Me precedió a través de una zona residencial durante unos dos kilómetros, después tomó una curva y dejó atrás un parque donde estaban jugando los niños de una guardería. Me acerqué un poco más, justo a tiempo de ver que una mujer que sostenía a un bebé y guiaba a otros dos niños salía a la calle delante de nosotros.
El Avalon aceleró y se subió a la acera, y la mujer continuó atravesando con parsimonia la calle, mientras me miraba como si yo fuera una cartelera que no consiguiera leer. Giré para pasar por detrás de ella, pero uno de los niños retrocedió de repente delante de mí y pisé el freno. Mi coche patinó, y por un momento dio la impresión de que iba a precipitarme sobre aquel puñado de estúpidos parados en la calle, que me miraban sin el menor interés. Por fin, mis neumáticos se clavaron al suelo y logré girar el volante, aceleré un poco y describí un veloz círculo sobre el césped de una casa que había enfrente del parque. Después, volví a la carretera entre una nube de hierba y proseguí la persecución del Avalon, que se había alejado bastante.
La distancia no se alteró durante varias manzanas más, hasta que tuve un golpe de suerte. El Avalon se saltó otra señal de stop, pero esta vez un coche de la policía salió tras él, conectó la sirena e inició la persecución. No estaba seguro de si debía sentirme contento por la compañía o celoso por la competición, pero en cualquier caso era mucho más fácil seguir las luces parpadeantes y la sirena, de modo que continué pegado a ellos.
Los otros dos coches tomaron una serie de curvas, y pensé que me estaba acercando un poco más, cuando el Avalon desapareció de repente y el coche patrulla se detuvo. Al cabo de unos segundos frené detrás y bajé.
El policía corría a través de un jardín atravesado por huellas de neumáticos, que iban por detrás de la casa y desaparecían en un canal. El Avalon estaba caído en el agua al otro lado, y mientras yo miraba, un hombre salió del coche a través de la ventanilla y nadó los pocos metros que le separaban de la orilla opuesta del canal. El policía vaciló, y después saltó y nadó hacia el coche medio hundido. Mientras tanto, oí el ruido de unos pesados neumáticos que chirriaban detrás de mí. Me volví para mirar.
Un Hummer amarillo se detuvo detrás de mi coche, y un hombre de rostro congestionado y pelo rubio saltó del coche y empezó a gritarme.
—¡Gilipollas, hijo de puta! —rugió—. ¡Me has jodido el coche! ¿Qué coño crees que estás haciendo?
Antes de que pudiera contestar, sonó mi móvil.
—Perdone —dije, y aunque parezca raro, el hombre del pelo rubio calló mientras yo contestaba.
—¿Dónde coño estás? —preguntó Deborah.
—En Cutler Ridge, mirando un canal —dije.
Hizo una pausa de un segundo completo.
—Bien —dijo—, vente inmediatamente para el campus. Tenemos otro cuerpo.
Tardé unos cuantos minutos en sacarme de encima al conductor del Hummer amarillo, y aún seguiría allí de no ser por el policía que había saltado al canal. Salió del agua por fin y se acercó adonde estaba yo, obligado a escuchar una ristra interminable de amenazas y obscenidades, ninguna demasiado original. Intenté ser educado (era evidente que el hombre tenía ganas de desahogarse, y no quería provocarle graves daños psicológicos si le reprimía), pero me reclamaban asuntos policiales urgentes, al fin y al cabo. Intenté subrayar ese punto, pero por lo visto era uno de esos individuos incapaces de gritar y atenerse a razones al mismo tiempo.
De modo que la aparición de un policía irritado y empapado significó una interrupción bienvenida en una conversación que empezaba a ser tediosa y unilateral.
—Me gustaría muchísimo saber qué ha descubierto sobre el conductor de ese coche — dije al policía.
—No lo dudo —dijo—. ¿Puedo ver su identificación, por favor?
—He de ir a la escena de un crimen —dije.
—Ya está en una —replicó. Le enseñé mis credenciales y las examinó con mucho detenimiento, dejando caer agua del canal sobre la foto plastificada. Por fin, asintió.
—De acuerdo, Morgan, largúese.
A juzgar por la reacción del conductor del Hummer, cualquiera diría que el policía acababa de sugerir que prendieran fuego al Papa.
Y el policía, bendito sea, se limitó a mirar al hombre, mientras continuaba chorreando agua.
—¿Puedo ver su permiso y el certificado de matriculación, señor? —le preguntó. Me pareció una frase muy adecuada para hacer un mutis, y aproveché la oportunidad.
Mi pobre y baqueteado coche estaba emitiendo ruidos de desdicha, pero de todos modos lo enfilé camino de la universidad. No tenía otra alternativa. Por averiado que estuviera, tenía que llevarme allí. Me sentía muy compenetrado con mi coche. Ambos éramos espléndidas piezas de maquinaria, despojados de nuestra belleza natural por circunstancias que escapaban a nuestro control. Era un tema maravilloso para la autocompasión, y me complací en ella varios minutos. La ira que había experimentado tan sólo unos minutos antes se había desvanecido, caída en el césped como el agua que empapaba el uniforme del policía. Ver al conductor del Avalon nadar hasta la orilla opuesta, salir y escapar me había despertado una sensación muy común en los últimos tiempos, la de estar a punto de atrapar algo que en el último momento se zafaba.
Y ahora teníamos un nuevo cadáver, y aún no habíamos decidido qué hacer con los otros. Estábamos quedando como un galgo en un canódromo, persiguiendo a un conejo que siempre va un paso adelante, y que lo burla cada vez que el pobre perro cree que va a hincarle el diente.
Había dos coches patrulla delante de la universidad, y los cuatro agentes ya habían acordonado la zona que rodeaba el Lowe Art Museum y alejado a la creciente multitud. Un policía rechoncho, de aspecto fuerte y con la cabeza rapada, salió a mi encuentro y señaló hacia la parte posterior del edificio.
El cuerpo se encontraba en una mata de arbustos, detrás de la galería. Deborah estaba hablando con alguien que parecía un estudiante, y Vince Masuoka estaba acuclillado al lado de la pierna izquierda del cuerpo, pinchando con un bolígrafo algo que llevaba en el tobillo. El cuerpo no podía verse desde la carretera, pero tampoco podía decirse que estuviera escondido. Era evidente que lo habían asado como a los demás, y estaba dispuesto como los otros dos, en una posición rígida con la cabeza sustituida por una cabeza de toro de cerámica. Una vez más, mientras la miraba, esperé por reflejo alguna reacción desde mi interior. Pero no oí nada, salvo el suave viento tropical que soplaba en mi cerebro. Aún estaba solo.
Mientras meditaba, Deborah se acercó rugiendo a todo volumen.
—Has tardado mucho —bramó—. ¿Dónde estabas?
—Clase de macramé —contesté—. ¿Igual que los demás?
—Eso parece. ¿Qué has encontrado, Masuoka?
—Creo que esta vez hemos tenido suerte —dijo Vince.
—Ya era hora, joder —dijo Deborah.
—Lleva una tobillera —explicó Vince—. Está hecha de platino, así que no se fundió. — Miró a Deborah y le dedicó una de sus terribles sonrisas falsas—. Pone Tammy.
Deborah frunció el ceño y miró hacia la puerta lateral de la galería. Un hombre alto, con chaqueta de sirsaca y pajarita, estaba hablando con un policía, y miraba angustiado a Deborah.
—¿Quién es ese tío? —preguntó a Vince.
—El profesor Keller —contestó Matsuoka—. Da clases de historia del arte. Él encontró el cuerpo.
Deborah, sin dejar de fruncir el ceño, indicó con un ademán al policía que el profesor se acercara.
—¿Profesor…? —dijo Deborah.
—Keller. Gus Keller —se presentó. Era un hombre apuesto de unos sesenta y pocos años, con lo que parecía una cicatriz de un duelo en la mejilla izquierda. No dio la impresión de ir a desmayarse por la presencia del cadáver.
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