– ¿Alguna vez llevó a Flores a Mapleshade?
– ¿A Mapleshade? Sí, varias veces. Se había ofrecido voluntario para instalar un pequeño jardín de flores detrás de mi oficina. Cuando surgieron otros proyectos, también se prestó a ayudar en ellos.
– ¿Estableció algún contacto con las estudiantes?
– ¿Adónde quiere llegar?
– No tengo ni idea-dijo Gurney.
– Podría haber hablado con alguna de las chicas, o podrían haber hablado ellas con él. Yo no lo vi, pero es posible.
– ¿Cuándo fue eso?
– Se presentó voluntario para ayudar en Mapleshade poco después de llegar aquí. Así que hace unos tres años, mes arriba, mes abajo.
– ¿Y durante cuánto tiempo?
– ¿Sus viajes a la escuela? Hasta… el final. ¿Tiene todo esto algún significado que me esté perdiendo?
Gurney no hizo caso de la pregunta y planteó otra.
– Hace tres años. En ese momento Jillian todavía estudiaba allí, ¿no?
– Sí, pero… ¿Adónde quiere ir a parar?
– Ojalá lo supiera, doctor. Solo una pregunta más. ¿Alguna vez Jillian le habló de personas a las que temiera?
Después de una pausa lo bastante larga para hacer que Gurney empezara a pensar que la conexión se había cortado, Ashton contestó:
– Jillian no tenía miedo de nadie. Tal vez esa fue la causa de su muerte.
Gurney se quedó sentado en el coche, mirando a través de la pérgola hacia el lugar de la trágica recepción de boda, tratando de dar sentido a la novia y al novio como pareja. Por más que fueran compañeros en su genialidad, al menos si había que creer a Ashton, tener coeficientes intelectuales equiparables no parecía un motivo suficiente para el matrimonio. Recordó que Val afirmaba que su hija tenía un interés malsano por los hombres desequilibrados. ¿Podía eso incluir a Ashton, en apariencia el paradigma de la estabilidad racional? Poco probable. ¿Tenía Ashton una personalidad tan protectora como para sentirse atraído por alguien tan patentemente enfermo como Jillian? No daba esa impresión. Cierto, su especialidad profesional se orientaba en esa dirección, pero nada indicaba que aquel hombre tuviera una personalidad protectora o paternal. O Jillian solo era una materialista más que vendía su cuerpo al mejor postor, en este caso Ashton. Nada hacía pensar eso.
Entonces, ¿cuál era el factor misterioso que hacía que ese matrimonio pareciera una buena idea? Gurney concluyó que no iba a averiguarlo sentado en el encantador sendero de entrada de la casa de Ashton.
Dio marcha atrás, se detuvo solo lo justo para marcar el número de Val Perry y avanzó poco a poco por la larga calle en sombra.
Le sorprendió y complació que Perry respondiera después del segundo tono. Su voz tenía una sensualidad sutil, pese a que lo único que dijo fue:
– ¿Hola?
– Soy Dave Gurney, señora Perry. Me gustaría explicarle dónde estoy y lo que he estado haciendo.
– Le he dicho que me llame Val.
– Val. Perdón. ¿Tiene un par de minutos?
– Si está haciendo progresos, tengo todo el tiempo que quiera.
– No sé si estoy haciendo muchos progresos, pero quiero que sepa en qué estoy pensando. No creo que la llegada de Héctor Flores a Tambury hace tres años fuera accidental y no creo que lo que le hizo a su hija fuera una decisión repentina. Me juego algo a que su nombre no es Flores y dudo que sea mexicano. Sea quien sea, creo que tenía un propósito y un plan. Creo que vino aquí por algo que ocurrió en el pasado, algo relacionado con su hija o con Scott Ashton.
– ¿Qué clase de cosa del pasado?-Sonó como si estuviera esforzándose por permanecer calmada.
– Podría tener que ver con el motivo por el cual mandó a Jillian a Mapleshade. ¿Sabe de alguna cosa que hiciera Jillian que pudiera provocar que alguien quisiera matarla?
– ¿Se refiere a si le jodió la vida a algunos niños pequeños? ¿Si les causó pesadillas y dudas que los acompañarían el resto de sus vidas? ¿Si los asustó y los hizo sentir culpables y locos? ¿Si quizá lo bastante locos para que hicieran a otros lo mismo que ella les hizo? ¿Si quizá lo bastante locos para suicidarse? ¿Si alguien podría querer que ella se pudriera en el Infierno por eso? ¿Se refiere a eso?
Gurney se quedó en silencio.
Cuando ella volvió a hablar, su tono era de cansancio.
– Sí, hizo cosas que podrían hacer que alguien quisiera matarla. Hubo veces en que yo misma podría haberla matado. Por supuesto, eso es…, eso es exactamente lo que terminé haciendo, ¿no?
A Gurney se le ocurrió un lugar común sobre el perdonarse a uno mismo, pero, en cambio, dijo:
– Si quiere fustigarse, tendrá que hacerlo en otro momento. Ahora mismo estoy trabajando en el caso que me ha asignado. La he llamado para decirle lo que estoy pensando, y es lo contrario de la posición oficial de la Policía. Esa colisión podría crear problemas. Necesito saber hasta dónde quiere llevar esto.
– Siga la pista adonde lleve, cueste lo que cueste. Quiero llegar al final de esto. Quiero llegar al final. ¿Está claro?
– Una última pregunta. Puede considerarla de mal gusto, pero tengo que hacerla. ¿Es concebible que Jillian tuviera una aventura con Flores?
– Si era un hombre, bien parecido y peligroso, diría que es mucho más que concebible.
El humor de Gurney, junto con su visión del caso, variaron más de una vez en su trayecto a casa.
La idea de que el asesino de Jillian estuviera relacionado con su caótico pasado, un pasado en común con Héctor Flores, le hacían sentir que pisaba suelo firme y que estaba siguiendo una dirección prometedora en la cual insistir con sus investigaciones. La presentación ritual del cadáver, con la cabeza cercenada situada en el centro de la mesa de cara al cuerpo, constituía una declaración retorcida que iba más allá del simple homicidio. Incluso se le ocurrió que la escena del asesinato creaba un eco irónico respecto de la fotografía erótica que Ashton tenía sobre la chimenea, las dos fotos de Jillian manipuladas en una escena: Jillian mirando a Jillian con avidez.
Dios mío. ¿Era una broma? ¿Era posible que la disposición del cuerpo en la cabaña fuera una parodia sutil de la pose de Jillian Perry en un anuncio de moda? La idea le dio arcadas, una rara reacción para un hombre cuyos años como policía de Homicidios lo habían expuesto a prácticamente todo lo que las personas podían hacerles a otras personas.
Aparcó en el arcén, delante de una tienda de material de granja, hurgó en los papeles que tenía en el asiento de al lado y encontró el número del móvil de Jack Hardwick. Al llamar, su mirada vagó a la colina situada detrás de las oficinas, punteada con tractores grandes y pequeños, empacadoras, cortacéspedes y rastrillos giratorios. Luego se fijó en que algo se movía. ¿Un perro? No, un coyote. Un coyote trotando por la colina, viajando en línea recta, casi con determinación, se le ocurrió a Gurney.
Hardwick respondió al quinto tono, justo cuando la llamada iba a ser desviada al buzón de voz.
– Davey, Davey, ¿qué pasa?
Gurney hizo una mueca: su reacción habitual al tono de voz sarcástico de Hardwick. Aquello le recordaba a su padre. No el sonido de lija en sí, sino el agudo cinismo que le daba forma.
– Tengo una pregunta para ti, Jack. Cuando me metiste en este asunto de Perry, ¿de qué creías que iba?
– Yo no te metí en esto, solo te ofrecí una oportunidad.
– Muy bien, como quieras. Así pues, ¿de qué creías que iba esta oportunidad?
– Nunca llegué lo bastante lejos para formarme una opinión.
– Ja.
– Cualquier cosa que dijera sería pura especulación, así que no voy a decirla.
– No me gustan los juegos, Jack. ¿Por qué quieres que me involucre? Mientras estás pensando en cómo no responder a esta pregunta, te haré otra: ¿por qué está cabreado Blatt? Me topé con él ayer y fue más que desagradable.
Читать дальше