Mi primer contacto con Héctor Flores fue a finales de abril de 2006, cuando vino a mi casa como jornalero en busca de empleo. A partir de entonces, empecé a darle trabajo en el jardín: para segar, rastrillar, echar mantillo, fertilizante, etcétera. Al principio, casi no hablaba inglés, pero aprendió deprisa y me impresionó con su energía e inteligencia. En las semanas siguientes, al ver que era un carpintero habilidoso, empecé a confiarle diversos proyectos de mantenimiento y reparación. A mediados de julio estaba trabajando en la casa y su entorno siete días por semana, añadiendo la limpieza del hogar a su lista de tareas. Se estaba convirtiendo en el empleado doméstico ideal, que mostraba gran iniciativa y sentido común. A finales de agosto preguntó si, en lugar de parte del dinero que le estaba pagando, le permitiría ocupar la pequeña cabaña sin amueblar de detrás de la casa en los días que estaba aquí. Pese a algunos recelos, acepté, y poco después empezó a vivir allí, aproximadamente cuatro días por semana. Se hizo con una mesita y dos sillas en una venta de segunda mano, y después con un ordenador barato. Dijo que era todo lo que quería. Dormía en un saco de dormir e insistía en que era la manera en que se sentía más cómodo. Con el paso del tiempo, empezó a explorar diversas oportunidades educativas en Internet. Entre tanto, su interés por el trabajo no dejó de crecer y empezó a evolucionar hacia una especie de asistente personal. Al final del año, le confiaba cantidades razonables de dinero en efectivo y él se ocupaba en ocasiones de comprar comida y otros encargos con gran eficiencia. Su inglés ya era impecable desde el punto de vista gramatical, aunque todavía con un acento muy marcado, y sus modales eran encantadores. Con frecuencia respondía mi teléfono, tomaba mensajes claros e incluso me proporcionaba sutiles informaciones sobre el tono o el humor de algunos de los que llamaban. (Visto en retrospectiva, parece extraño que confiara de esta manera en un hombre que poco antes estaba buscando trabajo para extender mantillo, pero la relación laboral funcionaba bien, sin un solo problema del que tuviera noticia durante casi dos años.) Las cosas empezaron a cambiar en otoño de 2008, cuando Jillian Perry entró en mi vida. Flores enseguida se puso de mal humor y se aisló, y siempre encontraba razones para estar lejos de la casa cuando ella estaba allí. Los cambios se volvieron más inquietantes a principios de 2009, cuando anunciamos nuestros planes de boda. Desapareció durante varios días. Cuando volvió, afirmaba que había descubierto cosas terribles sobre Jillian y que arriesgaría mi vida si me casaba con ella, pero se negó a proporcionar detalles. Dijo que no podía decirme nada más sin revelar su fuente de información, y eso no podía hacerlo. Me rogó que reconsiderara mi decisión de casarme. Cuando quedó claro que no iba a reconsiderar nada sin saber exactamente de qué estaba hablando y que no toleraría acusaciones infundadas, pareció aceptar la situación, aunque continuó evitando a Jillian. Ahora me doy cuenta de que, por supuesto, debería haberlo despedido por eso, por parecer una persona tan inestable, pero, con la arrogancia de mi profesión, supuse que podría descubrir la naturaleza del problema y resolverlo. Me vi a mí mismo conduciendo un fabuloso experimento educativo, sin aceptar nunca por completo el hecho de que estaba tratando con una personalidad peligrosamente compleja y que todo podría descontrolarse. También debo admitir que había hecho mi vida más fácil y más conveniente en muchos sentidos, y de ahí mi reticencia a prescindir de él. No exagero en hasta qué punto su inteligencia, su rápida educación y su número de talentos me habían impresionado, todo lo cual ahora suena delirante, a la luz de lo que ha ocurrido. Mi último encuentro con Héctor Flores fue en la mañana de la boda. Jillian, que era muy consciente de que Héctor la despreciaba, estaba obsesionada con conseguir que aceptara nuestro matrimonio y me convenció para que hiciera un último esfuerzo para persuadirlo de que asistiera a la ceremonia. Esa mañana fui a la cabaña y lo encontré sentado a la mesa como una estatua. Pasé por las formalidades de extenderle una invitación más, que rechazó. Vestía todo de negro: camiseta, tejanos, cinturón, zapatos. Quizás eso debería haber significado algo para mí. Esa fue la última vez que lo vi.
En ese punto de la transcripción, Hardwick había insertado unas notas manuscritas a los márgenes: «Después de la entrega y revisión de la declaración escrita de Scott Ashton, esta se complementó con las siguientes preguntas y respuestas».
J. H. Así pues, ¿no sabía nada o casi nada del pasado de este hombre?
S. A. Así es.
J. H. ¿No le proporcionó información sobre sí mismo?
S. A. Exacto.
J. H. Sin embargo, ¿confió en él lo suficiente para dejarle vivir en su propiedad, tener acceso a su casa, responder su teléfono?
S. A. Soy consciente de que suena estúpido, pero contemplaba su negación a hablar de su pasado como una forma de honradez. Me refiero a que si hubiera querido ocultar algo, habría sido más persuasivo construir un pasado ficticio. Pero no lo hizo. Desde una óptica inversa, eso me impresionó. De manera que sí, confiaba en él aunque se negara a hablar de su pasado.
Gurney leyó la declaración completa una segunda vez, más despacio, y luego una tercera. El relato le resultaba extraordinario tanto por lo que omitía como por lo que mencionaba. Entre los elementos que faltaban había una singular carencia de rabia. Y una ausencia asombrosa del horror visceral que en el día anterior a realizar esta declaración había hecho que el hombre saliera trastabillando de la cabaña segundos después de haber entrado en ella, gritando y derrumbándose.
¿El cambio era tan solo el resultado de una medicación? Un psiquiatra tenía fácil acceso a sedantes apropiados. ¿O se trataba de algo más que eso? Resultaba imposible saberlo por una declaración sobre el papel. Sería interesante reunirse con aquel tipo, mirarlo a los ojos, oír su voz.
Al menos el fragmento de la declaración que se refería a la ausencia de muebles en la cabaña y a la insistencia de Flores en mantenerla de esa manera respondía en parte al misterio de que no se mencionara nada de ello en el informe de pruebas; en parte, pero no del todo. No explicaba por qué no había ropa ni zapatos ni productos de higiene personal. No explicaba qué había ocurrido con el ordenador. O por qué, si había prescindido de todos sus objetos personales, Flores se había dejado un par de botas.
La mirada de Gurney vagó sobre las pilas de documentos dispuestos delante de él. Recordaba haber visto antes no solo un informe de incidente, el referido al asesinato, sino dos, y se preguntaba por qué. Estiró el brazo y sacó el segundo de debajo del primero.
Era del Departamento de Policía de Tambury Village en respuesta a una llamada recibida a las 16.45 del 17 de mayo de 2009; justo una semana después del crimen. El demandante constaba como doctor Scott Ashton del 42 de Badger Lane, Tambury, Nueva York. El informe fue presentado por el sargento Keith Garbelly. Se señalaba que se había enviado copia al Departamento de Investigación Criminal en la comisaría regional de la Policía del estado a la atención del investigador jefe J. Hardwick. Gurney supuso que lo que estaba leyendo era una copia de esa copia.
El denunciante estaba sentado a la mesa del patio en el lado sur de la residencia, de cara a la zona ajardinada, con una taza de té en la mesa, como era su costumbre cuando hacía buen tiempo. Oyó un único disparo de escopeta y al mismo tiempo vio que la taza de té se hacía añicos. Corrió a la casa a través de la puerta de atrás (patio) y llamó al Departamento de Policía de Tambury. Cuando llegué a la escena (con refuerzos detrás), el denunciante parecía tenso, ansioso. El interrogatorio inicial se llevó a cabo en la sala de estar. El denunciante no podía determinar el origen del disparo, suponía que se había producido desde «larga distancia, más o menos desde esa dirección» (hizo un gesto hacia la ventana de atrás que daba a la colina boscosa situada a, al menos, trescientos metros). El denunciante desconocía las posibles causas del suceso, salvo que estuviera «posiblemente relacionado con el asesinato de mi mujer». Afirmó que desconocía cuál podría ser esa relación. Especulaba que tal vez Héctor Flores también quería matarlo a él, pero no supo proporcionar ninguna razón o motivo.
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