– Oh…, no podría decirlo. -Parecía un poco desorientado, ausente.
– Vamos, George.
– Ya has oído que me han advertido de que no toque ese tema.
Peggy miró a Madeleine con nerviosismo.
– Adelante, George. No pasa nada.
Ahora todos lo estaban mirando. La atención parecía complacerle. Era fácil imaginar al hombre detrás de un atril: el profesor Meeker, respetado entomólogo, fuente de sabiduría y anécdotas pertinentes.
«Ten cuidado, Gurney, cualquier juicio de él puede aplicarse a ti. ¿Qué estás haciendo en la Academia de Policía, si no?»
George levantó la barbilla con orgullo.
– Las saltarinas-dijo.
Los ojos de Madeleine se ensancharon.
– ¿Arañas que saltan?
– Sí.
– ¿De verdad saltan?
– Sí, de verdad. Pueden saltar cincuenta veces la longitud de su cuerpo. Es como si un hombre de un metro ochenta saltara la longitud de un campo de fútbol y lo sorprendente es que prácticamente no tienen músculos en las piernas. Así que, podríais preguntar, ¿cómo logran hacer un salto tan prodigioso? ¡Con bombas hidráulicas! Las válvulas de sus patas sueltan chorros de sangre a presión, haciendo que las patas se extiendan y las propulsen en el aire. Imaginad un depredador letal que cae sin previo aviso sobre su presa. No hay esperanza de huida. -Los ojos de Meeker destellaron. De manera no muy distinta a la de un padre orgulloso.
La idea del padre intranquilizó a Gurney.
– Y luego, por supuesto-continuó Meeker con excitación-, está la viuda negra, una máquina de matar verdaderamente elegante. Una criatura letal para adversarios mil veces más grandes que ella.
– Una criatura-dijo Peggy, cobrando vida-que encaja con la definición de perfección de Scott Ashton.
Madeleine le dedicó una mirada de asombro.
– Me estoy refiriendo al infame libro de Scott Ashton que trata de la empatía (la preocupación por el bienestar y los sentimientos de los demás) como un defecto, como una imperfección en el sistema de límites humano. La viuda negra, con su repugnante costumbre de matar y comerse a su compañero después del apareamiento, sería probablemente su idea de perfección. La perfección del sociópata.
– Pero como escribió un segundo libro en el que atacaba su primer libro-dijo Gurney-, es difícil saber qué piensa en realidad de los sociópatas o de las arañas negras, o de cualquier otra cosa, para el caso.
La mirada socarrona de Madeleine a Peggy se agudizó.
– ¿Este es el hombre del que dijiste que es una gran autoridad en el tratamiento de víctimas de abuso sexual?
– Sí, pero… no exactamente. No trata a las víctimas. Trata a los abusadores.
La expresión de Madeleine cambió, como si aquello le pareciera más que revelador.
En el caso de Gurney lo único que provocó fue que lo sumara a la lista de preguntas que quería plantearle a Ashton por la mañana. Y eso le recordó otra cuestión abierta que quería plantear a sus invitados:
– ¿El nombre de Edward Vallory significa algo para alguno de vosotros?
A las 22.45, justo cuando Gurney se había adormilado, su teléfono móvil sonó en la mesilla de noche de Madeleine. Lo oyó sonar, oyó que ella contestaba, y después que decía:
– Veré si está despierto.
Su mujer le dio unos golpecitos en el brazo y le tendió el teléfono hasta que él se incorporó y lo cogió.
Era la suave voz de barítono de Ashton, ligeramente tensa por la ansiedad.
– Perdone que le moleste, pero esto podría ser importante. He recibido un mensaje de texto hace un rato. El identificador indica que viene del teléfono de Héctor. Creo que es, palabra por palabra, el mismo mensaje que recibió Jillian el día de nuestra boda: «Por todas las razones que he escrito. Edward Vallory». He llamado a la oficina del DIC y lo he denunciado y quería que usted también lo supiera. -Hizo una pausa, se aclaró la garganta con nerviosismo-. ¿Cree que significa que Héctor podría volver?
Gurney no era un hombre que se regocijara en la mística de la coincidencia. En este caso, no obstante, que alguien mencionara ese nombre tan poco tiempo después de sacarlo a relucir él mismo le provocó un desagradable escalofrío.
Tardó más de una hora en volver a dormirse.
Influencia
– Solo dos semanas-dijo Gurney al llevar su café a la mesa del desayuno.
– Hum.
Madeleine era muy expresiva con sus pequeños sonidos. Este mostraba que comprendía lo que estaba diciendo, pero que no tenía ningún deseo de discutir el tema en ese momento. A la luz de la primera hora de la mañana, ella se las arreglaba para leer Crimen y castigo para una inminente reunión de su club de lectura.
– Solo dos semanas. No voy a dedicarle más.
– ¿Es lo que has decidido?-preguntó Madeleine sin levantar la cabeza.
– No sé por qué ha de ser un problema tan enorme.
Madeleine cerró parcialmente el libro, dejando el dedo entre las páginas que estaba leyendo. Ladeó la cabeza y lo miró.
– ¿Cómo de enorme crees tú que es el problema?
– Joder, no sé leer la mente. Olvídalo, bórralo, ha sido un comentario estúpido. Lo que estoy diciendo es que estoy limitando mi implicación en este asunto de Perry a un margen de dos semanas. No importa lo que ocurra, de ahí no paso. -Dejó la taza de café en la mesa, se sentó enfrente de ella-. Mira, quizá no tenga mucho sentido lo que digo. Pero entiendo tu preocupación. Sé lo que pasaste el año pasado.
– ¿Sí?
Dave cerró los ojos.
– Creo que sí. De verdad. Y no volverá a ocurrir.
El hecho era que casi lo habían matado al final de la última investigación con la que había colaborado voluntariamente. Un año después de su jubilación, había estado más cerca de la muerte que en más de veinte años como detective de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York. Quizás era lo que había impactado más a Madeleine, no solo el peligro, sino el hecho de que este se había incrementado en el mismo momento de sus vidas en que ella imaginaba que desaparecería.
Se hizo un largo silencio entre ellos.
Finalmente, Madeleine suspiró, retiró el dedo que estaba usando como punto de libro y apartó la novela.
– Mira, Dave, lo que quiero no es tan complicado. O quizá sí. Pensaba que, cuando dejáramos atrás nuestras carreras, descubriríamos una clase de vida en común diferente.
Él sonrió débilmente.
– Todos esos malditos espárragos son algo muy diferente.
– Y tu excavadora es diferente. Y mi jardín de flores es diferente. Pero parece que tenemos problemas con la parte de la «vida en común».
– ¿No crees que ahora estamos más tiempo juntos que cuando vivíamos en la ciudad?
– Creo que estamos en la misma casa más tiempo los dos a la vez. Pero ahora es obvio que yo estaba más dispuesta que tú a dejar atrás nuestra vida anterior. Así que ese fue mi error, pensar que estábamos en la misma longitud de onda. Mi error-repitió ella, hablando suavemente con rabia y tristeza en los ojos.
Dave se recostó en la silla, mirando al techo.
– Un terapeuta me dijo una vez que una expectativa no es nada más que el embrión de un resentimiento.
En cuando lo dijo, lamentó haberlo hecho. Pensó que si hubiera sido tan torpe en su trabajo como lo era hablando con su propia esposa, lo habrían cortado y troceado una década antes.
– ¿Solo el embrión de un resentimiento? Muy bonito-saltó Madeleine-. Muy bien. ¿Y qué hay de la esperanza? ¿Decía algo que fuera a la par ingenioso y desdeñoso para hablar de la esperanza?-La rabia se estaba desplazando desde sus ojos a su voz-. ¿Qué hay del progreso? ¿Tenía algo que decir sobre el progreso? ¿O la intimidad? ¿Qué decía sobre eso?
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