Jeff Lindsay - Dexter en la oscuridad

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Dexter en la oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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Dexter Morgan no soporta la sangre. Curiosa mania para un forense del Departamento de Policia de Miami. Mas teniendo en cuenta que Dexter aprovecha las noches de luna llena para cortar en pedacitos a otros como el, asesinos en serie que han escapado a la accion de la justicia. Pero es posible que a partir de ahora su vida de un giro decisivo. Es que Dexter le ha dado el si a Rita y esta a punto de convertirse en un marido respetable, la figura paterna a la que imitaran Ashtor y Cody, los hijos de su pareja. Y, en caso de que la vida matrimonial no resultara amenaza suficiente para sus correrias nocturnas, una sucesion de asesinatos rituales podria llevarlo a reconsiderar su propia adiccion al homicidio.

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Deborah estaba en el suelo al lado de Ángel, que tenía la cabeza metida dentro del primer horno de cerámica. Supuse que la espera sería larga.

Apenas había introducido en mi boca los últimos restos del bocadillo, cuando reparé en que me observaban. Por supuesto que me estaban mirando; cualquiera de los que estábamos trabajando a este lado de la cinta amarilla siempre era observado. Pero también me estaban vigilando. El Oscuro Pasajero me estaba advirtiendo a gritos de que algo me había escogido, algo con un interés enfermizo por ese ser especial y maravilloso que soy yo, y no me gustaba la sensación. Cuando engullí el último trozo de bocadillo y me volví a mirar, el susurro de mi interior emitió algo confuso… y se sumió en el silencio.

Al mismo tiempo, sentí de nuevo la oleada de náuseas producto del pánico y el filo amarillo intenso de la ceguera, y me tambaleé un momento, mientras todos mis sentidos gritaban que el peligro acechaba, pero mi capacidad de hacer algo al respecto se había desvanecido por completo. Duró sólo un segundo. Regresé a la superficie y examiné con más detenimiento todo cuanto me rodeaba… Nada había cambiado. Un grupo de gente estaba mirando, el sol brillaba y un viento agradable soplaba entre los árboles. Otro día perfecto de Miami, pero en algún lugar del paraíso la serpiente había erguido la cabeza. Cerré los ojos y escuché, con la esperanza de percibir algo acerca de la naturaleza de la amenaza, pero sólo capté el eco de unos pies provistos de garras que se alejaban.

Abrí los ojos y paseé la vista a mi alrededor de nuevo. Había unas quince personas congregadas, que fingían no estar fascinadas por la posibilidad de ver sangre, pero ninguna destacaba en ningún sentido. Ninguna intentaba esconderse, ninguna lanzaba miradas preñadas de maldad o escondía un bazooka debajo de la camisa. En cualquier otro momento, habría esperado a que mi Pasajero distinguiera una sombra oscura alrededor de un depredador evidente, pero ahora carecía de su ayuda. Por lo que yo veía, nada siniestro acechaba entre la multitud. ¿Qué había disparado la alarma de incendios del Pasajero? Sabía muy poco al respecto. Estaba allí, punto, una presencia pictórica de jocosidad perversa y sugerencias aceradas. Jamás había demostrado confusión, hasta que vio los dos cuerpos del lago. Y ahora estaba repitiendo su vaga incertidumbre, a sólo un kilómetro del primer lugar.

¿Había algo en el agua? ¿O existía alguna relación con los dos cuerpos quemados en los hornos?

Me acerqué a donde estaban trabajando Deborah y Angel-nada-que-ver. No daba la impresión de que hubieran encontrado nada particularmente alarmante, y no detecté estremecimientos de pánico que se transmitieran desde los hornos hasta el lugar donde se ocultaba el Oscuro Pasajero.

Si esta segunda retirada no había sido causada por algo que tuviera delante, ¿qué la había causado? ¿No podría tratarse de alguna extraña erosión interior? Tal vez mi inminente estado de marido y padrastro estaba abrumando al Pasajero. ¿Me estaba volviendo demasiado bueno para ser un anfitrión adecuado? Sería un sino peor que la muerte de otro.

Me di cuenta de que había cruzado la cinta amarilla, y de que una forma de gran tamaño se cernía ante mí.

—Hum, hola —dijo. Era un espécimen joven, grande y musculoso, de pelo largo y lacio, con el aspecto de alguien que creía en eso de respirar por la boca. —¿En qué puedo ayudarle, ciudadano? —pregunté. —¿Es usted, hum, ya sabe, una especie de policía? —Un poco —dije.

Asintió y meditó mis palabras un momento, mientras miraba a su alrededor como si buscara algo para comer. En el cuello, más debajo de la nuca, llevaba uno de esos desafortunados tatuajes que se han hecho tan populares, algún tipo de caracteres orientales. Debía de significar «aprendiz lento». Se frotó el tatuaje como si hubiera oído mis pensamientos, y después se volvió hacia mí. —Estoy preocupado por Jessica —soltó. —Pues claro —contesté—. ¿Y quién no? —¿Saben si es ella? —pregunte)—. Soy como su novio. El joven caballero había conseguido por fin llamar mi atención profesional. —¿Jessica ha desaparecido? —le pregunté. Asintió.

—Tenía que ir a gimnasia conmigo. Como cada mañana. Dar la vuelta al circuito, unos cuantos abdominales. Pero ayer no apareció. Lo mismo esta mañana. Así que empecé a pensar, hum…

Frunció el ceño, al parecer debido al esfuerzo de pensar, y su discurso se interrumpió. —¿Cómo se llama usted? —le pregunté. —Kurt —dijo—. Kurt Wagner. ¿Y usted? —Dexter —dije—. Espere aquí un momento, Kurt. Corrí hacia Deborah antes de que la tensión de intentar pensar hiciera mella en el chico.

—Deborah, puede que hayamos tenido un golpe de suerte.

—Bien, no será por tus malditos hornos —rugió—. Son demasiado pequeños para meter un cuerpo.

—No —dije—, pero ese chico de ahí ha perdido a su novia.

Deborah alzó la cabeza al instante y se levantó como un perro de caza. Miró al presunto novio de Jessica, quien la miró a su vez y trasladó su peso de un pie al otro.

—Ya era hora, joder —dijo Deborah, y se encaminó hacia él.

Miré a Ángel. Se encogió de hombros y se puso en pie. Por un momento dio la impresión de que iba a decir algo, pero después meneó la cabeza, se sacudió el polvo de las manos y siguió a Deborah para oír lo que Kurt iba a decir, y me dejó más solo que la una con mis oscuros pensamientos.

A veces era suficiente con vigilar. Por supuesto, existía la absoluta convicción de que vigilar conduciría de forma inevitable a la oleada de calor y el glorioso chorro de sangre, el latido incontenible de emociones proyectadas por las víctimas, la música de la locura disciplinada cuando el sacrificio desembocara en una muerte maravillosa… Todo esto llegaría. De momento, el Vigilante se contentaba con vigilar y deleitarse en la maravillosa sensación del anonimato, el poder absoluto. Percibía la inquietud del otro. Esa inquietud aumentaría, recorrería las escalas musicales hasta llegar al miedo, después al pánico, y por fin al terror más desaforado. Todo a su tiempo.

El Vigilante vio que el otro examinaba la multitud, en busca de alguna pista que le condujera a descubrir el origen de la sensación de miedo que estimulaba sus sentidos. No encontraría ninguna, por supuesto. Todavía no. Hasta que él hubiera decidido el momento oportuno. Hasta que él hubiera inducido en el otro un pánico absurdo. Sólo entonces dejaría de vigilar y entraría en acción.

Y hasta entonces… Había llegado el momento de dejar que el otro escuchara la música del miedo.

11

Se llamaba Jessica Ortega. Cursaba primer año y vivía en uno de los colegios mayores cercanos. Kurt nos dio el número de su habitación, y Deborah dejó a Ángel esperando en los hornos hasta que llegara un coche patrulla.

Nunca he comprendido muy bien por qué los colegios mayores se llaman residencias y no dormitorios. Tal vez porque ahora parecen hoteles. No hay paredes cubiertas de hiedra que engalanen los venerables edificios, en el vestíbulo abundan el cristal y macetas con plantas, y los pasillos están alfombrados, limpios y parecen nuevos.

Nos detuvimos ante la puerta de la habitación de Jessica. Tenía una placa pequeña y pulcra a la altura de los ojos que anunciaba ARIEL GOLDMAN & JESSICA ORTEGA. Debajo, en letra más pequeña, decía SE PROHÍBE LA ENTRADA SIN BEBIDAS ALCOHÓLICAS. Alguien había subrayado «entrada» y escrito debajo ¿TÚ CREES? Deborah me miró y enarcó una ceja. —Chicas marchosas —dijo. —Alguien ha de hacerlo —contesté.

Resopló y llamó a la puerta. No hubo respuesta, y Debs esperó hasta tres segundos antes de volver a llamar, con mucha más fuerza.

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