Pero el Nuevo Modelo Dexter no tenía esa suerte.
Di vueltas y más vueltas, ordené a mi lamentable yo que se pusiera a dormir sin más dilación, sin éxito. No podía dormir. Sólo podía estar tumbado con los ojos abiertos de par en par y preguntarme por qué.
A medida que avanzaba la noche, también lo hacía la terrible y aterradora introspección. ¿Me había engañado toda la vida? ¿Y si no fuera el Gallardo Destripador Dexter y su Astuto Compinche el Pasajero? ¿Y si ahora no era, en realidad, más que un Oscuro Chófer, al que se permitía vivir en una pequeña habitación de una gran casa, a cambio de conducir a su amo durante sus rondas designadas? Si mis servicios ya no eran necesarios, ¿qué podía ser yo, ahora que el jefe se había marchado? ¿Quién era yo, si ya no era el de antes?
No era un pensamiento feliz, y no me hizo feliz. Tampoco me ayudó a dormir. Como ya había dado miles de vueltas y no me sentía agotado, me concentré en cambiar de lado cada dos por tres, con el mismo resultado. Pero por fin, alrededor de las tres y media, debí acertar la combinación correcta de movimientos absurdos y me sumí en un sueño inquieto.
El sonido y el olor del beicon frito me despertaron. Miré el reloj: las 8.32 h, más tarde que nunca. Pero era sábado por la mañana, claro. Rita me había dejado retozar en mi desdichada inconsciencia. Y ahora, recompensaría mi regreso a la tierra de los despiertos con un generoso desayuno. Estupendo.
De hecho, el desayuno eliminó parte de mi amargura. Es muy difícil mantener una buena sensación de depresión profunda e inutilidad absoluta cuando estás lleno de comida, y renuncié a intentarlo a mitad de una excelente tortilla.
Cody y Astor llevaban horas despiertos, por supuesto. El sábado por la mañana era su momento de televisión sin restricciones, y solían aprovecharlo para ver series de dibujos animados que habrían sido imposibles antes del descubrimiento del LSD. Ni siquiera repararon en mi presencia cuando pasé ante ellos camino de la cocina, y se quedaron fascinados por la imagen de un utensilio de cocina parlante mientras yo terminaba de desayunar, tomaba una última taza de café y decidía conceder a la vida un día más para que montara su numerito.
—¿Mejor? —preguntó Rita cuando dejé sobre la mesa la taza de café.
—Una tortilla estupenda —comenté—. Gracias.
Sonrió y saltó de la silla para darme un beso en la mejilla, antes de amontonar los platos en el fregadero y ponerse a lavarlos.
—Recuerda que dijiste que llevarías a Cody y a Astor a algún sitio esta mañana —dijo por encima del ruido del agua.
—¿Eso dije?
—Dexter, ya sabes que esta mañana tengo que probarme el vestido de boda. Te lo dije hace semanas, y tú dijiste que cuidarías de los niños mientras yo iba a probarme el vestido a la tienda de Susan, también he de ir a ver a la florista para supervisar los arreglos florales, Vince se ofreció a ayudarme, porque dice que tiene un amigo.
—Lo dudo —dije, y pensé en Manny Borque—. Vince no.
—Ya le dije que no. ¿Hice bien?
—Estupendo. Sólo tenemos una casa para vender y pagar las cosas.
—No quiero herir los sentimientos de Vince, y estoy seguro de que su amigo será maravilloso, pero siempre he ido a Hans a comprar las flores, y le partiría el corazón si no le encargara a él lo de la boda.
—De acuerdo. Me llevaré a los chicos.
Había confiado en encontrar una oportunidad de dedicar tiempo a mi desdicha personal y a concentrarme en el problema del Pasajero ausente. Como no podía hacer eso, lo mejor sería relajarme un poco, incluso recuperar algo del precioso sueño perdido por la noche, tal como era mi derecho sagrado.
Al fin y al cabo, era sábado. Es sabido que muchas religiones y sindicatos bien considerados han recomendado dedicar los sábados a la relajación y el crecimiento personal.
A alejarse del mundanal ruido y entregarse al ocio y el descanso tan merecidos. Pero Dexter era ahora un hombre de familia, más o menos, cosa que lo cambia todo, tal como estaba descubriendo. Y con Rita dando vueltas a mi alrededor como un tornado con guedejas rubias, enfrascada en los preparativos de la boda, era imprescindible que alejara a Cody y a Astor del alboroto y les concediera el refugio de alguna actividad sancionada por la sociedad como apropiada para ser compartida por niños y adultos.
Después de sopesar cuidadosamente mis opciones, elegí el Museo de la Ciencia y Planetarium de Miami. Al fin y al cabo, estaría abarrotado de familias, lo cual fortalecería mi disfraz e iniciaría el de ellos. Puesto que pensaban embarcarse en la Oscura Senda, necesitaban aprender enseguida la idea de que, cuanto más anormal eres, más normal has de parecer.
Y visitar el museo con el Adorado Papaíto Dexter lograría que los tres pareciéramos de lo más normal. Además, se trataba de algo Bueno para Ellos oficialmente, una gran ventaja, por mucho que esa idea les desagradara.
De modo que subimos al coche y nos dirigimos al norte por la U.S. 1, tras prometer a la acelerada Rita que volveríamos sanos y salvos a la hora de comer. Atravesamos Coconut Grove, y justo antes de llegar al paso elevado de Rickenbacker entré en el aparcamiento del museo en cuestión. Sin embargo, no entramos dócilmente en ese buen museo. En el aparcamiento, Cody bajó del coche y se quedó inmóvil. Astor le miró un momento, y después se volvió hacia mí.
—¿Por qué tenemos que entrar? —preguntó.
—Es pedagógico —contesté.
—Aj —dijo la niña, y Cody asintió.
—Es importante que pasemos algunos ratos juntos —dije.
—¿En un museo? —preguntó Astor—. Es patético.
—Una palabra encantadora —dije—. ¿Dónde la has aprendido?
—No vamos a entrar —dijo—. Queremos hacer algo.
—¿Habéis estado alguna vez en este museo?
—No-o-o —repuso Astor, dividiendo la palabra en tres süabas desdeñosas, como sólo una niña de diez años sabe hacer.
—Bien, tal vez te sorprenda —le sugerí—. Hasta es posible que aprendas algo.
—Eso no es lo que queremos aprender —contestó la niña—. En un museo no.
—¿Qué crees que quieres aprender? —pregunté, y hasta yo me quedé impresionado por mi tono de adulto paciente.
Astor hizo una mueca.
—Tú ya sabes —dijo—. Dijiste que nos enseñarías cosas.
—¿Cómo sabes que no voy a hacerlo? —pregunté.
Me miró vacilante un momento, y después se volvió hacia Cody. Lo que se dijeron no exigió palabras. Cuando se volvió hacia mí un momento después, lo hizo con absoluta seguridad.
—Ni hablar —dijo.
—¿Qué sabéis de las cosas que voy a enseñaros? —Dexter —dijo Astor—, ¿por qué crees que te pedimos que nos enseñaras?
—Porque no sabéis nada de eso y yo sí.
—Aja.
—Vuestra educación empieza en ese edificio —dije con mi expresión más seria—. Seguidme y aprended.
Los miré un momento, vi que su incertidumbre aumentaba, di media vuelta y me encaminé hacia el museo. Tal vez estaba irritado por la noche de insomnio, y no estaba seguro de que me seguirían, pero tenía que imponer cuanto antes las reglas del juego. Tenían que hacerlo a mi manera, tal como yo había aprendido tanto tiempo atrás que debía escuchar a Harry y hacerlo a su manera.
Tener catorce años nunca es fácil, ni siquiera para los humanos artificiales. Es la edad en que la biología se impone, e incluso cuando el chico de catorce años de marras está más interesado en la biología clínica que en la actividad más popular entre sus compañeros de clase del instituto Ponce de León, la biología aún gobierna con mano de hierro.
Uno de los imperativos categóricos de la pubertad, de aplicación incluso a los monstruos jóvenes, es que nadie mayor de veinte años sabe nada. Y como Harry ya había superado con creces los veinte en aquel momento, yo había entrado en un breve período de rebelión contra sus limitaciones irracionales de mis deseos perfectamente naturales y legítimos de despedazar a mis compañeros de clase.
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