John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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Gurney asintió.

– Le he oído, pero… tengo una pregunta. Supongamos que descubro que todas sus suposiciones sobre este asesinato son mentira. ¿A quién debería contárselo?

22

Spiderman

E l café de camino a casa fue un error. El cigarrillo fue una equivocación aún mayor.

El café de la gasolinera se había concentrado con el tiempo y la evaporación en un líquido cargado de cafeína, de color alquitrán y sin el menor gusto a café. Gurney se lo tomó de todos modos: un ritual reconfortante. No tan reconfortante fue el impacto de la cafeína en sus nervios cuando la primera carga de estimulación dio paso a una vibrante ansiedad que exigía un cigarrillo. Pero eso, también, venía con sus pros y sus contras: una breve sensación de tranquilidad y libertad, seguida por pensamientos tan plomizos como las desesperantes nubes. El recuerdo de algo que un terapeuta le había dicho quince años antes: «David, te comportas como dos personas diferentes. En tu vida profesional, tienes impulso, determinación, dirección. En tu vida personal, eres un barco sin timón». En ocasiones tenía la ilusión de hacer progresos: dejar de fumar, vivir una mayor parte de su vida al aire libre, concentrarse en el aquí y ahora y en Madeleine. Pero sus expectativas de cambio fracasaban inevitablemente y volvía a caer en lo que siempre había sido.

Su nuevo Subaru no tenía cenicero, así que se las tenía que apañar con la lata de sardinas escurrida que tenía en el coche para ese propósito. Al aplastar la colilla en ella, recordó de repente otro claro ejemplo de fracaso en su vida personal, otro punzante recordatorio de una mente a la deriva: se había olvidado de la cena.

Su llamada a Madeleine-omitiendo su lapsus de memoria y el hecho de que no podía recordar quién iba a su casa a cenar, preguntando solo si quería que comprara algo de camino a casa-no le dejó una sensación mejor. Tenía la impresión de que ella sabía que se había olvidado, que estaba tratando de enmendarlo. Fue una llamada corta con largos silencios. Su conversación final:

– ¿Quitarás de la mesa del comedor los expedientes del asesinato cuando llegues a casa?

– Sí, ya te dije que lo haría.

– Bien.

Para el resto del viaje, la mente inquieta de Gurney patinó en torno a un conjunto de preguntas insidiosas: ¿por qué estaba esperándolo Arlo Blatt al pie de Badger Lane? Antes no había allí ningún coche de vigilancia. ¿Lo habían avisado de que alguien estaba haciendo preguntas? ¿De que era precisamente Gurney el que estaba haciendo preguntas? Pero ¿a quién le importaría tanto como para llamar a Blatt? ¿Por qué Blatt estaba tan ansioso por sacarlo del caso? Y aquello trajo consigo otra pregunta sin respuesta: ¿por qué Jack Hardwick estaba tan ansioso por que participara en aquel caso?

Justo a las 17.00, bajo un cielo plomizo, Gurney giró por el camino de tierra y grava que subía por la colina a su casa de campo. A más de un kilómetro del camino, atisbó un coche por delante de él, un Prius de color verde grisáceo. Al subir por aquella senda polvorienta, le fue quedando cada vez más claro que los ocupantes del coche eran los misteriosos invitados a la cena.

El Prius redujo cautelosamente la velocidad al entrar en el camino bacheado que atravesaba el prado hasta la zona de hierba apelmazada contigua a la casa que servía de aparcamiento informal. Un segundo antes de que salieran, Gurney lo recordó: George y Peggy Meeker. George, profesor de Entomología retirado, de sesenta y pocos años: una mantis religiosa larguirucha de hombre; y Peggy, una trabajadora social cargada de vitalidad de cincuenta y pocos que había convencido a Madeleine para que aceptara su actual trabajo a tiempo parcial. Cuando Gurney aparcó, los Meeker sacaron del asiento de atrás una fuente y un cuenco cubierto con papel de aluminio.

– ¡Ensalada y postre!-gritó Peggy-. Siento que lleguemos tarde. ¡George perdió las llaves del coche!-Al parecer le resultaba al mismo tiempo exasperante y entretenido.

El hombre levantó la mano en un gesto de saludo, acompañado por una mirada agria a su mujer. Gurney solo logró esbozar una pequeña sonrisa de bienvenida. La forma de comportarse de George y Perry, cómo se trataban, le incomodaba porque se parecía demasiado a lo que ocurría entre sus padres.

Madeleine salió a la puerta, dirigiendo su sonrisa a los Meeker.

– Ensalada y postre-explicó Peggy, entregándole los platos tapados a Madeleine, quien hizo sonidos apreciativos y marcó el camino hacia la gran cocina de la granja-. ¡Me encanta!-exclamó Peggy, mirando a su alrededor con los ojos bien abiertos en una expresión de aprecio, la misma reacción que había tenido en sus dos visitas anteriores, y añadió, como siempre hacía-: Es la casa perfecta para vosotros dos. ¿No crees que encaja perfectamente con sus personalidades, George?

Él asintió en señal de conformidad, mirando las carpetas del caso que había sobre la mesa, inclinando la cabeza para leer las descripciones del contenido abreviadas de las cubiertas.

– Pensaba que estabas retirado-le dijo a Gurney.

– Sí. Es solo un breve trabajo de asesoría.

– Una invitación a una decapitación-dijo Madeleine.

– ¿Qué clase de trabajo de asesoría?-preguntó Peggy con interés real.

– Me han pedido que revise las pruebas de un caso de asesinato y sugiera alternativas para la investigación, si parecen justificadas.

– Suena fascinante-dijo Peggy-. ¿Es un caso que ha salido en las noticias?

Vaciló un momento antes de responder.

– Sí, hace unos meses. Los periódicos sensacionalistas se refirieron a él como el caso de la novia masacrada.

– ¡No! Vaya, ¡es increíble! ¿Estás investigando ese asesinato horrible? La mujer joven que fue asesinada con su vestido de boda. ¿Qué pasó exactamente…?

Madeleine intervino, con un volumen demasiado alto dada la proximidad de sus invitados.

– ¿Qué puedo traeros de beber?

Peggy no apartó la mirada de Gurney.

Madeleine continuó, en voz alta y alegre.

– Tenemos un pinot gris de California, un Barolo italiano y un Finger Lakes no se cuántos con un nombre bonito.

– Barolo para mí-dijo George.

– Quiero oír los detalles de este asesinato-declaró Peggy, que añadió, como si fuera una ocurrencia de última hora-: cualquier vino está bien. Menos el del nombre bonito.

– Yo tomaré Barolo, como George-dijo Gurney.

– ¿Puedes despejar la mesa ahora?-preguntó Madeleine.

– Por supuesto-dijo Gurney. Se volvió y empezó a juntar las muchas pilas de papeles en unas pocas-. Debería haberlo hecho esta mañana antes de mis reuniones en Tambury. Ya no puedo recordar nada.

Madeleine sonrió amenazadoramente, cogió un par de botellas de la despensa y se dispuso a extraer los corchos.

– ¿Entonces…?-dijo Peggy, todavía mirando a Gurney con expectación.

– ¿Cuánto recuerdas de las noticias?-preguntó.

– Una mujer exuberante asesinada con un hacha por un jardinero mexicano loco unos diez minutos después de casarse nada menos que con Scott Ashton.

– O sea, que sabes quién es.

– ¿Saber quién es? Dios, todo el mundo… Espera, deja que lleve eso. En el mundo de las ciencias sociales todos conocen a Scott Ashton, o al menos su reputación, sus libros, sus artículos de periódico. Es el terapeuta más puesto en temas relacionados con los abusos sexuales.

– ¿El más apuesto?-bromeó Madeleine, acercándose con dos copas de vino tinto.

George se carcajeó, un extraño sonido de su cuerpo, que era como un palillo.

Peggy hizo una mueca.

– No he elegido bien las palabras. Debería haber dicho el más famoso. Muchas terapias de vanguardia. Estoy seguro de que Dave puede contarnos un montón de cosas más. -Aceptó la copa que Madeleine le ofreció, dio un sorbito y sonrió-. Buenísimo, gracias.

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