que había sentido aquella mañana, cuando Starzak me estaba siguiendo. No era un sustituto adecuado de la oleada de certidumbre oscura y salvaje emanada del Pasajero a la que estaba acostumbrado, pero algo era algo.
Starzak había hecho cosas malas a niños, y él, o al menos quien utilizara su coche, había intentado hacérmelas a mí. De acuerdo. Hasta el momento yo había rebotado de un lado a otro como una pelota de ping pong, y me había contentado con aceptarlo, de una forma pasiva y sin protestar, aspirado en el vacío de una desdichada sumisión debido a que el Oscuro Pasajero me había abandonado. Pero aquí tenía algo que podía comprender y, aún mejor, combatir.
El expediente de la Interpol me informó de que Starzak era un villano, justo el tipo de persona que yo buscaba para practicar mi pasatiempo favorito. Alguien me había seguido en su coche, y llegado al extremo de hundir el vehículo en un canal para escapar. Era posible que alguien hubiera robado el coche, y que Starzak fuera inocente. Yo no lo creía así, y el informe de la Interpol me reafirmaba en dicha opinión. Pero sólo para asegurarme examiné las denuncias de robos de vehículos. No aparecían ni Starzak ni su coche.
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