Jeff Lindsay - Dexter en la oscuridad

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Dexter en la oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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Dexter Morgan no soporta la sangre. Curiosa mania para un forense del Departamento de Policia de Miami. Mas teniendo en cuenta que Dexter aprovecha las noches de luna llena para cortar en pedacitos a otros como el, asesinos en serie que han escapado a la accion de la justicia. Pero es posible que a partir de ahora su vida de un giro decisivo. Es que Dexter le ha dado el si a Rita y esta a punto de convertirse en un marido respetable, la figura paterna a la que imitaran Ashtor y Cody, los hijos de su pareja. Y, en caso de que la vida matrimonial no resultara amenaza suficiente para sus correrias nocturnas, una sucesion de asesinatos rituales podria llevarlo a reconsiderar su propia adiccion al homicidio.

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Deborah mostró su placa.

—¿Podemos entrar, por favor?

Halpern miró la placa y dio la impresión de derrumbarse un poco.

—Yo no… Pues… ¿Por qué quieren entrar?

—Nos gustaría hacerle algunas preguntas —dijo Deborah—. Sobre Ariel Goldman.

Halpern se desmayó.

No suelo ver sorprendida a mi hermana muy a menudo. Su control es demasiado bueno. Por lo tanto, fue muy gratificante verla boquiabierta cuando Halpern cayó al suelo. Compuse una expresión a juego y me incliné para tomarle el pulso.

—Su corazón late todavía —constaté.

—Entrémosle —dijo Deborah, y lo arrastré al interior del apartamento.

El apartamento no era tan pequeño como parecía, pero las paredes estaban forradas de librerías rebosantes, con una mesa de trabajo sobre la que descansaban montañas de papeles y más libros. En el pequeño espacio restante había un desvencijado sofá de dos plazas de aspecto barato, y una butaca con demasiado relleno y una lámpara detrás. Conseguí depositar a Halpern en el sofá, que crujió y se hundió de manera alarmante bajo su peso.

Me levanté y casi me llevé por delante a Deborah, que estaba mirando a Halpern.

—Será mejor que esperes a que se despierte antes de empezar a intimidarle —aconsejé.

—Este hijo de puta sabe algo —dijo—. No es normal que le haya dado un soponcio de esta manera.

—¿Alimentación escasa? —sugerí.

—Despiértalo —me ordenó.

La miré para ver si estaba bromeando, pero lo había dicho en serio, por supuesto.

—¿Qué sugieres? —pregunté—. Olvidé traer las sales.

—No podemos esperar —dijo, y se inclinó hacia delante como si se dispusiera a sacudirle, o tal vez golpearle en la nariz.

Por suerte para Halpern, eligió aquel momento para recobrar la conciencia. Sus ojos se abrieron y cerraron varias veces, y después se quedaron abiertos, y cuando nos vio, todo su cuerpo se puso en tensión.

—¿Qué quieren?

—¿Promete no volver a desmayarse? —pregunté. Deborah me apartó de un codazo.

—Ariel Goldman —empezó.

—Oh, Dios —gimió Halpern—. Sabía que pasaría.

—Tenía razón —dije.

—Han de creerme —se defendió, mientras se incorporaba—. Yo no lo hice.

—De acuerdo —preguntó Debs—. ¿Quién lo hizo? —Ella misma —contestó.

Deborah me miró, tal vez para ver si yo podía explicarle por qué Halpern estaba tan loco. Por desgracia, no pude, así que desvió la vista hacia él.

—Se lo hizo ella misma —repitió, con voz cargada de duda.

—Sí —insistió el hombre—. Quería aparentar que lo había hecho yo, para que la aprobara.

—Se quemó ella misma —dijo Deborah, muy despacio, como si estuviera hablando con un crío de tres años—. Y después se cortó la cabeza. Para que usted la aprobara.

—Espero que le diera un notable, como mínimo, por todo ese trabajo —añadí.

Halpern pasó la mirada de uno a otro, con la mandíbula desencajada y presa de espasmos, como si intentara cerrarse pero le faltara un tendón.

—Ah —dijo por fin—. ¿De qué están hablando?

—Ariel Goldman —dijo Deborah—. Y su compañera de cuarto, Jessica Ortega. Quemadas hasta morir. Les cortaron las cabezas. ¿Qué puede decirnos sobre eso, Jerry?

Halpern se removió nervioso y permaneció en silencio mucho rato.

—Yo, este… ¿Están muertas? —susurró por fin.

—Jerry —dijo Deborah—, les cortaron la cabeza. ¿Qué le parece?

Observé con gran interés que la cara de Jerry exhibía toda una variedad de expresiones que plasmaban diferentes calidades de incomprensión, hasta que al fin, cuando asimiló la información, se le volvió a desencajar la mandíbula.

—Ustedes… Ustedes creen que yo… No pueden…

—Temo que sí, Jerry —dijo Deborah—. A menos que pueda decirnos por qué no.

—Pero es que… Yo jamás habría…

—Alguien lo hizo —dije yo.

—Sí, pero, Dios mío…

—Jerry —dijo Deborah—, ¿sobre qué creía que queríamos interrogarle?

—Sobre la, la violación —dijo—. Pero yo no la violé. En algún lugar hay un mundo en que todo tiene sentido, pero era evidente que no estábamos en él.

—Pero usted no la violó —repitió Deborah.

—Sí, eso es… Quería que yo, este…

—¿Quería que la violara? —pregunté.

—Ella, ella —empezó, y se ruborizó—. Me ofreció, hum, sexo. A cambio de un aprobado. —Clavó la vista en el suelo—. Y yo me negué.

—¿Fue cuando le pidió que la violara? —pregunté. Deborah me dio un codazo.

—¿Y le dijo que no, Jerry? —preguntó mi hermana—. ¿A una chica guapa como ésa?

—Fue entonces cuando ella, hum, dijo que quería un sobresaliente fuera como fuera. Se rasgó la camisa y empezó a chillar.

Tragó saliva, sin levantar la vista.

—Continúe —lo instó Deborah.

—Me saludó con la mano —dijo, al tiempo que imitaba el gesto—, y salió corriendo al vestíbulo. —Levantó la vista por fin—. Este año aspiro a un contrato de profesor numerario. Si esto llega a saberse, mi carrera habrá terminado.

—Entiendo —dijo Debs, siempre comprensiva—. Así que la mató para salvar su carrera.

—¿Qué? ¡No! ¡No la maté!

—Entonces, ¿quién lo hizo, Jerry? —preguntó Deborah.

—¡No lo sé! —contestó él, en tono casi malhumorado, como si le hubiéramos acusado de comerse la última galleta. Deborah siguió mirándolo, y él paseó la vista entre nosotros dos—. ¡No lo hice! —insistió.

—Me gustaría creerle, Jerry —concedió Deborah—. Pero no depende de mí.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

—Voy a pedirle que me acompañe.

—¿Me va a llevar detenido?

—Voy a llevarle a la comisaría para hacerle algunas preguntas, eso es todo —anunció Deborah en tono tranquilizador.

—Oh, Dios mío —dijo el profesor—. Me va a llevar detenido. Eso es… No. No.

—Facilíteme las cosas, profesor —dijo Deborah—. No vamos a necesitar las esposas, ¿verdad?

Él la miró durante un rato, se puso en pie de repente y corrió hacia la puerta, pero por desgracia para él y su magistral plan de huida, tenía que pasar a mi lado, y Dexter ha recibido justas y profusas alabanzas por sus reflejos sin par. Estiré el pie, el profesor tropezó y se dio de cabeza contra la puerta.

—¡Uj! —exclamó.

Sonreí a Deborah.

—Creo que vas a necesitar las esposas —dije.

13

La verdad es que no soy un paranoico. No creo estar rodeado de misteriosos enemigos que intentan tenderme una trampa, torturarme, matarme. Por supuesto, sé muy bien que, si permito que mi disfraz se degrade y deje al descubierto lo que soy, toda esta sociedad se pondrá de acuerdo para pedir mi lenta y dolorosa muerte, pero esto no es paranoia. Es una visión clara y serena de la realidad, y no me asusta. Sólo intento ser cauteloso para que no suceda.

Pero un fragmento muy grande de mi cautela había escuchado siempre los sutiles susurros del Oscuro Pasajero, y aún se mostraba extrañamente tímido a la hora de revelarme sus pensamientos. De modo que afrontaba un nuevo y perturbador silencio interior, lo cual me ponía muy nervioso y enviaba una pequeña oleada de inquietud. Había empezado con aquella sensación de ser observado, incluso de ser seguido, en los hornos. Y después, cuando regresamos a la comisaría, no podía sacudirme de encima la idea de que un coche nos estaba siguiendo. ¿Era cierto? ¿Sus intenciones eran siniestras? Y en tal caso, ¿iban dirigidas hacia mí o hacia Deborah, o se trataba del capricho de algún conductor de Miami?

Vigilaba el coche, un Toyota Avalon blanco, por el retrovisor lateral. Nos siguió todo el trayecto, hasta que Deborah entró en el aparcamiento, y después pasó de largo sin aminorar la velocidad, sin que el conductor pareciera mirarnos, pero no pude desprenderme de mi ridícula idea de que nos había estado siguiendo. De todos modos, no podría estar seguro a menos que el Pasajero me lo confirmara, cosa que no hizo. Se limitó a emitir una especie de carraspeo sibilante, así que me pareció estúpido decir algo a Deborah al respecto.

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