Localizamos la casa con facilidad. El número estaba en el muro amarillo de dos metros de altura que rodeaba la casa. Una puerta de hierro forjado separaba la calle del camino de entrada. Deborah paró delante y aparcó en la calle. Bajamos y miramos a través de la puerta. Era una casa bastante modesta, no tendría más de 1.200 metros cuadrados, y estaba situada a unos 70 metros del agua, de modo que, a lo mejor, Wilkins no era tan rico.
Mientras mirábamos, pensando en cómo avisar de que habíamos llegado y deseábamos entrar, la puerta principal se abrió y salió un hombre, cubierto con un impermeable amarillo. Se dirigió al coche aparcado en el camino de entrada, un Lexus azul.
Deborah alzó la voz y llamó.
—¿Profesor? ¿Profesor Wilkins?
El hombre nos miró desde debajo de la capucha.
—¿Sí?
—¿Podemos hablar con usted un momento, por favor? —preguntó Deborah.
Se acercó a nosotros con parsimonia, la cabeza ladeada para mirar a Deborah.
—Eso depende. ¿Quiénes son ustedes?
Deborah buscó la placa en el bolsillo y el profesor Wilkins se detuvo con cautela, sin duda preocupado por si sacaba una granada de mano.
—Somos policías —le tranquilizó ella.
—¿Los dos? —preguntó el hombre, y se volvió hacia mí con media sonrisa que se congeló en cuanto me vio, vaciló, y después se prolongó como una sonrisa muy falsa. Como soy un experto en fingir emociones y expresiones, no me cupo la menor duda: verme le había sobresaltado, y lo estaba disimulando fingiendo una sonrisa. Pero ¿por qué? Si era culpable, la idea de tener a la policía en la puerta debía ser peor que la de tener a Dexter en la puerta. Miró a Deborah.
—Ah, sí, ya nos encontramos una vez, delante de mi despacho.
—Exacto —dijo Deborah, mientras extraía por fin la placa.
—Lo siento, ¿tardaremos mucho? Tengo un poco de prisa —dijo.
—Sólo serán un par de preguntas, profesor —respondió Deborah—. Un minuto o así.
—Bien —aceptó, mientras pasaba la vista de la placa a mi rostro, y la desviaba enseguida—. De acuerdo. —Abrió la puerta para dejarnos pasar—. ¿Quieren entrar?
Aunque ya estábamos empapados, parecía una buena idea protegernos de la lluvia, y seguimos a Wilkins hasta su casa.
El interior era de un estilo que reconocí como el clásico Informal de Rico de Coconut Grove. No había visto un ejemplo comparable desde que era pequeño, cuando Corrupción en Miami Moderno se convirtió en la pauta dominante de la zona. Pero esto era de la vieja escuela, y me trajo recuerdos de cuando la zona se llamaba Nut Grove{Bosquecillo de chiflados. (N. del T.) } debido a su talante bohemio y permisivo.
Los suelos eran de baldosas marrón rojizo, lo bastante relucientes para afeitarse delante de cualquiera de ellas, y había una zona de estar que consistía en un sofá de piel y dos butacas a juego, a la derecha, junto a una gran cristalera. Al lado de la ventana había un mueble bar con un enfriador de vinos incorporado y acristalado, y un cuadro abstracto de un desnudo colgado en la pared.
Wilkins nos guió hasta el sofá, dejando atrás un par de macetas con plantas, y vaciló un par de pasos después.
—Ah —dijo, mientras se echaba hacia atrás la capucha del impermeable—, estamos un poco mojados para los muebles de piel. ¿Puedo ofrecerles un taburete?
Indicó el bar.
Miré a Deborah, quien se encogió de hombros.
—Nos quedaremos de pie. Sólo será un momento.
—De acuerdo —dijo Wilkins. Se cruzó de brazos y sonrió a Deborah—. ¿Qué es tan importante para enviar a alguien como usted con este tiempo? —preguntó.
Deborah se ruborizó un poco, ya fuera debido a la irritación ya a otra cosa que fui incapaz de definir.
—¿Desde cuándo se acuesta con Tammy Connor? —preguntó Deborah.
Wilkins perdió su expresión risueña, y por un momento se pintó en su rostro una expresión muy fría y desagradable.
—¿Dónde ha oído eso? —preguntó.
Comprendí que ella estaba intentando desconcertarle un poco, y como es una de mis especialidades intervine.
—¿Tendrá que vender esta casa si no consigue el empleo de profesor numerario? — pregunté.
Sus ojos se anclaron en los míos, y su mirada fue de lo más desagradable. De todos modos, se mordió la lengua.
—Tendría que haberlo imaginado —dijo—. Así que eso es lo que ha confesado Halpern en la cárcel, ¿eh? «Wilkins lo hizo».
—¿Entonces no mantenía relaciones con Tammy Connor? —le preguntó mi hermana.
Wilkins volvió a mirarla y, con un visible esfuerzo, recuperó su sonrisa relajada. Meneó la cabeza.
—Lo siento —dijo—. No me acostumbro a usted como la policía mala. Supongo que es una técnica muy útil para los dos, ¿no?
—Hasta el momento, no —intervine—. No ha contestado a ninguna pregunta.
Asintió.
—De acuerdo —dijo—. ¿Les dijo Halpern que entró por la fuerza en mi despacho? Le descubrí escondido debajo del escritorio. Dios sabe qué estaba haciendo allí.
—¿Por qué cree que entró en su despacho? —le preguntó Deborah.
Wilkins se encogió de hombros.
—Dijo que yo había saboteado su ponencia.
—¿Lo hizo?
Wilkins la miró, y después desvió la vista hacia mí durante un desagradable minuto, hasta que volvió a mirar a mi hermana.
—Agente —dijo—, estoy intentando colaborar al máximo, pero me ha acusado de tantas cosas diferentes que no estoy seguro de a cuál debo contestar.
—¿Es por eso que no ha contestado a ninguna? —le pregunté.
Wilkins no me hizo caso.
—Si es capaz de explicarme cómo encajan la ponencia de Halpern y Tammy Connor, será un placer ayudarles en lo que pueda. De lo contrario, me iré.
Deborah me miró, no sé si para pedir consejo o porque estaba cansada de mirar a Wilkins, de modo que le dediqué mi mejor encogimiento de hombros, y volvió a mirar a Wilkins.
—Tammy Connor ha muerto —dijo.
—¡Dios! —exclamó Wilkins—. ¿Cómo ha sucedido?
—Igual que Ariel Goldman —dijo Debs.
—Y usted las conocía a las dos —le espeté.
—Imagino que docenas de personas conocían a ambas. Incluido Jerry Halpern — comentó el hombre.
—¿El profesor Halpern asesinó a Tammy Connor, profesor Wilkins? —le preguntó mi hermana—. ¿Desde el centro de detención?
Se encogió de hombros.
—Sólo he dicho que él también las conocía.
—¿También mantenía relaciones con ella? —le pregunté.
Wilkins sonrió con suficiencia.
—Es probable que no. Con Tammy no, al menos.
—¿Qué significa eso, profesor? —le preguntó Deborah.
Wilkins se encogió de hombros.
—Sólo rumores, ya sabe. Los chicos hablan. Algunos creen que Halpern es gay.
—Menos competencia para usted —observé—. Como en el caso de Tammy Connor.
Wilkins me miró ceñudo, y estoy seguro de que me habría intimidado de ser estudiante de primero.
—Han de decidir si asesiné a mis estudiantes o me las tiré.
—¿Por qué no ambas cosas?
—¿Fue a la universidad? —me preguntó.
—Pues sí —contesté—. Fui a la universidad.
—Entonces debería saber que cierta clase de chicas acosan sexualmente a los profesores. Tammy tenía más de dieciocho años, y yo no estoy casado.
—¿No es poco ético acostarse con una estudiante? —le pregunté.
—Ex estudiante —corrigió—. Salí con ella después de las clases del último semestre. No hay ninguna ley que prohiba salir con una ex estudiante. Sobre todo si se te tira encima.
—Buena presa —dije.
—¿Saboteó la ponencia del profesor Halpern? —le preguntó Deborah.
Wilkins la miró y volvió a sonreír. Era maravilloso ver a alguien casi tan bueno como yo a la hora de cambiar de emociones con facilidad.
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